La noche iba cayendo a medida que el sol se ocultaba bajo la sombra de una luna encogida, sin ganas de ser vista por completo. ¿Acaso tenía miedo de algo?
El cielo parecía adquirir un tono empobrecido,
mezclado con la penumbra de la esfera
que asomaba escasos milímetros. No era una noche de lobos, pero sí de
lamentos.
Un coche avanzaba a las afueras
de un pueblo vallisoletano. Se movía por la calzada con cautela, precavido de
la llovizna que empezaba a caer después de que un trueno diese la voz de
alarma. Las nubes se abrieron, dejando un esponjoso espacio entre ellas para
que un rápido y cobarde relámpago luciese en lo alto del firmamento, emitiendo
un fogonazo cegador; acto seguido, su malhumorado y sonoro acompañante rugió
ante el estremecimiento de los dos presentes que, abajo, dentro del vehículo, deseaban
llegar a casa cuanto antes.
-¡Fíjate
la que está cayendo!-gritó Merche-. ¡Es tremendo!
-Tranquila,
se pasará pronto –respondió su esposo, sin quitar la vista de la carretera.
Circulaba a 40km/h. Los goterones de lluvia caían sobre el cristal como si del
cielo lloviesen piedras.
-Sabes que a mí la tormenta me
impone, Julián –siguió diciendo ella.
-Lo
sé, cariño.-Los parabrisas eran como dos agujas de una báscula indecisa,
luchando por inclinarse sobre un único lado, pero sin éxito.
-Ve
despacio, por favor –le rogó. Había un brillo de terror en los ojos de Merche.
-Así
lo hago – afirmó él. Seguía centrado en el volante.
Venían
de celebrar su primer aniversario. Julián
apuró hasta el último céntimo de su paga extraordinaria y se comportó como un
caballero cuando llevó a su esposa al restaurante más caro. Cenaron bien de
marisco, y carne, acompañado por una botella de Lambrusco – el cuál hace
milagros en las cenas románticas – y cava bien frío; después, una porción de
tarta helada.
Las
noches de verano suelen ser bastante agobiantes en la capital, por ello salieron
a las afueras; Merche jamás había visto el pueblo como en aquella noche, pero del
restaurante se llevó un buen sabor de boca. (Y de los langostinos). Su marido también
lo disfrutó, aunque su cartera ya no quería abrirse…
Todo
iba de lujo hasta que al entrar en carretera se preparó la tormenta.
-También
es mala suerte – dijo la mujer -. Con lo bien que pintaba la noche…
-No
son más que unas cuantas gotas de lluvia, mi amor – respondió él, sin darlo
importancia -. Ahora llegaremos a casa y no nos daremos cuenta de que llueve.
-Al
llegar a casa, sí. ¿Y mientras? – Tartamudeó al preguntarlo; de su boca salió
la típica pregunta miedosa, esa que se formula mientras la mente elabora
pensamientos negativos.
-Pero
no te asustes, mujer. Vas encogida –observó él. Su cabeza copiaba medianamente
la acción de los limpiacristales: derecha, centro, derecha, centro.
-¡Me
da mucho miedo! –gritó ella.
-Es
lluvia –Julián sonrió antes de añadir-: Los truenos lo único que pueden hacer
es meter ruido, nada más.
-Me
tratas como tonta. ¿Crees que soy la única que los tiene miedo? –Lo miró con el
ceño fruncido.
-Sé
que hay mucha gente que teme al nublado, pero de siempre –volvió a decir él-. Mi madre no lo soporta; se
esconde por la casa, apaga las luces y reza. ¿Pero tú…? Jamás lo has temido
hasta hoy.
-Es
que… -Merche se detuvo.
-¿Qué?
– preguntó él, queriendo saber lo que le ocurría a su esposa. Miraba a su
mujer, y a la vez, también la carretera.
-No
es solo por la tormenta.
-Vale.
La carretera, ¿no?-Aprovechó para limpiar el cristal con su propia mano,
dejando un borrón de agua por el que ver mejor.
-Sí;
sabes que ha habido muchísimos accidentes, y…
-Pero
conduzco con precaución, cariño – interrumpió -. No me importa tardar un cuarto
de hora más en llegar. Llegaremos bien.
-…
Está muy oscuro, mi amor – insistió ella -. Creo que las luces que llevas no
son suficientes.
-Lo
son. No te preocupes más, por favor.
Julián miró a su esposa; pero
por culpa de la postura de esta, le pareció que en vez de una mujer llevaba de
copiloto a un feto inquieto. Temblaba ansiosamente mientras su cuerpo se
helaba. Sus labios morados, acompañaban en un color trágico al castañetear de
sus dientes.
-¿Quieres
hacer el favor de tranquilizarte, Merche? –Estaba algo enfadado y sorprendido
al ver tanto terror en ella.
-¡No
puedo! – gritó sin dejar de tiritar.
Julián
detuvo el vehículo en mitad de la carretera. Echó el freno de mano y observó a
su mujer. No entendía nada.
-Po…
¿por qué paramos? – preguntó ella, tiritando.
-Para
que te quedes más tranquila. Esperaremos aquí hasta que amaine la tormenta.
-No,
Julián, ¡por favor! – empezó a gritar -. ¡Quiero llegar cuanto antes! ¡No
soporto verla mientras estoy encerrada!
¡Me agobia!
-Dentro
del coche no puede ocurrirte nada – volvió a decir él -. No hay tráfico, solo
estamos nosotros.
-Eso
es lo que me da miedo – respondió ella, sin mirarle. Su mirada se perdió en un
pensamiento -. Eso y… -Hizo una pausa, la que jamás reanudó. Tuvo que ser Julián quien se lo arrancase de adentro.
-Eso,
y…, ¿qué más? – preguntó.
-La
curva – respondió con claridad. Más que decirlo, lo escupió sin pensarlo -.
Cuando giremos la curva…
-Volvemos
al mismo tema de antes –volvió a decir él-, y te repito que conduzco con
precaución. No ocurrirá nada cuando giremos.
-No
solo me da miedo el girar y que tengamos un accidente – respondió Merche, más
nerviosa que nunca-. También me da miedo… la curva, la leyenda de la chica de
la…
-¡Esto
es el colmo! –Julián dio un manotazo en el volante; este vibró-. No sé qué
demonios te ocurre, pero estás acabando con mi paciencia, Merche.
-¡Me
da miedo, joder! – gritó ella.
-¡Pero
me hablas de cosas que jamás te han dado miedo, coño! –Arrancó y pisó el
acelerador, más de la cuenta-. ¿A qué
cojones viene ahora lo de la chica de la curva? - Seguía pisando, inconsciente
de la gran velocidad a la que conducía.
-Sabes
que en ese tramo han ocurrido bastantes desgracias… ¡Me da miedo! –Continuaba
histérica. No dejaba de moverse. El cinturón de seguridad impedía que se
moviese con libertad.
-Sí,
ya me lo has dicho antes – respondió él, anteponiéndose a lo demás. Seguía
discutiendo con ella, olvidándose de mirar la carretera-. Pero me hablas de
estupideces, de leyendas urbanas. ¡¡Idioteces!!
-¡No
son idioteces!-gritó Merche, muy segura de lo que decía-. Tengo una extraña sensación
con esa curva. No sé lo que es, pero…
En
ese momento, un relámpago deslumbró a Julián. Perdió el control por unos
instantes; las ruedas traseras patinaron, salpicando abundante agua. El
vehículo derrapó dando medio giro. Al fin, logró controlarlo con esfuerzo.
-¡Mierda!
– gritó hasta hacerse con el control del trompo imprevisto.
Merche
no dejó de gritar un solo segundo. Después de verse sana y salva, aún
continuaba con la respiración jadeante, el rostro lívido y los nervios a flor
de piel. Sentía el corazón estancado en la garganta. Echó la cabeza hacia atrás
y suspiró.
Quedaron en dirección contraria
a la que iban.
Fue dejando de llover. Ninguno
de los dos se daba cuenta, pero la lluvia caía con menos fuerza, casi nada.
-Es…
esto es una señal, Julián –advirtió ella.
-¡Esto es que casi nos matamos
por tus estupideces! – gritó él, histérico. Tenía la vena del cuello a punto de
explotar; la tez acalorada, como si llevase horas expuesto al sol -. ¡Deja de
decir chorradas de una puta vez!
-¿Te
encuentras bien? – preguntó ella de repente.
-¡Sí!
¿No me ves? –respondió con ironía.
-¿Seguro
que te encuentras bien? – insistió la chica.
-¡Que
sí, coño! ¡¿Pero qué te pasa?!
-Pensaba
que te había perdido – respondió Merche -. Por unos momentos… No sé, creí que…
Julián
la miró muy preocupado, y añadió:
-El
que no lo sabe soy yo. De verdad, no sé qué te ocurre.
Ella
también le miró, sin responder. Sus ojos giraron para observar el retrovisor, y
ahí, fue cuando él vio en estos la expresión del pánico.
-¿Qué
te pasa? – preguntó.
-Que…
ahí… - Su mujer respondió balbuceando; no decía nada coherente -. Ahí…
-¡¿Qué?!-Julián
se desesperaba. Miró por su retrovisor.
Algo ocurría.
-¿Lo
estás viendo? – preguntó Merche, clavando las uñas en el brazo derecho de su
esposo.
-¡Sí!
– gritó -. ¡Cálmate!
Veían
una sombra oscura dirigiéndose hacia ellos, un ser enlutado que no frenaba sus
pasos. Los relámpagos hacían su silueta más siniestra y aterradora,
resplandeciendo momentáneamente mientras caminaba sin cesar.
-¡Viene
aquí, Julián! – gritó ella, histérica.
-Ya
lo veo –respondió-. No te preocupes, solo es un señor que necesita ayuda.
-¿Qué?
¿Cómo lo sabes? – Dudaba.
-Porque
estoy viendo arder su coche – respondió -, y la verdad es que es tremendo.
Merche
se giró y miró.
En efecto, Julián decía la
verdad. Había un vehículo ardiendo sobre la carretera; un rastro de humo lo
cubría todo, dificultando el ver si había más personas en el interior. El
destino no quería que ese vehículo se apagase, por ello, dejó de llover del
todo.
-Dios
santo… - exclamó Merche.
El
golpe debió ser terrible debido a la posición del turismo. Solo se distinguían
las cuatro ruedas, lo demás era una auténtica cúpula de fuego, humo y trozos de
cristales que aún seguían saliendo al exterior. Le debían de faltar la luna y
el capó, o habían quedado en forma de acordeón.
-Voy
a salir – dijo Julián.
-¡No!
¡Espera!
-¡Ese
hombre necesita ayuda! – gritó él. Bajó del coche.
-Yo
avisaré a una ambulancia –añadió la chica.
Julián
se puso en camino para socorrer al hombre. Era imposible distinguirlo con
claridad entre el fuerte soplido del viento y el humo que cada vez se expandía
más hacia ellos.
Merche
sacó su móvil para alertar a los servicios de emergencia. Se sorprendió al ver
a Julián buscar algo en los asientos de atrás.
-¿Qué
buscas? – le preguntó mientras marcaba el número; sin embargo, él no respondía.
Ella
levantó el teléfono, típico movimiento para buscar cobertura en lo más alto; y
ahí, el reflejo del espejo central llamó su atención. Un estremecimiento hizo
que soltase el móvil de repente. El que estaba detrás de ella no era su marido,
sino el hombre del accidente.
Llevaba
una cazadora empapada de agua. Le cubría el rostro y toda la cabeza.
En
ese momento, Julián entró.
-Oye,
que no encuentro al señor por… -Se detuvo en cuanto le vio en los asientos
traseros -. Ah – continuó -. Ya está aquí. ¿Se encuentra bien?
Silencio
absoluto.
El
matrimonio se miró con cara de circunstancia. Ella no articulaba palabra; él no
sabía qué hacer.
-Bueno
–le dijo a su mujer -. Nos acercaremos al lugar del accidente para ver si hay
alguien más en peligro.
El
nuevo pasajero seguía sin decir nada.
Julián
arrancó, giró y se puso en marcha en dirección al lugar del accidente.
-Perdone
– volvió a decirle, mirando por el espejo central -. ¿Se encuentra bien?
El
visitante no contestaba.
-Seguramente
esté en shock – le dijo a Merche, quien tampoco abría la boca-. Puedo entender
que él no me diga nada, pero ¿tú?
-No…
no está en shock – dijo ella, sin mirarlo.
-¿No?
¡Entonces por qué no me responde! –Aceleró por instinto.
-Porque
en la curva…
-Mira,
¡vale ya de sandeces! – gritó él, perdiendo su propio control, y el de la
velocidad -. ¡Este hombre no es ningún fantasma!
»¡Usted!
–Se dirigió al señor de atrás -. ¡¿Quiere contestar a mis preguntas?!
Una
vez más, la respuesta fue el aterrador silencio.
Julián
miró a Merche, quien continuaba en la misma postura, pareciendo ser ella quien
estaba en shock.
-Ya
está bien, me cago en la leche – dijo-. Quítese esa cazadora de la cabeza y… -
Julián se giró para retirarle la prenda. No prestó atención a la carretera, y
una vez que vio lo que ocultaba la ropa, no pudo volver la vista al frente. Dio
un grito aterrador cuando vio con sus estupefactos ojos que ese hombre había
caminado, pero no hablaba porque no tenía boca para poder hacerlo, ni siquiera
cabeza.
El
relámpago volvió para aumentar la visión terrorífica del decapitado y aturdir
más a Julián en su maniobra de salvación. A partir de ahí, volvió a repetirse
lo mismo de antes: patinaje y derrape; después, dos vueltas de campana y un
montón de cristales volando por el interior del coche. Uno de ellos, el de
mayor magnitud, fue el encargado de rebanar la garganta de Julián,
decapitándolo en el acto y a la velocidad del rayo, quien estuvo muy presente
en su historia, y no podía faltar en su muerte. Se disparó y le separó la
cabeza del tronco con un corte limpio, en mitad de un agónico alarido al que
sustituyó un escupitajo de sangre. Fue a parar al cuerpo muerto del hombre
enlutado, donde encajó a la perfección entre los descomunales labios de la
herida del cuello. Se detuvo allí mientras los ojos vidriosos aún pestañeaban,
viendo lo que tendría que asimilar a la fuerza.
Aprovechando
los últimos instantes de vida, vio a su mujer muerta. Los ojos a punto de morir de Julián, se dieron cuenta
de la verdad. Fueron décimas de segundo,
y con estas, supo al fin que no existió nunca el hombre que llegó después, solo la
negrura de su propia muerte predicha por su esposa, la misma que yacía
aplastada por amasijos de hierros.
El
hombre había recreado su propio miedo, mayor que el de su amada, y alimentó la
muerte de los dos hasta que el siguiente paso de la vida llegó en su busca para
llevárselos lejos, muy lejos.
Los
bomberos lograron apagar el vehículo. Julián ya no pudo sentir cómo uno de
estos abría la puerta para ver los cuerpos, pero sí verle hasta que en sus ojos
se interpuso la tela nublada que posteriormente fue machacando a su cristalino
e iris, tiñéndose de negro como el color de su pupila apagada en el momento en
que intentó moverle.
Tampoco
pudo ver la cara de espanto del sanitario, ni su grito aterrador cuando una vez
más, la cabeza se separó del cuerpo, cayendo sobre la alfombrilla de los
asientos traseros con un sonido ronco, de lado, rozando nariz con nariz con su
esposa y con una expresión macabra para su entierro: boca medio abierta, sin
posibilidad de sentir el aire de la muerte en el interior de un agujero negro,
como el túnel por donde pasará hasta ver
la luz clara, dejarse de tanta oscuridad y, por fin, volver a completar su
cuerpo. En ese momento, el cielo volverá a su color azulado y el rayo quedará
oculto para siempre, sin poder partir nada más por la mitad. La luna dejará de
tener miedo y volverá a asomarse en su totalidad, llena por completo, y en donde
Julián y Merche siempre se acordarán de resplandecer, odiando los días de
tormenta.