viernes, 23 de noviembre de 2018

La maldición del 3 de octubre: (El diario de un fracasado 2) ¡¡Ya en Amazon!!




A toda madre que haya perdido a uno o más hijos, porque solo ellas pueden explicar que, aparte del dolor físico y el dolor psicológico, existe el dolor de madre, y para ese no hay pastillas curativas, solo heroínas sin más remedio que levantarse y seguir caminando.
            Mi cariño para todas ellas. 




José Luis Losada Maestro (José Losada. Valladolid, 03/10/1986) Es auxiliar de enfermería en salud mental y toxicomanías, y técnico en emergencias sanitarias. 
Comenzó a escribir por desahogo personal, convirtiéndolo después en algo imprescindible. «Al borde de la locura» (Ediciones Atlantis) es su primera novela (finalista entre las seis mejores novelas de terror del 2017); «El diario de un fracasado»es su segunda novela, y la que autopublica por decisión personal; con «Amor en la oscuridad» (novela corta que anteriormente publicó en su blog por entregas) cambia al miedo por los sentimientos bajo el seudónimo de Santiago Bernal; así mismo, publica relatos de terror en minirelatosterrorificos.blogspot.com y ha publicado relatos en seis antologías: Subway IV (El gato blanco); La librería más bonita del mundo (Todo lo necesario para ser feliz); Kalpa 16, ecos de Bécquer (Melodía difunta). Leyendas y mitos de nuestra tierra (Una piedra fría para un corazón helado), en la antología erótica Ángel de nieve y (La torre del diablo) para Relatos satánicos de Castilla y León: Kalpa III.
Es el profesor del Cibertaller literario de Twitter. Con «Sueños de escritor» (anterior taller de creatividad literaria), participó en la Cylcon 2015, 2016 y 2017.
Twitter: @joselosada86



«¿Para qué tanta palabra si no puedes oírme? ¿Para qué estas páginas que tal vez nunca leas? Mi vida se hace al contarla y mi memoria se fija con la escritura; lo que no pongo en palabras sobre papel, lo borra el tiempo».

                                Isabel Allende (Paula).





Nota del autor
“Alma” es una palabra femenina, pero el lector de «El diario de un fracasado»  sabe que, si me refiero a Iván en femenino, a pesar de que nunca le ha hecho daño a nadie a mí me cruzaría la cara.
            Lo he intentado, lo juro, y me ha sido imposible. En el primer borrador lo hice, pero después tuve que reescribir cada parte donde me refería al alma de Iván de esa forma y darle otro sentido, tanto a los diálogos como a la trama. El lector sabe que Iván siempre luchó por ser un hombre, y no podía hacerle eso. No me quedé a gusto hasta que lo traté en masculino.
            Espero que me perdones, lector; tanto por esto que acabo de contarte, como por los errores que haya cometido a la hora de imaginarme el cielo que, si me das la oportunidad, leerás a lo largo de la historia.

            Mil disculpas y mil gracias.   



«El ser humano a veces es muy cruel, y te hace daño aunque le seas fiel»

Los Trotamúsicos.  (Los dibujos favoritos de Iván).


«Cada día sabemos más y entendemos menos»

Albert Einstein.


«El hombre sabio que observa el espacio no considera lo pequeño como demasiado poco; ni lo grande como enorme porque sabe que no existen límites a las dimensiones».


Anónimo.


«Un hombre solo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo cuando ha de ayudarle a levantarse».


Gabriel García Márquez.




«Las palabras más sinceras salen de personas rotas».


Benjamín Griss.


«Sacas de tu vida lo bueno mientras entra en ti lo malo. Los cuentos de hadas no existen, y los buenos no siempre ganan. Cuando tu corazón llore, mi hombro para limpiarte ya habrá cruzado las estrellas».


Pichapequeña con sentimientos.


«Es mejor tenerla pequeña y juguetona»


Miss Hipócrita 1999-00. Cónyuge: Mister Polla de honor 1999 (y creciendo).





En el corazón de Iván


Diástole


El tamaño no importa.


  Sístole


A mí mejor dame la grande, la pequeña para las demás.
Pero no te preocupes, que el tamaño no importa.
Tu mamá estará orgullosa de ti, y siempre serás un “mini pequeño minúsculo gran amigo” para las chicas.


«El tamaño no importa mientras sea grande y hermosa» (Sinceridad Absoluta). 



 De cabo a (mini) rabo

«Conozco un planeta donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas. Y todo el día se lo pasa repitiendo como tú: “¡Yo soy un hombre serio, yo soy un hombre serio!”…  Al parecer esto le llenaba de orgullo. Pero eso no es un hombre, ¡es un hongo!»

Antoine De Saint Exupéry (El Principito).


La puerta de los vestuarios se abrió de golpe. Tras empujarla, fusil en mano, como si fuera un cazador a la espera de ver aparecer a un conejo indefenso, Iván apuntaba a los presentes. Estos, tras un respingo, levantaron las manos suplicando para sus adentros.
            —Ba...ja eso, ¿quieres? —dijo el rubio, lívido y con voz queda, reculando sigilosamente.
            Iván mostraba un rostro nuevo. Sus cejas tiritaban, subiendo y bajando como dos palancas de Pinball en continuos intentos por golpear la bola; los ojos no dejaban de virar, alocados, igual que quien sigue a una mosca aturdida en lo que vuela de un lado a otro. Los pómulos le temblaban al resoplar, moviéndose como un bíceps poco desarrollado después de haberlo trabajado varios minutos. Al mismo tiempo los dientes le castañeteaban, y dado el relieve que se apreciaba en su cuello, parecía tener  dentro una sonda en vez de una vena. Las de los brazos se le marcaron al tensionarse y mover los dedos en busca del gatillo, momento en que crecieron las muecas de terror en el rostro de sus compañeros.
            —No querrás dispararnos, ¿verdad? —preguntó Dani con sonrisa miedosa. Era eso o ponerse a llorar de rodillas—. Es... estás de coña, ¿sí?
            Los veinte hombres se habían estremecido al escuchar el estruendo; ahora miraban como pasmarotes a la espera de que Iván hiciera o dijera algo. Sus piernas tiritaban como si estuviera expuesto a un frío invernan en plena calle. El cañón del arma apuntaba a Dani, pero al moverse tanto por culpa de los nervios, parecía estar recorriéndole el cuerpo con un puntero láser.
            Mátalos a todos. Coge el fúsil, maldito fracasado. Coge el arma, apunta y aprieta sin miramientos. Esa idea regresó a su cabeza mientras un goterón de sudor le bajaba por los pliegues de la frente.
            Venga, chico volvió a decir el rubio. Iván ya no tenía bonitas tetas y no era una putita. Con un arma no. Como el miedo asomaba, era un chico. Deja eso en el suelo, que las armas las carga el diablo.
            Pero el fusil seguía apuntando a Dani, quien no dejaba de tragar saliva al tiempo que movía los ojos arriba y abajo, combinando una mirada aterrante entre el cañón y el furioso rostro de Iván.
            Tienes que matarlos. ¡Quieres hacerlo! Todo el mundo te desprecia, ¡no tienes vida! ¡Mátalos! Parpadeó con fuerza, sudando copiosamente. ¡Sé que ansías hacerlo!
No dejaba de caerle sudor mientras luchaba por frenar esos pensamientos traicioneros.
Es la única forma de que te vengues de la perfección que jamás ni siquiera llegarás a oler. Eres imperfecto, Iván, y solo se referirán a ti a base de insultos, risas y desprecios.
            Temblando cada vez más, con Dani viéndose cosido a balazos por medio cuerpo, Iván recordó alguno de los insultos que le habían destrozado la vida.
            «Los niños normales tenemos la picha grande. Tú no tienes más que una arruga de piel, y jamás podrás estar con una chica». Escuchaba las risas de Grandullón y demás compañeros.
            «Di que tienes tetas, que la tienes pequeña y que no follarás nunca».
Apretó el fusil con fuerza al tiempo que juntaba sus hileras dentales y, como si de un perro rabioso se tratara, se las mostró a sus aterrados compañeros.
            Tío, me estás acojonando se sinceró Dani.
            Mata, Iván. Mata y quédate tranquilo. Quítate esa espina que no hace más que punzarte por dentro. Olvida eso de no hacer daño y hazlo de una vez. Haz todo el daño que puedas, e incluso más…
            Apretó los párpados. Se arrugaban mientras los pómulos los sepultaban sin intención. Un estertor brotó de su pecho como si fuera un asno que acabara de rebuznar; abrió la boca y la rabia que llevaba concentrando a base de saliva le cayó en hilillos silenciosos. Tras un par de segundos de aparente calma, y en lo que todo el vestuario rezaba para que la broma pesada terminase de una vez, cogió aire, su tórax se hinchó y volvió a levantar los párpados. El llanto se esfumó en cuanto sus ojos vieron el rostro del rubio; eso, y que al temblarle el cuerpo volvía a presenciar lo que era un fusil de carne en movimiento.
¿Es que no te da rabia ver cuerpos diferentes al tuyo a cada lugar que vas, eh?
Para ya le suplicó el perfecto. Iván medio bufaba.
¿No te da envidia ver que los demás son normales y tú eres un anormal, eh?
Baja el arma pidió otro. Iván, por el contrario, intentaba fijar el cañón en el pecho de Dani.
¿No te da rabia que los demás puedan relacionarse, tener pareja, utilizar eso que a ti ni siquiera te cuelga y ser felices, EH?
¡Hadle caso! gritó el rubio.
¿¿NO TE DA RABIA??
Iván apuntó lleno de ira. Bufaba con rostro animalado.
¿EH?
¡Baja el arma, coño! suplicó otro, aterrorizado.
¿EH?
Jadeaba mientras el índice de su diestra acariciaba el gatillo.
¿¿¿EH???
¡Ya está bien, hombre!
Los párpados de Iván se levantaron al máximo mientras su tez palidecía. La tensión de los brazos se detuvo y el cañón bajó para apuntar entre las piernas de Dani. La palabra «hombre» los había salvado.
«No eres un hombre con cojones. Eres una niña con tetas y la picha pequeña».
No… Escupió con la calidez de su aliento. Dejó de hablar en lo que levantaba la barbilla y subía el cañón hasta el pecho de su compañero. Este, al ver de nuevo la muerte de cerca, comenzó a hacer muecas como un niño con puchero. No soy… Iván hizo una nueva pausa. Cayó una lágrima, pestañeó y, sosteniendo el fusil con fuerza, añadió: no soy un hombre.
Apretó el gatillo. Una bala atravesó el pecho de Dani y, mientras vomitaba una queja sangrienta, lo arrastró unos dos metros hasta hacerlo caer.
Todos gritaron al unísono. Algunos, emprendiendo una carrera por la supervivencia que los hizo resbalar como si acabaran de dar un frenazo en seco con unos patines, echaron a correr en dirección a las duchas.
¡Me dijisteis que no era un hombre, HIJOS DE PUTAAA! gritó Iván y disparó dos veces. Derribó a sus compañeros como si estos fueran una lata de cerveza agujereada a perdigonazos. ¡Os reísteis de mí! Lo recordaba al mismo tiempo que daba gritos de rabia profunda
«Eh, chicos, ¡la maricona se tapa!/ ¡Así aprenderás a no mirar a los hombres, puta maricona fracasada!»
—SOIS MUY HOMBRES, ¿¿EH?? —vociferó mientras cargaba el fusil.
«Creo que su fusil cuenta con dos pequeñas recámaras llenas de munición/ Sí, y sin estrenar. Un fusil demasiado limpio/ No ha follado en su puta vida. ¡Es un jodido fracasado de nacimiento!».
—¡TOMAD EL FUSIL! —gritó y disparó una vez más. La bala desfiguró el rostro de uno de los muchachos y le hizo caer de rodillas. Su cara reventó como un jarrón de porcelana haciéndose añicos. ¡HIJOS DE PUTAAAA! Disparó a los fluorescentes regalando una lluvia de chispas para aumentar el horror.
Miró al que acababa de matar. No era más que un cuerpo decapitado por un balazo. El plomo le había arrancado la cabeza de un solo disparo, y no pudo por menos de retroceder en el tiempo y ver el cuerpo ensangrentado de su progenitor como regalo por su quinto cumpleaños. No lo rodeaban policías; por el contrario, todos se alejaban de él por si el espanto que transmitía llegaba a repercutirlos.
Jadeaba sin forma de controlar ni su pulso ni su respiración. Tenía delante a un ser humano con una especie de pelota de playa desinflada encima de los hombros; él mismo se había encargado de afearlo, y sin embargo, observando el resto de su cuerpo, seguía viendo algo perfecto. El imperfecto era él.
«¡Qué asco!/ Esto no es una persona/ Es un feto descompuesto entre tetitas y una picha diminuta/ Puto virgen. Jodido fracasado de nacimiento… Fusil pequeño y amariconado».
 El corazón de Iván bombeaba en el pecho pero parecía tenerlo en el cerebro. El cráneo, en unión con ese bulto inquieto, vibraba sin descanso. Rugió como una bestia, cargó el arma y prosiguió su sed de venganza.
¡Para! —suplicó uno, de rodillas y con las manos juntas, rezando en lo que sus ojos delataban el miedo que padecía. ¡No me mat…! Pero Iván no lo dejó terminar, ya que la siguiente bala, se encargó de que llevara las últimas palabras a la tumba.
—¡¡OS ODIOOOO!! —vociferó en mitad del vestuario. No tenía nada que ver con el Iván que habían conocido el día anterior. Este era un completo lunático rumiando el dolor que llevaba incrustado en la memoria, y que a pesar de su metro setenta y cinco de altura, no le había dejado crecer como persona. Algunos aprovecharon para salir corriendo. Era uno contra veinte, y ya habían caído seis.
Miró al siguiente, acurrucado contra una de las esquinas.    
Por… favor gritó, temblando como si estuviera apoyado en una pared de hielo. Iván se vio reflejado en él; o quizá, se vio a sí mismo años atrás.
«Jajajaja, ¡el gafotas meón la tiene pequeña!», recordó. El vestuario se convirtió en el aula del centro, y todos los que luchaban por sobrevivir eran sus compañeros de clase.
Miraba al gafitas que se había salvado de las burlas porque ver un chico con tetas era más gracioso. Le escaneó con la vista. No tenía senos y sus genitales eran de hombre saliéndose de la media, algo realmente maravilloso para la afortunada que tenía como novia. Apuntó a la parte baja mientras un cálido aliento se le escapaba por los huecos que dejaban sus apretados dientes. La supuesta víctima chilló más que si el cañón apuntara a su pecho.
¡No! Lloró. ¡No me dispar…!
«¡¡Ellos son hombres de verdad, tú no!! ¡No eres hombre! ¡No tienes polla!»
El de las gafas sí la tenía, y bien gorda y hermosa; por ello, sin piedad, y mientras este se tapaba sus partes con las dos manos, le disparó a la cabeza para terminar con su vida. Los cristales de las gafas se hicieron añicos como las tantas veces que Grandullón le pisó los suyos en el recreo.
Había más de ocho escondidos en las duchas, pero por suerte para Iván y desgracia para el rubio, a este último aún no le había dado tiempo a escapar.
Reculaba sin dejar de mirar a Iván, quien, con los párpados entreabiertos y mostrando ojos de odio profundo, semiencorvado y con respiración jadeante, avanzaba hacia él con parsimonia.
¡Perdóname! suplicó el rubio antes de resbalarse con la sangre de uno de sus compañeros y caer de espaldas. ¡Tienes que perdonarme! Comenzó a llorar, histérico. Iván se detuvo ante él. E…era broma, hombre. Tras la última palabra, varios dientes le salieron despedidos. Iván le propinó un culatazo en plena boca.
AHORA SÍ SOY HOMBRE, ¿VERDAD? volvió a golpearlo. ¡AHORA SÍ, HIJO DE PUTA! Le disparó en una pierna. El afectado profirió un aullido ronco y reverberante; instantes después, Iván se abalanzó contra él y le agarró de la garganta.
 «Zo…zoy niño gueno», recordó al revivir el momento en que a él lo agarraron así y convirtieron su rostro en un ocho. Aquel día su agresor apretó más; él hacía lo mismo.
El rubio se ahogaba. Sus ojos habían cambiado de azul claro a oscuro, y con la esclerótica llena de rojo a rebosar. Parecían los colores de una bandera empobrecida. La cabeza le tiritaba a medida que iba adoptando un rostro cianótico. Iván le soltó a pesar de la rabia. Inmediatamente escuchó un abrupto ronquido reverberando en un acceso de tos, como a quien le acaban de extraer una cánula de Guedel al recuperar la consciencia.
Con una mano en la garganta y la otra en la herida de la pierna, el rubio levantó la cabeza para mirar a Iván, el mismo que cargaba el arma instantes previos a volverlo a apuntar con ella.
Pa… Volvió a sufrir otro acceso de tos. Él mismo se había añusgado con la saliva por culpa de los nervios. …ra. Te lo suplico.
«Escupidle varias veces».
Iván le escupió. Después, cargando el pecho de aire, soltó con brusquedad:
¡ESTÁS MUERTO, CHULO DE MIERDA!
El rubio lloró con más fuerza.
No… ¡Nooo! gritó. ¡No lo hagas! ¡Mamá!
Iván dio un respingo con un sonido similar al hipo. Era como si se hubiera tragado un caramelo sin querer y el susto del momento le dejara lívido como un cadáver.
«Jamás, jamás de los jamases me harás daño; ni a mí ni a nadie. ¿Me has oído? Nunca en la vida. No eres malo, ni lo serás. Serás bueno siempre, cariño. Siempre».
Recordó. Su madre era la pieza fundamental de su vida.
Los… los he matado, mamá se dijo, a punto de sufrir un paro cardiaco de tanto horror—. Los he… ¡LOS HE MATADO!
¡Asesino!
Miró a todos los cadáveres. Al gafitas no le quedaba rostro para distinguirlo; Dani tenía el corazón reventado y el verde de las baldosas se había teñido de rojo con huellas esparcidas.
¡Están muertos por mi culpa! gritó. ¡¡POR MI CULPA!!
Se le cayó el fusil. Se disparó solo y el sonido le devolvió al mundo real.
Durante minutos se había visto aniquilando a todos sus compañeros como si fuera un auténtico demente.
No… No lo he hecho, ¿no? Se palpó el cuerpo como si estuviera cacheándose. Movió la cabeza en todas las direcciones posibles para asegurarse de que no estaba en los vestuarios. Efectivamente, se hallaba en la habitación. Respiró algo más tranquilo al saber que solo había sido una pesadilla.
¡No puedo hacerlo! gritó. Su corazón latía desbocado mientras las náuseas se apoderaban de él. Tenía un nudo en el estómago. Le había parecido vivir una realidad atroz. No quiero hacerle daño a nadie.
»¡No soy un asesino! Y no lo seré. ¿Verdad, hermana?




Preliminares de un 3 de octubre





«Con los años y los grandes avances, en vez de comprender que todos los terráqueos sois iguales, independientemente de la raza, sexo o religión, y luchar por una vida en común, justa y equilibrada para todos, cada vez os habéis distanciado y diferenciado más unos de otros. No comprendemos las discriminaciones, no entendemos por qué unos valen más que otros…»


Laura Martín (Entre los nuestros). 



FOTOGRAFÍA DE UNA PINTADA EN LA TAQUILLA DE IVÁN JUÁREZ. CUARTEL MILITAR





1



—Te voy a echar mucho de menos, mucho —le dijo Esther a su novio, y luego se abrazó a él con todas sus fuerzas. Le rodeó el cuello con los brazos y se arrimó más.

—Vale, muñeca, que me vas a desarmar —protestó el chico. Lo veía excesivo; sobre todo porque ella estaba enamorada hasta los huesos y, para él, solo era una putita (como la llamaba en pensamiento) más. Una de tantas.

—No voy a poder aguantar tanto tiempo sin ti —insistió la chica—. Será... —Se retiró y empezó a llorar. Sus labios tiritaban como si estuviera parada en plena calle a unos cuantos grados bajo cero. A él no le preocupaba el llanto; por el contrario, disfrutaba de la vista al ver cómo los senos botaban ligeramente gracias al angustioso ajetreo. Para Esther resultaba un suplicio poder hablar. Jugueteaba con los dedos, manteniendo la cabeza gacha para que no la viera llorar—. Voy a estar muy sola. —Levantó la vista. Una lágrima se desprendió de cada ojo después de parpadear, momento en que volvió a agachar la cabeza, hipando.
            Sigue así, nena. Me guardaré de recuerdo tu movimiento sexy.
            —Yo también te echaré de menos —respondió el chico con falsedad. —El día anterior, tanto él como varios de sus compañeros pasaron un muy buen rato hojeando los desnudos integrales de su querida Penehouse, como se había referido a ella en tono burlón. Encontraron a una “diosa” (según dijeron) en la página 120, como su medida de pecho calculado a ojo. En aquellos instantes eran los senos de esta los que importaban, no los de sus chicas (de las que ni se acordaban). Enseguida se convirtió en la reina de la fiesta, y entre ocho o diez tíos se desahogaron ante los posteriores dieciocho meses de abstinencia sexual. Los rumores de toda la vida les hacía saber que, en la mili, a los hombres no les funciona el fusil de carne (como Iván llamaba al superpene de sus compañeros). Cierta sustancia se encarga de dejarlo en relax, en tiempo muerto hasta nueva orden, por ello la visita de sus novias hacía olvidar a la reina de la fiesta. Sus queridas niñas volvían a cobrar protagonismo en sus vidas (y sus senos bailones). «Con la recámara vacía se vuelve a pensar» proverbio de la universidad de la vida—, pero te prometo que seré fuerte. Cerraré los ojos, y cuando vuelva a abrirlos, estaremos juntos de nuevo.
            —Pero para mí va a ser...
¡No! ¡No lo haré, cabrón! ¡No lo haré, hijo de la grandísima puta!¿¿CONTENTO??
            Esther enmudeció, los gritos la asustaron. Su chico miró a uno de los compañeros más cercanos, quien se encogió de hombros. Varios de los demás presentes, en compañía de sus respectivas parejas, llevaron la vista hacia la ventana por la que habían salido los insultos.
            —¿Y eso? —preguntó Esther, intimidada.
            —Nada, un zumbao —afirmó él—. Nada importante. Dame un beso, anda.
            ¡¡OS ODIOOOO!! ¡¡ODIO A TODOS LOS HOMBRES!!
            —Además de deforme está loco perdido.
            —Tú lo has dicho, Dani —respondió el novio de Esther, el famoso militar rubio. A su chica ya se le habían empezado a saltar las lágrimas al haberlo visto con el cabello al cero; aun así, esa fina capa seguía manteniendo un precioso tono dorado. Era su Rizitos de oro versión masculina. Las nuevas lágrimas llegaron por la tristeza de no poder verlo en más de dieciocho meses—. Como una puta cabra. —Miró hacia la ventana—. El jodido virgen con tetas acaba de darse cuenta de lo solo que está —añadió, casi susurró sin apartar la vista—. Púdrete, fracasado.
            El Sol empezó a ocultarse como si su brillo natural poseyera en verdad el don de la clarividencia, acabara de presagiar una tragedia y hubiera decidido apartarse. Este, como la mente humana, no deja de ser una fuente de energía de la que aún no se conoce ni la mitad de su poder; las nubes, poco a poco, se adueñaron de la escena dejando una malsana esponjosidad en lo alto del firmamento. Varias cabezas presentes miraron hacia el cielo con la sensación de estar a un solo palmo de distancia respecto a ellas.
            —Se va a preparar una fuerte tormenta —comentó una chica.
            —Uff… Y yo tan a cuerpo —añadió otra sacudiendo sus hombros desnudos.
            ¡A LA MIERDA EL MUNDO! ¡A LA MIERDA LOS HOMBRES! ¡¡¡A LA MIERDA YOOOOO!!!
            —¡La que está armando ese subnormal! —gritó otro. Soltó a su chica y se dirigió hacia Dani y el rubio mandamás—. ¡Vaya gritos!
            —Pillársela, seguro que no se la ha pillado.
            —Muy bueno, Dani. Sí señor —comentó el rubio, riendo.
            —¿Qué pasa? —preguntó Esther—. ¿Es un compañero vuestro?
            —Bueno… —respondió su chico, pero sin mirarla—, algo así.
            —¿Algo así? —se sorprendió. Miró a los demás, quienes reían a placer.
            —Es... —Hizo una pausa. No sabía cómo explicárselo—. Digamos que...
            —Tiene un buen par de tetas y una especie de gusanito de piel como rabo. —La respuesta de Dani provocó risas en los presentes, excepto en Esther y las demás chicas.
            —Y un huevo en la cabeza —añadió otro—. Es... ¡Da un puto asco que lo flipas! —Su cara así lo indicaba. Pensó en Iván al nombrarlo y le entraron náuseas. Sus muecas faciales eran las mismas que puede mostrar alguien al probar algo amargo.
            —¿Y eso os hace gracia? Esther no daba crédito. Su novio giró la cabeza para mirarla; tenía el rostro serio, igual que cuando él no hacía las cosas bien y se disgustaba—. Está mal, está sufriendo. ¿No lo escucháis? Ese chico seguramen...
            —No es un chico —interrumpió Dani—, es una mezcla entre un niño con micropene infantil y una adolescente de 2 de E.S.O.
            Los demás contenían la risa.
            ¡¡GRACIAS POR JODERME LA VIDA, MUNDO!!
            —¿Lo habéis escuchado? —preguntó Esther—. Con dos minutos lo he comprendido todo, pero veo que vosotros no entendéis una mierda de nada.
            —Opino lo mismo dijo la novia de Dani, una muchacha bastante alta y con el cabello ondulado. Su abundante melena color caoba le caía en cascada por los hombros—. Os estáis pasando.
            —¡Venga! protestó el rubio—. Si no es más que cachondeo. —Hizo ademán de agarrarle las manos a su chica, pero ella se apartó. El rechazo lo dejó frío y cortado.
            Escucharon un trueno. Sonó como el inicio de una fuerte detonación, reverberando durante segundos de apariencia infinita. Era como si el cielo estuviera a punto de reventar, que las nubes estallaran repartiendo partículas de algodón ennegrecido por el aire.
            —Dios… —rezongó uno, con un párpado cerrado y apretando los dientes—. Qué pinchazo en el oído. ¡Vaya puto trueno!
            —No te reconozco, Julián. —El rubio también tenía nombre. Al igual que detrás de ese «pichapequeña» había un chico llamado Iván, detrás de «mandamás» había uno con nombre de Julián—. Tú no eres así.
            —Pues entonces lo disimula muy mal —intervino Dani, riendo; Julián le atravesó con los ojos.
            —Sois una panda de sinvergüenzas dijo otra de las chicas.
            —Exacto corroboró Esther—: sinvergüenzas y miserables. 
            —Bueno, vamos a ver. —Julián se enfureció. Elevó el tono de voz y recuperó el color en el rostro—. No me vengas ahora con idioteces ni quieras ser la Madre Teresa, ¿ok, bonita? —Esther se cruzó de brazos mientras le echaba una mirada penetrante—. Es un mierda que está deforme, y me río porque me sale de la polla. —Se envalentonó, chulesco—. De esta. —Agarró sus partes y movió las manos unas cuantas veces—. La mía es bien grande y gruesa, no como la de ese puto virgen. Me río por eso, y punto. Tú, chitón.
            ¡¡PERDÓNAMEEEEE!!
            —Grande y gruesa, sí —reconoció su novia—, pero no la sabes utilizar.
            —¡¡Tomaaa!! —comentó Dani. Todos los de alrededor rieron, incluso las chicas.
            Julián se mordió el labio inferior mientras apretaba los puños. Le temblaban las piernas de pura rabia. Quería que su chica se tragara lo que acababa de decir. Le había ridiculizado en público.
            —Esta te la guardo —respondió, en tono bajo pero con voz gruesa (y esa sí la sabía utilizar bien, sobre todo para insultar)—. De mí no se ríe nadie, y menos una mujer.
            —Así que de fusil de rápido disparo, ¿no, compi? —le preguntó Dani, encorvándose de tanto reír. Esther también rio, lo que le hizo a Julián golpear a su compañero con el codo. Dani recibió un codazo seco en el mentón; le cortó la risa y trastabilló antes de caer al suelo.
            —¡Como vuelvas a reírte de mí te arranco las pelotas! —gritó Julián. Se hizo un silencio. Dieciocho chicos y dieciocho chicas, todos en corro en la entrada, le miraban con atención.
            Un mayor tronido al anterior atemorizó a medio cuartel. El cielo parecía cada vez más bajo. Eran las 17:05 del 3 de octubre del 2000. Para todos los presentes no era más que un simple 3 de octubre, una fecha que a priori no les decía nada, tan solo que el día anterior habían llegado al cuartel para empezar la mili, y que ahora, se despedían de sus novias mientras veían cómo la montaban dos cafres a los que tenían por compañeros. No obstante, un 3 de octubre, Edgar Allan Poe —el escritor favorito del protagonista de esta historia, gracias a la compañía que le ofrecieron sus relatos durante tantos años de soledad—  fue encontrado delirando en una taberna. Siglos después, el 3 de octubre de 1982, Iván, un niño con medio cuerpo de chico y medio de chica, llegaba al mundo para sufrir un calvario; ese mismo día pero en 1987, su padre se despidió del planeta Tierra después de perder la cabeza que jamás utilizó en sus veinticinco años de existencia. Ahora, otro 3 de octubre, Iván —al igual que su escritor favorito, pidiendo a gritos el «nunca más» de El cuervo— deliraba a voz en cuello mientras el cielo iba preparándose para recibirlo. Eran los truenos de la muerte, los cuartos en forma de aviso antes de la campanada final. En vez de «clon» sería «pum». 
            Pasaría a los anales de la historia como una fecha crítica. Al lado de los martes y viernes 13, el 3 de octubre se abriría un hueco como día de mala suerte.
             —No me busques cuando salgas de aquí, Julián —dijo Esther—. Hemos terminado.
            —¡Pues muy bien! —vociferó él, lleno de ira—. ¡Me es indiferente! ¡Por mí como si subes a mamar las canicas de ese jodi...!
            ¡¡Pumm!!
            Un estruendo dejó que la amenaza de Julián se ahogara en su garganta. Los presentes (Dani y el mandamás inclusive) se sobresaltaron. Elevaron y contrajeron los hombros como si les hubiera dado un espasmo global. Se lo había provocado un disparo, estaban seguros.
            —No..., no ha sido un trueno, ¿no? —preguntó una chica. Acto seguido, el chillido de otra de ellas demostró que no. Gritaba escandalosamente y con el índice de su diestra señalaba la ventana, por la cual, unos cuantos goterones se escurrían de una considerable mancha sangrienta. Un grupo de chicas se unió al grito.
            —¡¿Qué pasa aquí?! —preguntó el sargento llegando a toda prisa. Las miradas le dieron la respuesta. Todos observaban cómo la mancha de sangre seguía escurriendo por la hoja abierta de la ventana.
            Comenzó a llover. Las gotas de lluvia caían finas y en aparente silencio. Representaban tristeza, muy escasas en fuerza para hacerse notar. La congregación de soldados, al igual que sus novias, se dio cuenta de que llovía al sentir humedad, no ruido. El verdadero ruido importante había sonado una sola vez, suficiente como para dejar a todos atemorizados. 
            —¡¡Alguien ha disparado, mi teniente!! —gritó. El teniente coronel, caminando con medio cuerpo adelantado, miró el cristal. La escandalosa mancha de sangre, en unión al silencio que reinaba en el interior del habitáculo desde el que se había efectuado el disparo, hizo de sus ojos dos esferas inquietas. Le titilaban las pupilas como si dentro de ellas la llama de una vela luchase contra la fuerza de un soplido que quisiera apagarla. Tragó saliva, aunque le pareció que un par de alfileres le atravesaban las amígdalas. Se tambaleó, bajando los párpados un segundo antes de decir:
            —Su...Suban. —Nadie movió un músculo tras la orden. Era la típica situación donde, cuanto más lejos, mejor, igual que los urólogos ante una prostatitis crónica.
            ¿Cuál es el mejor tratamiento para la prostatitis crónica? Que lo mire otro urólogo, ese es el mejor. Ven a mi consulta con una epididimitis aguda en la que parezca que uno de tus testículos es una berenjena, incluso con una torsión que te lo esté retorciendo como si fuera una ubre a la que escurrir. Puedes venir con la vejiga a punto de reventar, pero si tienes prostatitis crónica, que te vea otro, a mí déjame de líos.
            Se lavaban las manos. El teniente coronel tenía las mismas ganas de subir y ver un cadáver como de morirse: cero.
            Que vaya el sargento, se dijo.
            —Se..., se ha matado —balbuceó Dani desde el suelo, sin fuerzas.
            De nuevo un silencio incómodo, tan incómodo que el teniente se veía en la palestra. Los presentes dejaron de mirar la sangre para mirarlo a él y, con ojos expectantes, decirle que venga, que subiera y les informase de lo sucedido.
            —¡Suba a ver qué cojones ha ocurrido, sargento! —gritó presionado.
            —Ss...Si... ¡Sí, mi señor! —El aludido se cuadró ante su superior: juntó las piernas, saludó y, al momento, corrió hacia el interior. 
            Por culpa de la lluvia, la mancha de la ventana se antojó como si fuera acuarela roja, no sangre. Todos miraban cómo perdía color al mezclarse con el agua; sin embargo, nadie supo observar que el destino había formado un dibujo macabro.






2



La taza de café se escurrió entre sus manos cuando el corazón actuó como alarma. Los párpados de Ana se petrificaron después de elevarse al máximo; era como si le hubieran anestesiado los ojos y no fuera capaz de parpadear por más que quisiera.

            —Iván— susurró con angustia. Tenía el rostro desencajado; las líneas faciales  marcaron su cara como si la desgracia que sentía las hubiera esculpido a traición.

            —¿Qué ocurre? preguntó Mariano, quien acudió al escuchar el sonido de la porcelana al estallar contra el suelo. Su novia no respondía, había quedado de pie, ausente, con la boca entreabierta y la sensación de poseer una bomba dentro del seno izquierdo. Su corazón latía aceleradamente. Una gotita de sangre se deslizaba por su empeine derecho tras haberse cortado con un pedazo de taza al rebotar—. Cariño, ¿estás bien? insistió. Ella hacía caso omiso. En sus ojos se reflejaba el gris del cielo que entraba por la ventana del patio, pero no era más que el tono del sufrimiento. El motor de su cuerpo parecía repiquetear, añadiendo punzadas dolorosas como si en vez de un órgano bombeando tuviera un cuchillo asestándole puñalada tras puñalada. Eran más dañinas que las verdaderas que sufrió en el pasado.
            —Iván repitió. Sus ojos se llenaron de lágrimas, igual que esponjas a las que hubiera apretado con suavidad y empezaran a soltar agua. Titilaban como si las dos escleróticas estuvieran envueltas entre plástico duro, irrompible a la vista. Los párpados no resistieron más tiempo y parpadeó una vez, un visto y no visto; y entonces, el sufrimiento rompió esa especie de barrera invisible que lo retenía, brotando dolor de la misma forma que seguía manando la sangre de su pierna.
            —¿Por qué lloras? ¿Qué le ocurre a Iván? —Mariano no sabía a cuál de las dos preguntas quería que le respondiera primero, pero después de formularlas, dedujo que con conocer la respuesta de la segunda, entendería la primera. —Iván se despidió de ellos un día antes para ir al servicio militar, y fue este quien lloró mientras Mariano le recordaba aquello de que los hombres no lloran. Ana se hizo la fuerte todo lo que pudo, pero terminó por encerrarse en la habitación de su hijo y echarse a llorar. Cuando su novio entró, la pilló colocando ropa de Iván, y su abrazo sentido calmó las lágrimas. Su niño se había ido, pero además justo un día antes de su cumpleaños. El 3 de octubre de 1982 Ana recuperó la sonrisa; desde 1987, los 3 de octubre ya no eran el día en que había traído a su hijo al mundo, sino la fecha donde ella volvió a nacer después de estar con medio pie en la tumba. Por ello, cada año celebraba dos cumpleaños: el 24 de agosto (el verdadero) y el mencionado 3 de octubre. Prefirió olvidar que esta última fecha también marcaba algo terrorífico. Su marido había muerto mucho antes de suicidarse, por ello no fue muy difícil enterrarlo para siempre. Le costó pegar ojo y había amanecido con tristeza—. Le echas de menos, ¿es eso? —La agarró de los hombros. Nada más tocar su piel se le helaron las manos—. Cariño, ¡estás helada! —gritó, asustado—. ¿Puedes decirme qué te ocurre?
            Ana perdió el color. Las manos empezaron a tiritarle, tan blancas como su tez, a excepción de los nudillos, en donde un abultado color se resistía a palidecer. Los pliegues del rostro descendieron al comenzar a abrir más la boca; era como si la piel se estuviera derritiendo por momentos, algo semejante a llevar una mascarilla que empezara a agrietarse por no respetar su tiempo de uso. Abrió más la boca; su lengua seca y pastosa— se encogió hasta rozar la campanilla. Formó una “S” horizontal, como un pergamino enrollado. El extremo comenzó a elevarse mientras un caldeado suspiro se escapaba por la escasez de huecos que dejaban los labios. Los pómulos se comían a los ojos, hundiéndolos dentro de lo que antes habían sido dos párpados firmes. Emitía sonidos guturales en lo que sus órganos de visión, atrapados entre dos paredes de carne, se antojaban como dos perlas vidriosas en el interior de una ostra.
               «Te quiero mucho, mamá. Quiero que sonrías siempre, que estés alegre y que yo lo sienta desde…
… que yo lo sienta desde…
…desde…»
Recordaba las últimas palabras de su hijo mientras luchaba por recuperar el oxígeno. Sería fácil poder hacerlo al poseer una especie de ventanilla de emergencia en caso de disgustos, pero el ser humano no cuenta con ninguna, y cuando no se puede respirar, el cerebro exige oxígeno mientras algo rebelde, llamado adrenalina, se dispara alocadamente.  En el caso de Ana, recordar lo último que dijo Iván no hacía sino empeorar la situación.
Mariano tenía frente a él al vivo rostro del horror. Su novia, esa mujer de treinta y cinco años recién cumplidos y con especial hermosura gracias a sus rechonchos carrillos — los cuales realzaban su beldad— se había convertido en una especie de cadáver firme, como si sus pies se hubieran fundido con las baldosas del piso. Su cara ya no poseía los orondos mofletes que le daban ese toque sexy, sino unos hoyuelos remarcados, como si su propia carne se los acabara de succionar. Era una calavera forrada en una fina capa de piel, con las venas de la frente en relieve, latentes y en forma del mismo relámpago que paralizó a Mariano al verlo manifestarse en el patio a modo de luminoso fogonazo. Se estremeció instantes previos a zarandear a su chica y decirle:
—¡¿Qué te ocurre, Ana?! ¡Reacciona, por el amor de Dios!
Pero le era imposible reaccionar. Mantenía una beligerante batalla entre los recuerdos y la sensación de acabar de entender las últimas palabras de su hijo. Sabía que desde pequeño había sido alguien especial, un niño sensible pero con el don o la desgracia de ver las cosas antes de que estas ocurrieran. Iván se había despedido de ella; la corazonada se lo acababa de dejar en bandeja, y solo tuvo que revivir su voz para darse cuenta de que no volvería a escucharlo ni a verlo vivo nunca más.
«Desde allí… Desde allí… Que yo lo sienta desde allí».
La lengua de Ana se sacudió con un ligero espasmo. Su garganta marcó el movimiento al tragar por instinto y al tiempo que abría y cerraba las manos.
“Allí” no era la mili, “allí” era el cielo.
Profirió un ahogado ronquido. Atronó en su pecho como si se lo hubiera partido antes de llegar al exterior. Vomitó el sufrimiento que se estaba ensañando con ella, con tanta dureza que la dejó encorvada.
—¡¡SE HA MATADOOOO!! aulló enloquecida—. ¡¡MI HIJO SE HA MATADO!!
Agarró un brazo de su chico con la diestra, apretándolo tan fuerte que al movimiento parecía que acabara de agarrar un cable de alta tensión.
—Qué… —Mariano hizo una pausa. Sus palabras salieron a modo de quedos balbuceos; después, digiriendo lo que acababa de escuchar, reaccionó gritando—: ¡¿Qué dices?!
—SehamatadoSehamatado… —repetía, atropellándose a sí misma—. Mi ni… Mi niño se ha matado. ¡¡SE HA MATADO!! —Sacudía el brazo de su novio con cada grito—. ¡¡SE HA MATADOOO!!
»¡¡IVÁAAAN!!
Se dejó caer. Las rótulas golpearon las baldosas con un sonido similar al de una bola de petanca al chocar contra otra; acto seguido los puños hicieron lo mismo, solo que, insatisfechos, repitieron el proceso una y otra vez, y a gritos de: «Iván, Iván».
—¡Tranquilízate! —Se agachó para abrazarla.
—¡¡MI NIÑO ESTÁ MUERTO!! —Daba puñetazos al suelo, igual que Iván los dio antes de morir—. ¡¡ESTÁ MUERTOOOO!! 
—¡¿PERO POR QUÉ LO SABES?! —Mariano también estaba histérico. No entendía nada.
—Mi ni… —Se detuvo. El corazón volvió a sacudirle el pecho con fuerza. La boca que antes había estado tan abierta se fue cerrando al tiempo que la piel se destensaba para que las arrugas regresaran a su posición habitual.
—Ana —Mariano se preocupó—. ¡¡Anaaa!!
Ella soltó una serie de estertores, rígida y con la vista perdida. Sus ojos miraban pero no veían; era su cerebro quien terminaba de revivir las últimas palabras de Iván.
«Saber que estás feliz y contenta, todos los días de tu vida. Hazlo».
Una lágrima brotó de su ojo derecho. En vez de agua parecía ser de plomo, ya que mientras se deslizaba por su rostro, Ana perdió el equilibrio hasta caer de bruces.


3


El sargento llegó hasta la habitación desde donde se había escuchado el disparo. Tenía la puerta entreabierta, y con tan solo un empujón con la culata del arma, un triste toque, la madera le haría un hueco lo suficientemente amplio como para que entrase a desvelar el misterio.
No era la primera vez que se veía en una como esa. Diez años atrás, mientras hacía las prácticas para entrar en el cuerpo de policía, un aviso a las cinco de la madrugada le dejó frente a una vivienda que se repitió en su subconsciente noche tras noche, como una digestión demasiado pesada.
«C/Avoceta 26 3ºC». Ahora la dirección afloró en su mente sin previo aviso, empujando al resto de pensamientos para ser la única protagonista. El sargento Redondo necesitaba empujar de esa manera: sin avisar. Aquí estoy yo porque he venido, y no hay más cojones que los míos.
No los tenía. Ante débiles, cabos y demás militares desarmados sí, pero después no.
La puerta que tenía delante no era más que un deteriorado rectángulo de madera, fino y abombado como un pedazo de cartón humedecido; sin embargo, el terror le hacía verla tal y como vio la de aquella casa medio destruida: de aluminio agujereado, igual que si la hubieran llenado de perdigones; con varias abolladuras en la parte baja —seguramente de la gente que la pataleó por comodidad al no tener timbre— con un agujero del tamaño de una galleta María en la parte superior, carente de mirilla y, la “C” del 3ºC, bocabajo, pendiendo de su parte inferior. Verla así era como estar delante del 3º S. Quedó en la pared una marca empobrecida, igual que si alguien hubiera repasado su contorno con un lápiz 2H y apenas se viera. La pieza medio suelta y de color plateado, terminaba en un finísimo extremo que le daba aire de guadaña.
Ese día empujó la puerta quien lo acompañaba. Lo hizo con la puntera, y acto seguido, apuntó con el arma reglamentaria.
«¡Policía!», gritó. Él lo siguió.
No tenía miedo. Iba acompañado; de ocurrir algo, al primero que se llevarían por delante sería a su tripudo compañero, no a él. Para entonces ya habría disparado a matar.
No hubo disparos, y no encontraron sangre, asesinos ni cadáveres. No obstante, con lo que vieron hubo un antes y un después en la vida del sargento Redondo. Desde ese día dividió sus primeros veinticinco años en un bloque, y los quince restantes —hasta la fecha— en otro.
Una mujer baja y rechoncha, con el cabello rubio, y que con el ajetreo de sus movimientos lo hacía parecer las tiras de trapo de una fregona vista de espaldas, subía y bajaba el brazo izquierdo en continuas repeticiones. Lo alzaba, esperaba unos segundos y volvía a bajarlo. Parecía el brazo del muñeco Chucky apuñalando a sus víctimas; de hecho, la señora también asestaba puñaladas, solo que a algo tan inofensivo como…
(Iván, el enclenque con los huevos del mismo tamaño que los de tu hijo recién nacido, y que ahora se ha volado los sesos para que seas el primero en ver el cráter de su melón reventado), se le cruzó por la mente y lo desechó sacudiendo la cabeza.
… una almohada. La había rajado de arriba abajo infinidad de veces, y continuaba haciéndolo una y otra vez. Con cada puñalada, volaban pedazos de algodón como si fueran plumas. Cuando la señora se dio la vuelta, los agentes apreciaron un rostro sonriente y feliz, de gruesos y anchos labios marcando un esbozo desdentado, pero tan amplio en su reducida cabeza y de cuello prácticamente inexistente, que daba la sensación de ser solo una ennegrecida boca con dos lupas tan gordas en los ojos como el culo de dos botellines de Coca-Cola.  El filo del cuchillo, al que sostenía y ofrecía a los dos hombres como si acabara de sacar un conejo de una chistera, se curvaba hacia arriba a modo de calzador.
«Mi pobre marido lleva días sin quejarse, y quiero que se queje, agentes, vaya que sí». Rio, y lo hizo como las típicas brujas de cuento, esas que ríen a carcajadas en lo que remueven la pócima en un caldero gigante.
Se trataba de una señora que llevaba ocho años viuda y que había soportado la agonía de su marido con tanta intensidad, que aun cerca de una década sin él, todavía revivía sus quejidos como si siguiera a su lado. Al no escucharlo, acuchilló la almohada en la que él apoyaba la cabeza pensando que así lo volvería a sentir gritar…
El sargento Redondo se pasó más de tres meses durmiendo a deshoras y sufriendo pesadillas cada vez que el sueño lo vencía. Veía sus pies caminando largos minutos por un pasillo, y así hasta que topaba con un habitáculo donde una señora apuñalaba algo que emitía quejidos ahogados. Cuando esta se daba la vuelta, el arma que portaba en la mano era en realidad una avoceta (como la calle) con el pico curvo y manchado de rojo. En la cama, un esquelético anciano yacía abierto en canal, solo que en vez de escurrirle sangre por el tórax, le salían plumas. Sus escleróticas eran de color marfil, pero también con plumas rojas encristaladas en vez de iris, igual que si fueran la decoración de una canica.
«He desplumado al gallito porque no dejaba de cacarear, madero. ¿Quí-quiri-quí eres que haga lo mismo contigo?». Después de hablar, la señora reía mostrando una amplia hilera de plumas rojas.
Cada vez que despertaba de la pesadilla lo hacía empapado en sudor y con miedo de mirar al lado vacío de la cama por si encontraba allí a un anciano amortajado con plumas rojas. A veces llegó a tener la ligera sensación de que alguien le observaba en la noche, de que ese espacio derecho —ausente de mujer por aquel entonces— se hacía notar con una respiración entrecortada y quejumbrosa. Apretaba los párpados al máximo y volvía a recostarse, tiritando como tiritaba cuando de pequeño pasaba largas horas leyendo novelas de terror bajo la cama, con tan solo el tenue foco azulado de la linterna que su padre guardaba en la mesilla para casos de emergencia. Ya por aquel entonces le costaba pegar ojo sin antes temer la aparición de algún fantasma o monstruo. Al esconder los ojos entre las persianas de carne, emergía en su mente la imagen de la vieja asesina empuñando el cuchillo.
«¿Quí-quiri-quíeres que perfore tus cuadradas abdominales, señor Redondo?», y la imaginaba cortando esa tableta de chocolate trabajada en duras horas de gimnasio. La vieja reía mientras él sufría ataques de pánico.
Después de más de seis semanas así, decidió abandonar el cuerpo de policía sin apenas haber entrado. Para dárselas de chulo, pensó que era mejor hacerse creer que necesitaba un arma más grande, que una pipa le sabía a poco, vestir de verde en vez de azul y sostener un fusil con las dos manos, en las mismas que, ahora, no lograba templar los nervios. Llevaba el miedo consigo, acompañándolo a cada paso que daba como si fuera una sombra traicionera. Ese temor le resultaba curioso sabiendo que dentro encontraría al ser más ridículo que había conocido en su vida, por ello no entendía cómo era posible que, solo pasados los cuarenta, sus manos temblaran como si en verdad fueran las de un viejo de ochenta años.
Lo de la «vieja pollera» (como la terminó llamando para normalizar el problema)  fue lo más duro que había vivido en sus años de existencia; por ello, que ahora se viera temiendo por un ser que, según él, lo que daba era risa y no miedo, le intranquilizaba sobremanera, y hasta golpeaba en su orgullo. Se sentía como un niño que teme al hombre del saco.
            Es la puta risión del cuartel, joder, pensó intentando envalentonarse para entrar en la habitación. Sudaba copiosamente. El arma no dejaba de moverse a causa de los nervios, sonando como si el hierro copiase el sonido de un castañeteo de piezas dentales.
            ¡Tranquilízate, hostias!, se dijo, con la frente empapada entre gotas de lluvia y sudor frío (muchas más de este último).  Solo es un niño con tetas y largo de huesos, nada más. —En menos de veinticuatro horas Iván se había convertido en la comidilla del cuartel. La llegada de un chico con tetas rompía todos los esquemas. Atrás quedaría el salir de la mili con quinientos gramos más en cada testículo: los militares se excitarían al compartir habitación con alguien que de cintura para arriba tenía lo que tanto les gustaba acariciar en sus parejas. Cuando el sargento hizo la mili, tanto él como sus compañeros aguantaron dieciocho meses sin haberse tocado el miembro más que para orinar, ni siquiera sintieron la necesidad de aliviarse. No había nada femenino que despertara su más que muerta testosterona; sin embargo, cada vez que Iván se cambiara delante de ellos, varios mástiles alzarían la bandera. A más de uno le provocaría excitación y, después, estrés postraumático por habérsele levantado mirando las tetas de uno con un colgajo entre las piernas (terrible trauma para los puros machos)—. Recordó lo que le había comentado al teniente sobre Iván, y la reacción de este último le arrancó una sonrisa, como en su momento. Ambos habían reído largo y tendido.
            «—¿Un hombre con pechos? —El teniente se incorporó, lívido. Apretaba los dientes—. ¿Está usted de guasa, sargento?
            —En absoluto, mi teniente —Tragó saliva, cuadrado ante la imponente figura de su superior. No había sido fácil decirle lo que acababa de llegarles, pero no tenía otra opción—. Y… —Volvió a tragar saliva—. No es un hombre, señor.
            El teniente se acercó hasta él. Los cuatro pelos canosos que le quedaban bajo las sienes se movían al emitir muecas, como si fueran mofletes al masticar. El sargento, todavía cuadrado, con la vista al frente pero con un continuo sube y baja de su nuez de Adán, contuvo la respiración.   
            —¿Me está diciendo que se ha colado una mujer? —preguntó con voz calmada, lenta—. ¿Una mujer en un grupo de veinte hombres? ¡¿ME ESTÁ DICIENDO ESO?! —le vociferó al oído.
            —No…no, señor —Se atropelló al responder—. Ti…tiene… —No sabía cómo llamar al sexo de Iván—. Parece un hombre, pero es… —Volvió a tragar saliva—. No sé lo que es, mi señor, pero de hombre tiene poco.
            El teniente levantó más los párpados. Sus pobladas cejas —prácticamente una sola unida en dos— se elevaron hasta hacer desaparecer los pliegues de la frente. Fue como si estos tuvieran vida propia, vieran algo superior y dijeran: aquí viene la grande, y enfadada. Hay que esconderse. Miró al sargento apretando los puños, rugiendo como un molesto ronroneo.
            —¿Dónde está ese ser? —Las palabras salieron por los huecos de sus dientes sellados, apenas sin mover los labios.
            —E…en el baño, mi teniente —Su nuez volvió a subir y bajar con un ruido similar al de la propia garganta al tragar líquido a la fuerza.  
            El teniente, después de observarlo unos ocho o diez segundos más, se dirigió a los vestuarios. El sargento apretó los párpados, murmurando entre súplicas de: la que se va a armar. No quiero saber nada, y menos comerme el marrón. Pero apenas un minuto más tarde, una carcajada del teniente y, la de los restantes diecinueve hombres acompañándola, le hicieron respirar aliviado».
            Borró el recuerdo al empezar a entrar en la habitación; nada seguro, pero sin otro remedio. Había salido impune al haber ridiculizado a Iván delante de todos sus compañeros, aunque si no entraba a ver su supuesto cadáver (todo le indicaba a que así sería) iba a ganarse varios días de arresto, e incluso podía que hasta compartir castigo con alguno de los novatos, y ello volvería a herirle el orgullo. La sonrisa también se le borró.
            Se adentró en la habitación. Desde el umbral golpeó la puerta con la puntera de la bota, torpemente, lo que hizo que saliera disparada contra la pared, el pomo chocara contra ella y, este, como si tuviera vida propia para atolondrarse, regresara impactando contra el antebrazo del sargento. Con el alma encogida y el corazón desbocado, como si en el pecho tuviera el cañón de una ametralladora disparando contra una pared acolchada, dio un leve respingo, lo justo para que las cervicales protestaran con un sonido muy parecido al que deja una fina capa de hielo en la nevera después de presionarla por varias partes. Expiró, pero la respiración se le cortó igual que un amago de estornudo.
            —Me cago en la ma… —masculló. —Cuando tenía cerca de nueve años, una vez durante un berrinche en casa de papá, y en presencia de su querida (no la novia, sino la otra de después), golpeó la puerta de la habitación con una fortísima patada. La querida de papá se enfadó y le dijo: «No quieras hacerte tan duro y deja de maltratar la puerta. Las puertas no devuelven los golpes».
            Debías de chuparla muy bien para que mi padre te aguantase tanto, porque lo que es razón, no has tenido nunca en tu puta vida, pensó.
            La puerta le había devuelto el golpe, pero también sabía de sobra que a veces, cierto tipo de golpes resultan ser más duros que los físicos. Ver a Iván sin vida, tal vez despatarrado y bañado en sangre, iba a ser un duro golpe para él.
            —No quiero verlo —dijo con algo más de firmeza en el pulso, pero flaqueándole las piernas.
            Claro que no quería verlo así. Lo quería vivo, verlo llorar con la cabeza gacha mientras se reía de él delante de sus compañeros. Ver cómo le bailaban los senos con el ajetreo del pecho al hipar mientras se cubría sus partes con las dos manos, pudiendo prescindir de una de ellas.
            «—¿Tu novia de donde te ordeña?
            —¿Algo así cree que tiene novia, mi sargento? —respondió Julián con una pregunta—. ¡¡Le daba la teta a su madre en vez de ella a él!!»
            Quería seguir viviendo escenas así, esas que resultaban desagradables para Iván, no para él.
            Avanzó dos pasos más. Los pies le temblaban como si estuviera pisando por un campo minado. La habitación se repartía en literas: cinco a un lado y cinco a otro, y al fondo derecho, medio oculto por la última litera, un triste ventanuco abierto con las hojas de aluminio. Allí estaba la prueba: las gotas de sangre escurriendo por el cristal dejaban claro que el chico se había disparado.
            —Tiene que estar bajo la ventana —se dijo, de nuevo inmóvil.
La cama superior más cercana del lado izquierdo tenía la sábana colgando y prácticamente tapaba la de abajo. Si no fuera por la sangre de la ventana, el sargento habría pensado que Iván se escondía allí.
Siguió avanzando. Al aproximarse sintió una opresión en el pecho que iba ascendiendo. Para él era como vivir la extracción de un endoscopio sin anestesia, la sensación de querer vomitar algo sólido pero estancando en la garganta. ¡Ese puto medio medio está cadáver y me toca verlo a mí!, pensó con terror nauseabundo. El atranque de los nervios se convirtió en arcadas. El estómago le rugió con violencia, pareció hacerse un nudo y le obligó a sacar pecho mientras abría la boca. Tenía a un muerto a escasos cinco pasos de distancia, y no a uno cualquiera, sino a “el muerto”: un tío con tetas naturales y  con el vello público tan poblado que le ocultaba la mitad de su micropene. Para el sargento Redondo era como ver un clítoris rodeado de dos quistes epidérmicos. Y después estaba ese medio balón de rugby en el coco, latente y con venas tan gordas como tallos. Lo había visto latir con sus propios ojos, y era lo que ahora imaginaba muerto.
«Pero, ¿qué cojones se supone que eres?», le había preguntado al vérselo, llegando a pensar que una persona así podía tener el corazón en la cabeza. Pensaba de Iván lo mismo que pensaron de él sus compañeros de colegio: un mal polvo en una noche de borrachera.
«—A tu madre la debieron de joder en una postura aún por descubrir, pero de seguro que con más trajín que el de una montaña Rusa.
—Me gustaría saber cómo es la madre, sargento —dijo Dani.
—A mí me gustaría más saber cómo es su padre —respondió el sargento—, y darle dos hostias por no saber meterla bien. —Se quedó mirando a Iván con seriedad mientras los demás reían.
—Es… está muerto —respondió Iván, reprimiendo las lágrimas, con la cabeza gacha y las manos cubriendo sus partes.
—Mejor —respondió el sargento—, porque si no lo mataría yo mismo por tener que aguantar ahora a su fruto podrido. —Iván empezó a llorar—. No llevas su recuerdo en el pecho, ¡llevas el requesón que un día necesitó ser leche para preñar en condiciones a tu puta madre! —Todos reían—. Eres un rompecabezas humano, con los pectorales abolsados y el nabo encogido de por vida. Y… —Apiñó los párpados para observar el bulto de Iván con atención—. Pero… —Palideció al verlo palpitar. Se movía como si alguien lo empujara desde dentro. El sargento puso una cara ignota para él mismo. De haberse visto en el espejo en ese instante, se le habría detenido el corazón—. Qué… ¿Qué coño tienes ahí?».
Se lo seguía preguntando. Recordándolo, volvió a sufrir una arcada.
Si te has volado los sesos, ese bulto…
No le quedaba más remedio que comprobarlo.
Apretó los párpados con renuencia antes de dar un nuevo paso, y después otro. Sabía que al abrirlos encontraría el cadáver, a no ser que, además de mal hecho, también contara con una vida extra y estuviera vivito y coleando.
Exudó de nuevo. Por la frente le corrían gotas frías, igual que si estuviera a cuarenta grados a pleno sol. No parecía llevar un fusil, sino un cencerro de metro veinte. Las manos se aferraban a él con tanta fuerza que las venas copiaban el grosor de las de…
el puto bulto, pensó mientras le tiritaban sin manera de calmar el pulso.
Avanzó otro paso más. Juntó las piernas de la mima forma que las unía para cuadrarse ante el teniente, solo que esta vez, le temblaban tanto que hacían sonar lo que llevaba en los bolsillos bajeros del pantalón. Apretó los dientes. Una gota de sudor empezó a deslizarse por su párpado izquierdo, y al notar el contacto, se estremeció. Había sido una simple gota de sudor; cuando mirase a Iván, vería cientos de ellas repartidas en, seguramente, más de un sanguinolento charco.
El cielo atronó en compañía de un resplandor mortífero, tan repentino e inesperado, que el sargento se vio en la misma situación en que se había visto Iván durante toda su vida y, sin ir más lejos, delante de él. Se orinó en los calzoncillos. Él si los llenaba, bien ajustados a sus partes, pero a la hora de la verdad, la orina era exacta a la de Iván; el miedo también. Acababa de orinarse delante de la persona a la que agredió por haberlo hecho en su presencia.
«Los hombres no se mean encima, miedica».
Apretó más los párpados, con ganas incluso hasta de llorar, y llorar de miedo. Si sus palabras de verdad eran ciertas, él tampoco era un hombre.
Joder… ¡Joder!
El agobio, la desesperación, quizá el terror o una mezcla de todo lo descrito, le hizo levantar los párpados. Desde el inicio tenía pensado hacerlo poco a poco, pero lo culminó de un rápido movimiento. Al levantarlos, las elucubraciones de todo el camino dieron a luz a la pesadilla. En lo de que los hombres no se mean encima no tenía razón, ni tampoco al haber afirmado que el cuerpo de Iván había venido al mundo para provocar risas y no miedo, ya que nada más mirarlo, se aterró por completo.  
La hilera de dientes de abajo fue apartándose de sus compañeros superiores, cayendo la mandíbula con tanta lentitud que parecía un grito en slow. Cuando los labios terminaron de separarse, le dejaron el rostro petrificado. Era como si el tiempo se hubiera detenido y el sargento fuera un mimo aguantando las ganas de moverse a propia voluntad, ya que el terror interno le hacía tiritar igual que un espantapájaros ante una ráfaga de viento.
—Qué…—Se le cortó la voz. Tanto horror contenido, tantos nervios soportados durante el trayecto, terminaron por agarrotar sus manos. Quedaron dos rígidas y heladas garras incapaces de sostener el fusil por más tiempo. El arma, por culpa de la tiritona, cayó al suelo para dejar al hombre (desde hacía segundos como nuevo miembro del club de los hombres meones) indefenso a la par de acongojado. Intentó decir: «¿Qué demonios te has hecho?», pero ese “qué” fue lo único que arrancó a pronunciar. Quería gritar, llorar, despegar las suelas que parecían haberse fundido con la tarima del piso y echar a correr. Correr sin mirar atrás ni volver a pisar nunca la habitación.
Bajo el pequeño ventanuco, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y sosteniendo el arma que había acabado con su vida, Iván yacía ensangrentado. Era él, el sargento no tenía la menor duda. Quería mirar alrededor y visualizarlo todo, pero le era imposible. Sus ojos sí tenían intención de responder, pero su cuello no. La cabeza entera le vibraba y le hacía pensar que el cerebro navegaba por libre dentro del cráneo. Lo sentía moverse como un fruto dentro de un tarro de almíbar; y es que con el continuo tembleteo, la calavera se antojó suelta. Era como si de pronto la capa de carne que la mantenía sujeta acabara de hincharse y el conjunto de huesos hubiera quedado suelto, golpeándose de un lado a otro como el compartimento secreto de una caja con doble fondo en movimiento. Contemplaba algo tan aterrador que el miedo le invadía por dentro y por fuera.
Es… es…, balbució entre dientes.
Los ojos se desplazaron al lado derecho. Solo los ojos, sin giro de cuello. Sentía tirantez, frío en la esclerótica y dolor en la mitad del globo. Forzar la vista así no era nada bueno, pero mucho peor era que el flexo con el que se había ayudado Iván para escribir su historia, enfocara directamente hacia la parte que, o bien tendría que imaginar el sargento, o bien recordarla. No tenía intención de cumplir ninguna de las dos opciones, solo apretar los párpados con fuerza y desaparecer. Esa sí. Lo firmaría sin dudarlo. Lo que restaba de ese cilíndrico foco de luz alumbraba la mancha de sangre que el cadáver tenía encima de los hombros, repartida por la pared. Al haber oscurecido a causa de la tormenta, al contraste del tenue haz de luz se antojaba como una sombra color magenta. El sargento no quería mirar más a Iván, o mejor dicho, a lo que quedaba de él…
Después de haber visto lo que intentaba borrar de su mente, vio de refilón cómo el fusil corto, apoyada entre el hueco de las piernas abiertas, ocultaba los genitales, y cualquiera que no conociera a Iván podría llegar a pensar que se trataba del cuerpo de una mujer algo ancha de espaldas. Tres cuartas partes del arma descansaban entre ese canalillo que nunca debería haber tenido; los antebrazos elevaban los senos y la sangre escurría por ellos con la misma velocidad con que un puré se desliza por el recipiente al que vuelcan para servirlo. El sargento jamás había visto una sangre tan espesa.
Ahora, minutos después de haberlo visto, mientras seguía mirando al flexo de la mesilla, el cielo volvió a hacerse notar. Un trueno estalló en sus aguzados oídos, el terror le invadió del todo y comenzó a llorar. Lloraba con vergüenza, sufriendo como nunca había sufrido de niño.
Por primera vez en su vida se lamentaba de haber tomado la errónea (ahora era errónea) decisión de abandonar el cuerpo de policía. Bienvenida fuera por siempre la vieja descuartizadora de almohadas. Sí, vuelve tú y raja lo que quieras. Vuelve a mi recuerdo. A ti te pude olvidar, pero lo que acabo de ver y estoy viendo, no lo olvidaré mientras viva. Regresa y llévatelo. Prefería volver a tener pesadillas con ella que tenerlas con Iván. Barruntaba que así sería, por ello no dejaba de llorar como si fuera un crío de no más de cinco años, un niño que, por ejemplo, acababa de ver cómo su padre era un cuerpo sin vida, pero que lo que le había aterrado horas antes estuviera separado de su cuerpo y rodeado por dos agentes de policía; llorando como un niño que no entendía por qué su papá ya no tenía cabeza, y a esta, le escurría un charco de sangre bajo la nuez del poco cuello que le quedaba.
«La bruja malvada se llevó la cabeza de mi papá». Así lo arregló Iván antes de empezar a sentirse culpable del suicidio y ver al fantasma de su progenitor llamándole asesino, y hasta ofreciéndole los besos que nunca antes le quiso dar.
Iván lo logró en parte durante su infancia, pero…
¿Cómo lo vas a hacer tú, presidente del club de los hombres meones?
Era como si se lo preguntara su propia y remordida conciencia.
¿Cómo me vas a decir a mí, a tu querida mente, que borre esta imagen?
—No le que… —Quiso decirlo del tirón. —Sabía que lo mejor ante situaciones tan duras era hablarlo. El ser humano tiende a ocultar, a callarse todo, pero la mejor cura no es cebarse a antidepresivos de la felicidad y ansiolíticos que te dejen como una malva, sino hablar y hablar. Esa es la mejor medicina—; quiso, esperanzado de abrir paso a lo que podría ser una nueva temporada de insomnio y delirios del subconsciente, pero no pudo. Dentro del vibrante cráneo sí; los pensamientos son la respuesta al temor: una especie de desahogo enmudecido que se manifiesta sin previo aviso, aflora en la mente y toma el control del individuo. Intenta hacer algo sin contar conmigo, que jamás podrás. Nadie es capaz de hacer callar a su cabeza.
Eso no es cierto, y el sargento sabía que no lo era. El ridículo sin cojones le acababa de demostrar que tenía más que todo el cuartel al completo. Encogidos, apenas apreciables, pero bien gordos en cuanto a simbolismo y valentía. Toda su vida fue un gallina para sus compañeros de colegio, para su abuelo, para su padre. Dicen que suicidarse es de cobardes, pero las agallas de quien lo hace no pueden discutirse. ¿Pensarlo? Muchos, prácticamente todo el mundo en algún momento, ya sea en un mal día, en una época de subidas y bajadas, con abundancia de estas últimas hasta ansiar desaparecer. ¿Hacerlo? Muy pocos, pero llegar a ese punto y solo imaginarlo, provoca más escalofríos que cualquier escena terrorífica.
No le queda cabeza, se dijo el sargento para sí mismo, con miedo de escuchárselo en voz alta. Era tan terrible que no sentía fuerzas para articular palabra. Tenía delante la prueba de que sí hay gente capaz de callar a su cabeza. Iván lo había hecho, y con tantas ganas, que la redujo a polvo.
El sargento no lo quería mirar porque Iván se había asignado un final muy parecido al que tuvo su progenitor. Trece años más tarde (aliándose el tan temido trece al 3 de octubre, el nuevo número de la mala suerte) una bala finalizó sus quebraderos de cabeza.
«Métetelo en la cabeza», y se lo metió. Necesitaba meterse una bala, perforarse la sesera y desaprisionar los recuerdos que no habían hecho sino martirizarlo. Dieciocho años enjaulados como un pájaro sin libertad, de un lado a otro, golpeando las paredes del cráneo y provocándole un gravísimo dolor emocional. Mientras crecía el orgullo de las personas que lo despreciaban, las burlas y los insultos iban alimentándose de la debilidad de Iván, creciendo ellos hasta inflamarse y, resignados, dar la sensación de explotar. Un cúmulo de recuerdos es peor que mil bacterias concentradas en una parte del cuerpo. No descansa hasta que se abre una herida, sangra, duele un tiempo y luego sana, forjando una cicatriz que preside el momento de la intervención. Me acuerdo de ti porque eres un signo y te veo, no un síntoma que llevo por dentro. Eso se dice la mayoría de personas cuando, años después de sufrirlo, recuerdan un golpe al caer de un columpio, los siete puntos en la frente por jugar a tirarse piedras o los tres implantes que sustituyen a las piezas que se dejó en un banco de piedra por hacerse el duro delante de las chicas… Los recuerdos no se borran a no ser que, la tan temida amnesia, aparezca cuando más la deseas y te borre el disco duro. De otra forma, es imposible formatear la memoria si no le dices adiós al mundo.
Tras el disparo, los exasperantes recuerdos salieron a presión igual que pus después de haber reventado un doloroso y molesto absceso. Los «pichapequeña», el que no era un hombre, que no servía para más que llorar y mearse, que la tenía pequeña y que no follaría nunca, chocaron contra la pared como si fueran pintura roja tras reventar una bola en una batalla a disparos de colores.
Iván se había encañonado a sí mismo metiéndose el arma en la boca. Sus dientes, castañeteando de puro nerviosismo, estuvieron golpeando el cañón mientras sufrían dentera. Parecían una máquina de coser en pleno funcionamiento, solo que reproduciendo un sonido idéntico al de una uña golpeando una pieza de porcelana sin descanso: “KikKikKik”. Tragó varias veces sin mover la boca (lo había hecho siempre que le lavaban el cabello en la peluquería, y ello le irritaba porque cada vez que apoyaba el cuello en el reposacabezas, tenía la sensación de que se le iba a partir la garganta. La boca se le abría sola como si fuera uno de esos muñecos de juguete a los que se les bajan los párpados cuando los tumban, y le tocaba ingeniárselas para tragar), provocando un ronco sonido gutural mientras sus párpados subían y bajaban una y otra vez. Las lágrimas le quemaban los ojos; le lloraban solos como si se los hubiera frotado con las manos sucias y estos respondieran con escozor.  Los dos pulgares de cada mano —ambos acariciando el gatillo como quien acaricia con ligereza la rueda de un mechero pero asegurándose de que no se encienda— tiritaron descompasadamente. Iván sabía que ellos eran el cerebro de su final, los encargados de poner el último punto a su historia. Solo tenía que apretar y dejaría de existir.
Apretó, después de maldiciones, insultos a la humanidad y a sí mismo. Sonó el disparo, la bala golpeó la campanilla como si fuera la trampilla baja de una puerta por donde los perros de las películas americanas entran a toda velocidad y, adentrándose entre carne, músculo y hueso siguiendo un camino en diagonal, lo perforó todo hasta agujerear la parte pariental. Desarmó la cabeza igual que si fuera un pollito empujando el cascarón que lo aprisiona de la libertad, y lo redujo a polvo. En la pared, el sargento no veía los sesos ni fragmentos de hueso, solo espesor rojizo. Era imposible diferenciarlo porque estaba hecho papilla. Lo único que tenía claro era que la pared no se trataba de un croma ni Iván ningún actor de cine; por lo tanto, el que de labios para arriba el cadáver no tuviera más que sangre, y que lo que le quedaba de piel y músculo pendiera en colgajo como la cáscara de un plátano una vez pelado, no era ningún efecto visual ni truco de cámara, sino la cruda realidad.
El sargento Redondo vomitó tras forzarse a volver a verlo.
¿Tiene o no tiene cojones, eh?, pareció decirle la mente en lo que expulsaba todo su malestar.
Ha callado a su cabeza con un par, y a ti te ha dejado mudo para siempre.
Encorvado y con los brazos en jarras, intentaba controlar los abruptos movimientos de su estómago. El órgano, hecho un nudo, se retorcía con saña. Lo sentía como una especie de bayeta exprimiendo todo el jugo gástrico, pero ya no eran más que amagos que le hacían pitar los oídos y le formaban una bola en la garganta; después, comenzó a sufrir un severo ataque de tos.
—Est… (cahúm) —Tosía—. Jo… (Cu-Úm) der.
Un relámpago sacudió la atmósfera. El crepúsculo se vio tocado por un chispazo de luz y la claridad iluminó momentáneamente la trágica escena que vivía el sargento. Preocupado por calmarse, pasó por alto aquello de que a quien debe temerse es a los vivos, que los muertos, muertos son. Son muchos quienes lo afirman, pero pocos los valientes que no sienten temor al mirar un cadáver. El sargento dejó de pensar que Iván era algo que provocaba risas para bautizarlo como lo más terrorífico que había presenciado nunca. Sin embargo, seguía sin tenerle miedo. Temía a su deformado cuerpo y ahora también temía al deshecho de su cabeza, pero no a él.
Un quejido fugaz, algo así como un llanto de un microsegundo, le hizo levantar la cabeza en lo que su corazón volvía a desbocarse.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó alarmado. Movió el cuello en todas las direcciones posibles en busca del culpable, pero no vio a nadie. Creía estar volviéndose loco. En la habitación no estaban más que el cadáver y él, aunque si seguía en plena cordura, juraría que quien acababa de llorar era un niño.
Lo escuchó de nuevo. Sus oídos agudizaron y supo que lo había captado en la dirección en que se hallaba el cadáver; de hecho, pensaba que era este el dueño del llanto.
Negó con la cabeza. Primero muy despacio, y después agilizando el proceso  hasta contradecirse con bruscos movimientos de un lado a otro. El llanto emergió de nuevo, y esta vez lo escuchó con claridad. Atronó como lo que llevaba rato quejándose en el cielo, pero reverberando entre el hueco de lo que ya no existía. Lloraba un bebé. ¡¡Lo tenía clarísimo!! Así lo había hecho su pequeño seis meses antes nada más llegar al mundo.
El viento sopló con fuerza. La hoja de la ventana chocó contra el respaldo de la pared, momento en que el sargento, con la sangre helada, se irguió del susto emitiendo un respingo. Quedó firme, de nuevo como una de las tantas veces que se había cuadrado ante su teniente. Con el característico vaivén de una pluma, varios folios del manuscrito que Iván tenía encima de la mesilla volaron por la habitación. El sargento, mudo, los miraba con la sensación de que se estaban burlando de él. Era como tener delante algo que lo toreaba. Adelante, atrás; adelante, atrás. Ahora sí, ahora no. Me río de ti porque Iván no es el único imbécil que hay en el mundo, y tú le ganas con creces.
Uno de los papeles aterrizó sobre su bota derecha. Con demasiado temor, como si lo que acabara de posarse encima de su pie fuera una araña, tarántula o cualquier insecto de muchas patas a los que tenía fobia, fue bajando la vista lentamente. Las mejillas le vibraban al negar repetidas veces por medio de un tic nervioso.
A pesar de echarlo un primer vistazo con aparente calma por culpa del miedo, se agachó a por ello a la velocidad del rayo. Tras apoderarse del papel y medio estrujarlo con la brusquedad con que lo había atrapado, volvió a erguirse. Lo cogió como el que con nervios recoge algo con rapidez antes de que quien le da la espalda se gire y le pille con las manos en la masa. Tenía miedo, mucho, y seguía sin saber por qué.
Los muertos no hacen nada, se dijo. No se comen a nadie; no muerden, no respiran.
—No lloran —susurró.
Empezó a leer.
«—Sabes que mamá sufrió dos principios de aborto, ¿no es cierto?
Tardé en responder. A pesar de saber que no soñaba, me era difícil aceptar la realidad, y además tan de repente.
—¿Eh? —pregunté, aturdido y como si no prestase mucha atención a lo que me decía—. Sí, sí. Lo sé. —Volví a llevarme las manos a aquello que me hablaba. Desprendía mucho calor
            —En el primero de ellos, uno de los gemelos, que era yo —siguió diciéndome—, quedó para siempre como un feto. —No podía creérmelo. Seguía contradiciéndome en que no era más que un sueño, una de tantas pesadillas vividas; sin embargo, era cierto (lo es, lector)—. Tú seguiste creciendo a pesar de las palizas de papá a mamá, y de los disgustos —Escuchaba con atención—; te llevaste muchos golpes estando en el vientre de mamá, muchos golpes. Creciste a base de lágrimas por su parte, llantos y maldiciones. Que una criatura soporte eso mucho antes de nacer, es de valientes y fuertes. No eres débil, Iván.
            —¡Esto es una pesadilla! —Me llevé las manos a la cabeza, desesperado y al mismo tiempo aturdido. Los gritos me seguían doliendo, y mucho más el que me dijera que yo era una persona fuerte—. ¡Deja de decir mentiras!
            —No son mentiras. Te lo digo de verdad. Hazle caso a tu hermana».
            Dio la vuelta a la hoja y siguió leyendo.
            «—¿Her…mana? —No podía creérmelo. Debí de quedarme tan blanco como la leche—. ¿Cómo que hermana?— pregunté en un mar de dudas repentinas.
            —La que perdí fui yo: tu hermana —insistió—.Que tú nacieras no significa que no hayas tenido que pelear por hacerlo, y lo conseguiste, por eso te digo que eres fuerte. Ahora bien, ¿en qué condiciones? Piénsalo. Hazlo, y lo sabrás.
            —No puedo. ¡No soy capaz de pensar en estos instantes!—Enloquecí—.¡No me vengas con estupideces de que si soy fuerte! ¡Te vas a reír de mí, como todos!
            —No. Jamás.
—¡No puedo más! ¡Mi cabeza me pide acabar con todo el puto mundo que me ha hecho llegar a ser un jodido fracasado!
            —No eres un fracasado —volvió a decirme ella (sí, ya no la llamo “bulto”) —. Eres la mezcla de dos personas: de chico y chica. Tus malformaciones no son más que la unión entre tú y yo, el acercamiento entre dos cigotos sufridores —¡Era eso! ¡Por ello me veía como una chica delante del espejo. Increíble—. Ambos nos alimentamos de la desgracia de mamá. Yo no pude nacer a pesar de quedarme con un hilo de vida en el interior, y tú, tú sacaste al exterior partes de mí que jamás debieron nacer.
            —¿Me estás diciendo que llevo toda mi puta vida sufriendo por tener el pecho que te correspondía a ti? ¿Eso intentas decirme? ¡¡Júralo!! —vociferé, rabioso».
            —¡¿QUÉ COÑO ES ESTO?! —gritó con los brazos en tensión—. ¡Es el testimonio de alguien al borde de la locura! ¡El delirio de un…! —Se detuvo al observar el cadáver. Seguía en la misma posición. Era un muerto, y como tal, el sargento sabía que no se movería. Lo veía como uno de esos maniquíes decapitados, pero repleto de sangre; sin embargo, utilizó su memoria visual para completar lo que le faltaba. Le colocó la cabeza, gacha, incluso llorando. Nada en él era normal: sus pechos, sus genitales sin desarrollar, pero sobre todo…—. El bulto de la cabeza —escupió de carrerilla y en un tono empobrecido, afónico. Se lo había visto, él y todo el cuartel. Era posible que lo que acababa de leer no fuera ninguna mentira—. E…e… —Volvió a detenerse. El folio se escapó de sus manos de la misma forma que se escapó el fusil nada más ver el cadáver. Observó de nuevo los restos del cuello y cómo estos pendían por él como tiras de tela con cascabeles en el gorro de un bufón. Si lo que decía ese testimonio era cierto, allí, entre el puré cerebral, habría reventado el pequeño cuerpecito de una niña que no pasó de ser un feto. Pero el sargento no veía nada más que pedazos de órganos descompuestos.
            Es… Esto es absurdo.
            —So… solo eres un cadáver —dijo en voz alta—. Un cadáver deforme. —Se serenó. Recordó una vez más al Iván vivo y su cuerpo ridículo. Volvía a ser algo que no daba más que risa—. ¡Un cadáver ridículo! —Comenzó a reír. Reía sin apartar la vista de lo que le había hecho orinarse encima—. ¡Solo el cadáver de un majara desproporcionado! Feto… —Comentó con ironía—. ¡Tú sí que eres un feto! —Rio más—. ¡Vete a tomar por culo! —Flexionó las piernas para desternillarse a gusto. Su carcajada sí que daba miedo. Reía como un auténtico demente que no sabe si ríe o llora, ruborizado, con los ojos inyectados en sangre y las venas del cuello y de las sienes en tensión—. ¡Pero qué puto desgraciado! —Reía sin voz. Lloraba de risa, dándose manotazos en los muslos involuntariamente. Era como quien se defiende de unas cosquillas en los pies cuando en verdad le gusta y no sabe por qué desea que paren de hacérselas. Vomitó aire con brusquedad en lo que su torso se tensaba. Sonó como un burro que comienza a rebuznar; tras ello, la risa fue escapándose a intervalos mientras se sostenía los costados doloridos—. Ahí te quedas, cosa boba. —Y se despidió con un manotazo al aire.
            Dio media vuelta sin dejar de reír. Quería abandonar la habitación y contarle al teniente que sí, que lo que había sonado era un disparo y la sangre de la ventana pertenecía a un monstruo gracioso que vivía en un mundo imaginario, donde los fetos nacen y mueren en la cabeza, se quedan en ella y se los conoce como “hermana”.
            Quiso volver a llamarle «ridículo», ya de espaldas a él. Quiso, pero no pudo. Una figura enlutada se cruzó en su camino. Pasó por su vista con la rapidez de un relámpago, y se detuvo para cortarle más que el paso: la risa también, y de forma radical. El rostro del sargento comenzó a perder el color mientras sentía aspereza en la piel. Se le erizó el vello de los brazos. «¿Quí-quiri-quíeres que haga lo mismo contigo?». Así: la piel de gallina. Pero no se trataba de la asesina de almohadas, sino aquello a lo que durante tantos años Iván llamó «bruja malvada». El sargento no la conocía, pero había vuelto.
            Tenía delante una túnica tan negra como el carbón, y con un resplandeciente óvalo en la abertura de su capucha; la luz artificial del exterior le daba ese toque luminoso. Llevaba la cabeza gacha, como el propio Iván la llevó toda la vida. La bruja malvada no era más que la mezcla andrógina de ese cuerpo que provocó tantas risas, aunque eso pasó a la historia. Ahora provocaba terror.
            —Qui qui —Podía cacarear perfectamente, y hasta ni él mismo se creía que fuera capaz de pronunciar las palabras que tantas veces le habían aterrado; sin embargo, le salió al atropellarse. Eran ese tipo de palabras que no salen más que una vez en la vida, como las que pueda ofrecer un escritor en su más preciada novela. Un creador de historias cambia y suple cientos de palabras en los retoques del borrador, pero alguna de ellas aparece para no morir nunca, y son insustituibles porque nacen del alma. Iván era insustituible e imprescindible. Toda la vida le tuvieron como el bicho raro, como el patito feo, pero fue tan bello como el cisne del cuento. Tuvo los rasgos afeminados de su hermana circulando por su pálido rostro; los labios más coloridos de lo normal, tirando a rosa fuerte y algo pronunciados. Los ojos bien redondos, aunque de mirada triste; no obstante, siempre  tuvo un brillo que le perlaba las pupilas. La melena, lacia, le ocultó en la adolescencia parte de sus pómulos, lo que hizo que, al contraste del castaño rojizo, su rostro pareciera aún más lívido y bonito. No tenía ningún fallo en la cara: fue muy guapo, por mucho que el mundo que le rodeaba le hiciera creer lo contrario. Tal vez de no haberse quitado la vida, alguna mujer, muy lejos de toda esa calaña que se ensañó con él, quisiera al Iván externo e interno. Fue el diferente. ¿Lo fue? Sí, lo fue, solo que no para mal. Fue especial, con la cara linda y unos pechos igual de bonitos que los de una mujer. Los tenía en un cuerpo de hombre, claro que sí, pero si en vez de habérselos mirado para burlarse los hubieran prestado la debida atención que merecían, habrían visto que eran preciosos. El pene y los testículos de un bebé… ¿Las personas no lloran de emoción cuando ven un niño recién nacido? ¿No les da ternura observar una cosita tan pequeña entre sus brazos? Lo mismo que con los senos: les faltó prestarles la debida atención.
            ¿Fue un chico? ¿Tal vez una chica? ¿Las dos cosas? Fue algo: una persona, única e irrepetible. Ahora, su mezcla fantasmagórica de bruja malvada seguía siendo bella. Levantó la cabeza. El sargento, de nuevo entre ligeras sacudidas (fruto de los nervios), apreció los labios rosáceos que he detallado con anterioridad. Parecían pintados, como si un carmín con brillantina recreara su sensualidad. A ojos de cualquier espectador —en otra escena ajena a lo terrorífico— serían labios femeninos. Eran los de Iván: una mezcla “no ridícula”.
            Podía intuirse la nariz, no apreciarse. El borde de la capucha provocaba una sombra difusa, y ello hacía que de la nariz a los ojos no fuera más que un negruzco borrón a imaginar. El sargento lo imaginaba. En su mente apartaba la prenda como si quitase el velo a una novia antes de besarla, y ahí veía a Iván, con el rostro compungido y los ojos llenos de lágrimas…
            Deseaba que fuera así, tener delante de él a ese ser mal rematado y reírse, desternillarse de risa hasta el día del juicio final. Pero si en verdad era cierto, tendría delante a un fantasma. Nunca había creído en ellos, pero tampoco creyó nunca que fuera a orinarse en los pantalones con cuarenta años, y lo había hecho.
Es una pesadilla, se dijo con la esperanza de despertar de un momento a otro.
            No estaba en su habitación, ni en la cama; lo que tenía delante no se esfumaría porque bajara los párpados, los apretara con fuerza y pidiese el deseo de que desapareciera, como un niño antes de soplar la vela de una tarta de cumpleaños. Le funcionó cuando quiso apartar de la imaginación el llegar a encontrarse a un viejo amortajado con plumas rojas; en el pasado sí, pero aquí, por más que intentó alejarse de la escena, desear su exterminio con los párpados sellados y regresar al mundo al levantarlos, la bruja malvada seguía presente.
—¿Qui-quién eres? —volvió a atropellarse.  
La túnica fue encogiendo desde el suelo. Era como ver a una mujer sostener la falda antes de inclinarse, solo que sin manos. Al sargento le parecía estar delante de un macabro número de ilusionismo, aunque a la inversa: en vez de bajarse la lona negra, se subía.
Los párpados, entreabiertos después de haber deseado con todas sus fuerzas que no fuera más que una pesadilla, se elevaban al compás de la túnica: cuanto más se recogía esta, más se veían los aterrados ojos del sargento. El aire del ambiente parecía sacudírselos a latigazos. Un gélido soplo los azotó antes de pasar directamente a un calor abrasante. No era capaz de bajar los párpados, ya que los sentía como si los tuviera anestesiados y, algo, a saber el qué, le obligaba a ver lo que iba descubriéndose.
Nunca le había hecho gracia castigarse en gimnasios con cristalera porque todo el mundo veía lo que estaba haciendo. Detrás del espíritu se hallaba la pared, y el sargento la veía porque la túnica, enrollándose como si fuera un pergamino de tela, no tenía cuerpo. Era tan transparente como uno de aquellos cristales que tanto le irritaban y a los que no encontraba el sentido. Sus párpados se elevaron más. Las pestañas se doblaban con los pliegues de su frente.
—¡No puede ser! —vociferó, taquicárdico y con tanto temblor que parecía un terremoto humano.
La túnica llegó a su tope. Quedó enrollada a ras del cuello, pero como si fuera una persiana de lona. Si el sargento pasaba la mano debajo de esos labios carnosos, tocaría el vacío de la habitación.
Le flaqueaban las piernas; de repente las sentía como si fueran las cartas inferiores de una torre de naipes. Al menor soplo, se desvanecería.
No fue aire lo que consiguió tumbarlo, sino ver la realidad. Se convenció de que aquello era real, y de que delante de él tenía un fantasma. No obstante, no era un fantasma cualquiera; llevaba túnica y no sábana, no arrastraba una bola pesada con una cadena ni tenía los ojos vacíos. No era más que una cabeza, tan solo eso, y oculta hasta el momento por esa capucha traicionera.
Cuando se retiró y cayó al suelo como un peso muerto, igual que quien se quita de golpe un albornoz, quedó al descubierto la cabeza decapitada de Iván. En ese instante el sargento cayó de rodillas. La mano derecha oprimía su pectoral izquierdo. Se le escapó un quejido airoso, como quien sopla el cristal de una gafa para empañarlo.
Al rostro del fantasma no le ocurría nada, sin embargo, tenía el cráneo a la mitad. Mirarlo era como ver un ángulo de 180º con 90º inexistentes, igual que si le hubieran arrancado a mordiscos el pedazo que le faltaba. Lo poco que tenía de cuello se giró, dejando el interior del agujero a la vista del sargento. Dentro, acurrucado como si se resguardara del frío, un bebé de unos 16cm se quejaba. Levantó los párpados, algo que el sargento copió; sin embargo, mientras los suyos dejaban ver unos ojos vidriosos, apenas sin vida, los del feto se antojaron amarillentos, como los de su padre antes de quitarse la vida.
El sargento profirió un último suspiro. En su pecho, quejumbroso y agitado, el corazón se jubiló prematuramente. Cuarenta años. No tengo cuerda para más.
Hasta el último instante, antes de que su tabique nasal se adentrara en el cerebro a casusa del golpe al caer de bruces, contempló el amarillo resplandeciente que, como no podía ser de otra manera, ese ser deforme tenía en el interior de su cabeza.
Un chico con tetas, con genitales de bebé y con un feto metido en el cráneo.
Único e irrepetible.
El viento volvió a soplar con fuerza. Varias hojas del manuscrito volaron, una vez más, indecisas. Una de ellas aterrizó en la espalda del sargento. Decía así:
(MUERTE DE UN JODIDO FRACASADO).

4

Una ambulancia llegó a casa de Ana.
            —¡Rápido! ¡Hagan algo, por Dios! —gritó Mariano a pleno pulmón. Los vecinos se asomaron al escuchar sus gritos y los rotativos de la UVI móvil—. ¡Se me muere!
            —¿Qué le ha pasado a mi Anita? ¡Cristo Santo! —gritó la vecina de enfrente mientras se recolocaba el batín. Tenía el cabello aplastado después de una plácida siesta, pero no importaba. Conocía a Ana y a sus hermanos desde que usaban pañales.
            Bajaron del vehículo tres sanitarios equipados con varios maletines y botellas de oxígeno.
            —¿Qué ha ocurrido? —preguntó uno de ellos sin detenerse. Pasó por delante de Mariano como una escopeta; los otros dos, algo más despacio y con un maletín naranja cada uno, lo seguían sin articular palabra.
            —¡Está en el suelo! —gritó Mariano corriendo en dirección hacia donde yacía su novia—. Ha… —Hizo una pausa, extasiado y aturdido al mismo tiempo. Quería decir tanto, y tan deprisa, que su cabeza juntó el cable veinte con el doscientos cuarenta y seis del cerebro, el sesenta con el treinta y cinco y el doce con el ciento veintiocho, de tal forma que le provocó un severo bloqueo—. Ha empezado a…, a decir que… —Lo recordó. Revivió la angustiosa imagen de Ana mientras ella perdía la conciencia. La sanitaria se agachó para tomarle el pulso a la enferma—. No sé lo que ha ocurrido —continuó Mariano—. Es… es como si estuviera delirando.
            —Tiene pulso —confirmó la chica al hallar pulso radial. Mariano respiró llevándose las manos a la cabeza. Estaba empapado en sudor.
            —Y también respiración —añadió otro de los sanitarios.
            —Menos mal —comentó Mariano—. Joder… Qué susto, coño. Si es que… Ha sido todo muy rápido.
            »Hacía rato que habíamos terminado de comer, y como de costumbre, fui al salón a enfrascarme en una nueva aventura detectivesca. Me encantan las historias de misterio, y estoy coleccionando varias joyas de la literatura por fascículos. Ya me llego por la cuarta entrega, y… —Se detuvo de nuevo, ruborizado. Hablaba y no se daba cuenta que lo que explicaba no venía a cuento—. So…son los nervios —añadió. La sangre, por debajo de la piel, salpicó su rostro como si fuera quimioterapia a 43º. Se le saltaban hasta las lágrimas por culpa de la vergüenza—. Les decía que… —Se enjugó la frente con la manga de la camisa y prosiguió—, estaba leyendo, cuando un estallido de cristales me sacó de la lectura. En un principio no lo di importancia, tan solo pensé: se habrá roto un plato; pero me asomé y vi a Ana de pie, inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido para ella. Me acerqué para preguntarle qué le ocurría, de momento tranquilo, sin más. Cuando vi que no reaccionaba a mis preguntas, que se mostraba como abducida, me empecé a asustar. A los pocos segundos dijo que su hijo se había matado, y ahí me asusté del todo.
            —¿Su hijo? —preguntó la sanitaria. Él asintió con la cabeza.
—Y, ¿está aquí en casa? —preguntó el otro sanitario haciendo ademán de incorporarse para echar un vistazo al cuerpo. Si era verdad, tendrían que explorarlo.
            —No, qué va —respondió Mariano—, eso es lo extraño. —Ambos sanitarios cruzaron miradas—. Ayer marchó al servicio militar y no hemos recibido ningún tipo de llamada que confirme un suceso tan terrible. —Los sanitarios seguían mirándose—. Hoy es su cumpleaños, y que yo sepa, Ana y él nunca se han separado. Tiene que ser que lo echa de menos, no encuentro otra explicación.
            —Pero de echar de menos a sufrir un ataque, además diciendo algo que, según usted, es incierto… —dejó caer el tercer sanitario, que hasta ese instante no había intervenido en nada, solo miraba con atención tanto a Mariano como a sus compañeros—. No es muy normal comportarse así, ¿no le parece?
            —Pues no —respondió el aludido, más serio de lo normal. No le había gustado la intervención de ese gigante al que el chaleco del uniforme le quedaba pequeño. Si estiraba los brazos lo partiría como un forzudo partiendo la camisa con los bíceps—, pero puedo asegurarle que mi novia está en sus cabales.
            —No dudo de su palabra —continuó—, pero necesitamos llevarla al hospital para que le hagan pruebas.
            —Claro, lo que sea menester —contestó él. Sacó un cigarrillo y, dejándolo colgando sobre la comisura, al darse cuenta de que igual era peligroso encenderlo, preguntó—: Sí puedo fumar, ¿no?
            —Es su casa, o la de su pareja —intervino la chica encogiéndose de hombros.
            —Claro, claro. Lo decía por si…
            —Es un ataque de pánico en toda regla —confirmó a sus compañeros el que tomaba la tensión a Ana, interrumpiendo a Mariano sin miramientos—. 165/96 de tensión, 120 pulsaciones y 95 de saturación. Hay que trasladarla.
            —¿Eso es malo? —preguntó el novio de la enferma, muy alarmado. No dejaba de dar caladas.
            —No, es una reacción del corazón ante un excesivo estado de estrés —explicó quien la había atendido—. Los corazones jóvenes reaccionan ante situaciones así igual que una caldera se bloquea por un escape de gas, ¿comprende? —El hombre asintió con la cabeza, calada tras calada—. Tanto el paciente como su alrededor lo sienten como que van a morir, y se asemeja mucho a los síntomas del infarto, pero nada más lejos de la realidad. Solo es una explosión de nervios.
            —Ni que lo diga… —añadió el nervioso novio—. Cada vez que me acuerdo de su cara mientras le daba el ataque… —Se llevó las manos al rostro—. Creí que se quedaba en el sitio.
            »A Iván, su hijo, le dieron muy mala vida en el colegio, por lo poco que me ha llegado a contar —continuó. Dio una nueva calada—. Creo que tiene mucho miedo a que le ocurra algo similar en el cuartel. Es un chico… especial.
            —Puede que sea por eso, sí —añadió la chica—. De todas formas, ya le informará el médico de urgencias con las pruebas correspondientes. Nosotros le confirmamos lo que vemos en una primera valoración: ataque de ansiedad con pérdida de conciencia, sin herida abierta en la cabeza tras el golpe. La paciente tiene pulso y respira, pero no coopera. Tienen que hacerle pruebas para que vuelva a su estado normal, ¿de acuerdo? —Mariano asintió de nuevo—. Pues en marcha.
            El que estaba de pie salió en busca del conductor. A los pocos segundos, y teniendo los gritos de la vecina histérica como telón de fondo, entraron con la camilla cuchara.
            —De haber estado aquí Iván, él mismo habría intervenido —dijo Mariano, sonriendo.
            —¿Ah, sí? —preguntó el sanitario que estuvo todo el tiempo de pie, ahora formando un bloque para dar la vuelta a Ana y colocar una pala de la camilla bajo ella—. ¿También es sanitario?
            —Sí, es voluntario de Cruz Roja, y estuvo… no sé el tiempo, pero trabajó en una empresa de ambulancias hasta hace poco. No me hagáis mucho caso porque no estoy muy puesto en el tema, pero vamos, que en Cruz Roja de fijo que sí. He visto las fotos que guarda su madre con el uniforme, y las que tiene en el salón y el pasillo.  
            —Pues no me suena ningún Iván —intervino el conductor, resoplando al encajar las dos palas de la camilla—. Una, dos… ¡Tres!
            Levantaron a Ana y la llevaron en volandas.
            —Haga el favor y tranquilice a la señora pesada que está en la puerta —le indicó uno de los sanitarios a Mariano—, que así no nos va a dejar trabajar. —El aludido se adelantó a ellos y salió a la calle.
            —¡Ay, mi pobre Anita! —gritó la señora, con el típico gesto cómico de toda vecina cotilla: mano en el pecho, párpados entrecerrados y boca arrugada, fingiendo que siente mucho lo que ha ocurrido, pero no es más que la pamema de una de tantas muchas que sobreviven del marujeo—. ¡Qué desgracia más grande! —añadió. Se mordió el labio inferior para sobreactuar.
            —Nada, no es nada —contestó Mariano—. Pronto estará bien. Una simple lipotimia. —Mintió—. Ahora unas cuantas pruebas en el hospi…
            —¡Cuidado, Raquel!
            Tanto Mariano como la vecina miraron en busca de los gritos, y también, del sonoro golpe que los acompañó. La sanitaria quedó eclipsada mirando una de las fotografías que había sobre la mesa del pasillo, lo que hizo que sus brazos perdieran fuerza, flojeara y la camilla resbalara por su lado. Afortunadamente no le ocurrió nada a la paciente porque otro de los compañeros (veloz a pesar de su hipermetropía, pero al parecer con los reflejos de un lince), echó mano enseguida para nivelar el peso.
            —¡¿Qué demonios te pasa, tía?! —No fue una pregunta, sino que su compañero no entendía qué le había pasado para despreocuparse así de su trabajo y cometer una torpeza tan seria. Ella continuaba mirando la fotografía—. ¿En qué estás pensando? —Mariano entró.
            —E… ¿ese es Iván? —le preguntó la chica al recién llegado, lívida, sin dejar de mirar una fotografía de Iván.
            —Sí, ese es —confirmó Mariano—. ¿Lo conoces?
            La joven asintió con la cabeza, sin recuperar el color. Sus ojos, negros y brillantes como el betún, no se apartaban del retrato.
            —Hi… hizo el curso de primeros auxilios conmigo —terminó por decir.
            —Pues ni que se hubiera muerto de verdad —comentó otro de los sanitarios—. Parece que estuvieras viendo un fantasma. —Ella siguió mirándolo—. Fíjate que a mí no me suena de nada.
            —¡Venga, vamos! —gritó el conductor. Levantaron la camilla de nuevo y salieron.
            —Puedo ir con ella, ¿verdad? —preguntó Mariano, momento en que tiraba el cigarrillo al suelo.
            —Sí, por supuesto —respondió el de la vista de lince con cristales 4x4—, pero adelante, junto al conductor.
            —Muy bien.
            —¡Ay, mi Anita! —gritó la dramática vecina haciendo aspavientos—. ¡Pobrecita mía de mi vida!
            —¡Apártese, señora! —vociferó el conductor—. No está muerta, ¡pero pesa como tal!
            —¡Quítese de en medio, señora Rosa! —gritó Mariano, enfurecido—. ¡Joder! —Ella, mirándolo con ojos de loba, de odio profundo, fue reculando sin articular palabra—. Siempre pendiente de todo, coño.
            —Es lo que tienen los pueblos y los barrios —comentó el conductor—. Sube conmigo.
            Subieron a Ana.
            —Estás alelada, Raquel —le dijo el ojos de lince mientras daba una palmada cerca de sus ojos—. ¿Qué te pasa? —Ella negó con la cabeza para restar importancia, pero se acordaba de Iván; no solo de él, sino de lo que le había hecho, que no fue nada bonito precisamente.
            —Nos vamos —anunció el conductor.
            Pusieron rumbo al hospital.
               


5


—¡¿Qué coño pasa con el sargento?! —gritó el teniente coronel en mitad del patio. Había dejado de llover con fuerza, y tan solo un pequeño grupo de gotas, cayendo con lentitud, como si pertenecieran a un grifo mal cerrado en mitad de las nubes, no desistía a la hora de refrescar el ambiente—. ¡¿A qué espera para regresar?! —Se quitó la gorra y, rápido como uno de los rayos que había soportado repetidas veces mientras se mantenía a la espera, peinó su acaracolado cabello de un solo movimiento. Sintió aspereza y un ligero tirón cuando los nudillos apelmazaron la mata de pelo en la coronilla, pero culminó la acción sin darlo importancia. Prefería bramar en cólera—. ¡Me cago en su puta madre! —Tiró la gorra al suelo y la pisó. Retorcía el pie con salvajismo, como si se estuviera asegurando de apagar una colilla traicionera. A continuación, y ante la atónita mirada de los presentes, salió en busca del sargento.
            Voy a joderte pero bien, se dijo apretando los puños con furia animal.
            Empujó la doble puerta como si la envistieran las astas de un toro enrabietado. Ambas chocaron contra la pared provocando un sonoro estruendo en el espacioso habitáculo; después, volvieron a cerrarse cuando el teniente ya había entrado.
            —¡Voy a joderle, sargento! ¡Ya lo creo que sí!—vociferó a un paso de la escalera—. ¡Me está haciendo perder el tiempo! —Comenzó a subir. Las botas se arrugaban en la parte del empeine como si fueran el gordo pellejo de un felino sin esterilizar, rechinado con un sonido similar al que pueden provocar los muelles de un viejo sofá soportando peso—. ¡No le va a reconocer ni su Santa madre, sargento! —rugió en mitad del descansillo—. ¡Pienso meterle el cañón del fusil por el culo! Y dispararé… Por mis muertos que dispararé, cabronazo —masculló.
            El aire se le escapaba por la garganta convertido en abrasante vapor. Era como si tuviera gas en vez de oxígeno. Llevaba una cálida ola concentrada entre la boca y el pecho, donde el corazón, omnipresente porque parecía estar por varias partes del cuerpo, bombeaba extasiado. —El teniente era un ser agrio y amargado. Ningún soldado le había visto reír nunca hasta que entró en el cuartel el chico con tetas. Al verlo rio más que en todos sus años de existencia. Sin embargo, parecía haberle durado poco la guasa—. Terminó de subir, acalorado, con fatiga y los ojos llorosos. Era como si hubiera estado corriendo durante más de diez minutos, sintiera los mofletes como dos piedras bajo las cuencas y los labios secos y agrietados.
            —Te voy a dar pal pelo —se dijo delante de la habitación.
            Quiso entrar disparado. Iba desprotegido. La rabia le había hecho olvidar que, quizá, el sargento hubiera tenido problemas con el militar nuevo, y que tal vez, este último podría haber hecho uso del arma y aniquilar a su oficial. No se dio cuenta hasta frenar en seco después de caminar dos pasos. Con medio pie izquierdo en el umbral y el otro dentro del infierno, se detuvo como si su corazón hubiera dicho «basta» en el momento preciso. El cuerpo muerto del sargento lo dejó petrificado. Los párpados se le elevaron al máximo. El puntiagudo final de sus pobladas cejas acariciaba el flequillo mientras perdía el color. Todo el rubor colérico descendía como si su tez fuera el mercurio de un termómetro a la hora de enfriarse. La pieza inferior de su dentadura postiza parecía pesar quilos, por ello dejó caer la mandíbula en lo que lo observaba todo. Deseaba quedarse ciego, no verlo para no devolver la vida al sargento y después rematarlo a golpes. Lo llamaba estúpido en pensamiento a la vez que sentía miedo. Estaba muerto, sí, muerto por completo. Los ojos del cadáver no tenían vida; no obstante, esa mirada vidriosa era de las más letales y aterradoras que había visto nunca. Se reflejaba su silueta en las pupilas, y al verse temblar, era como si estas aún vivieran, solo que en el cuerpo de alguien que acababa de despedirse de la Tierra recientemente.
            —Qué… —escupió. Una opresión le cerró la garganta en mitad del habla. Tragó saliva y continuó—: ¿Qué cojones ha ocurrido? —Las palabras le salieron con silbido. Su voz se antojó como la de un laringectomizado inexperto a la espera de aprender a manejarse para hablar.  
            La fuerza del viento empujó lo poco que quedaba al descubierto de la persiana y la hizo vibrar. Por momentos, le recordó al portón metálico que siempre veía a la mitad en la panadería de su hermano.
En invierno de 1942, recién cumplidos los ocho años de edad, el teniente —por aquel entonces solo conocido como Adolfito— corrió hacia el establecimiento tras la orden de su madre. «Adolfito, ve en busca de tu hermano y tráelo para la casa. Es hora de cenar». El niño acató la orden (treinta y cinco años antes de darlas él), encontró el portón bajado hasta más de la mitad. Su hermano siempre lo dejaba así mientras recogía todo y hacía cuentas. Esa noche llevaba cerca de dos horas de retraso. Terminaba el trabajo a las siete de la tarde y pasaban las nueve menos cuarto. El viento embestía contra las débiles puertas y ventanucos de madera como si se tratase de olas de mar chocando contra rocas. El portón temblaba, y el pequeño se lo imaginó como si los bordes que lo sujetaban fueran los brazos de dicho hermano cuando lo zarandeaba, y el rectángulo de hierro, su cuerpo aguantando el castigo. Con ocho años hay poca diferencia entre la realidad y la ficción, lo real y lo imaginario. Un portón de hierro tirita porque tiene pupa y miedo al zarandearlo. Para un niño es así; para Adolfito era así. Apenas tuvo que agacharse demasiado para poder pasar. Olía a huerta, tanto, que entraba por sus fosas nasales y le picaban los ojos. Agustín, madre te llama, comentó, pero ni veía a su hermano ni le respondía. Por el suelo se repartían trozos de verduras y hortalizas, lo que le indicaba que Agustín aún no lo había barrido. Se adentró más en la tienda, con sigilo; al fondo, donde empezaba a verse la trastienda, iluminaba un foco intermitente. Era como ver la claridad del día a través de una ventana por la que no deja de pasar gente y nubla las vistas. ¿Agustín?, preguntó de nuevo y dio unos cuantos pasos más. Una sombra, algo que no sabía identificar, se manifestaba y se escondía; burlona, o así lo creía él. Cuando llegó al umbral, el aire que retenía se le escapó como si su pecho fuera un globo al que fuerzan para extraer el aire. En vez de sonar ronco como en la actualidad, su voz infantil emitió un ligero pitido; sin embargo, la densidad de sus cejas —ya con pocos años de vida— sí se pareció bastante al gesto que acababa de vivir tras ver al sargento muerto. Se elevaron al máximo al levantar los párpados y abrir una boca descomunal. Su hermano mayor pendía del techo a modo de péndulo. Se había atado una soga al cuello no hacía mucho, ya que su cuerpo aún no dejaba de dar vueltas. En cada una de estas, la soga se deslizaba forzosamente por la madera y emitía un irritante sonido, muy parecido al de la piel de sus botas cuando subió los escalones. La de por sí pálida tez de Agustín, había cambiado a un tono un tanto azul, con el rostro abotargado y una mueca de asfixia capturada en el último instante de vida, y donde una lengua que, vista en esas condiciones, daba la sensación de estar inflamada y ser más grande que la boca en la que se había atascado, empujaba a los carrillos dibujando media pelota de tenis en cada uno de ellos. Era como si quisiera haber soltado una pedorreta a modo de despedida macabra y el cuerpo no hubiera dado más de sí. Jódete y baila. Balancéate de un lado a otro como si fueras un saco de boxeo recién golpeado. La vida te golpeó duro, ¿eh? Perdedor.  Adolfito vio que tenía los párpados caídos, tan arrugados como la piel entera de la abuela, la misma que ese mismo día no se enteró del suicidio de su nieto porque hacía siete años que su cerebro se había secado; el cuerpo iba por el mismo camino al no ser capaz de dar un solo paso sin ayuda. Sin embargo, el niño los vio abiertos. Primero fueron varios meses seguidos imaginando que Agustín enderezaba el cuello que le había visto colgando como un pollo recién estrangulado, metía la lengua, levantaba los párpados y, mientras sonreía observándole a contraluz, con unos ojos ansiosos como los de alguien en delirium tremis, le susurraba: eres muy malo, pequeño, y te voy a canear de lo lindo; a continuación, se balanceaba imitando el característico tembleteo que sufría el cuerpo de Adolfito cada vez que este lo zarandeaba… Con los años lo imaginó muy de vez en cuando, antes de ser solo de vez en cuando, y así hasta la edad adulta, donde la imagen desapareció casi por completo. Delante del cuerpo del sargento, y con el incesante ruido de la persiana, no, ahí regresó como el primer recuerdo que vuelve a la mente de alguien que ha sufrido un largo periodo de amnesia. Su cabeza se llenó de horror y lo repartió en angustia por todo el cuerpo. Había visto como cuatro o cinco cadáveres después del de su hermano, y con ninguno sintió lo que sentía ahora. Temía que el sargento se levantara, que esos ojos en los que veía su reflejo refulgieran como los de Agustín, y que la boca articulara algo, daba igual lo que fuera. Los muertos no pueden hablar, y escucharlos decir algo, aunque solo sea un susurro, ya es para acompañarlos en muerte.
Pendiente de que la boca del cadáver se moviera, escuchó un llanto fugaz. Se irguió de pronto con el alma encogida. Era como si le hubieran agarrado de sus partes desde atrás, y al no esperarlo, diese un ligero saltito. Volvía a ser el llanto de un bebé, el mismo que había escuchado el sargento antes de morir. Venía del fondo de la habitación, pero para el teniente había salido de la boca del muerto. Sí, lo creía igual que creyó durante años que su difunto hermano le hablaba en sueños. No conocía muchos llantos de recién nacidos. Hacía veinte años que había participado en la creación de un porrero sinvergüenza después de decirle a su esposa que solo metería la puntita, y fue esta quien se encargó de cambiarle los pañales y aguantar sus llantos; él roncaba como un tronco todas las noches, por lo tanto, no era muy digno de asegurar si había llorado un bebé o qué cosa.
Lo escuchó una vez más. En el cuartel no había más que hombres, y desde hacía un día, uno de ellos con tetas. Niños, ninguno. No entendía qué era eso que lloraba.
—¡¿Estamos de guasa, EH?! —Al terminar los gritos, su nuez subió y bajó como si dentro de la garganta tuviera una pelota. Quería hacerse el duro, pero lo de fingir nunca había sido su fuerte. Por un momento pensó que, al ser ridículo que le hizo reír después de muchos años de amargura, le había dado por revelarse y pasar al bando de los graciosos. Acababa de matar al sargento y ahora le estaba preparando una encerrona a él—. Así que quieres jugar, ¿eh? —preguntó mientras se arrodillaba para coger el fusil del sargento—. Pues conmigo lo llevas claro, medio-medio. —Agarró el arma con fuerza y lo cargó—. Si se te ocurre hacer alguna tontería, te agujeraré esas tetas de putita hasta que las balas te sepulten las areolas de los pezones. ¿Me oyes? —No obtuvo respuesta. La habitación quedó en pleno silencio. La lluvia amainó, e incluso el viento había dejado de soplar—. ¡Que si me oyes, hijo de perra! —vociferó. Mantenía su postura de hombre duro, pero el temblor de sus manos no estaba de acuerdo—. Has armado todo este jaleo para que alguien subiera y así cargártelo —miró a ambos lados, muy deprisa—. Porque estás cansado de tu jodida vida, ¿verdad? —Continuaba el silencio—. Pues no te preocupes, porque pronto llegará a su fin. Has asesinado a un sargento, y eso es un pecado de los gordos. Yo mismo voy a darte matarile, cabrón de mierda… —Avanzó dos pasos—. ¡Sal, hijo de puta! —gritó mientras apuntaba con el arma. Sus manos, al igual que sus piernas, temblaban como recién salido de una cámara frigorífica—. ¡Da la cara, cabrón! —Volvió a escuchar el llanto del bebé. Su cuerpo dio un nuevo respingo, como el último que había sufrido. Estuvo a punto de írsele la mano y disparar—. ¡¿PERO A QUÉ COJONES ESTÁS JUGANDO?! —Dio un nuevo paso, y entonces topó con el horror. Su cara se descompuso hasta el punto de parecer haberse cambiado los papeles con el sargento y ser él el nuevo cadáver. Le entró flojera en las manos y el fusil le bailaba sobre ellas como si estuviera sosteniendo un pedazo de cartón afectado por el soplido del viento—. Por los clavos de Cristo —Soltó sin hacer una triste pausa. Veía el cadáver ensangrentado de Iván; y sobre todo, sufría al ver el hueco de un horror profundo, inexplicable para todo aquel consciente de que una de las partes fundamentales de las que se compone el ser humano, es la cabeza. Iván se la había hecho puré visceral, y el ser ridículo, tal y como le ocurrió al sargento, ahora era lo más terrorífico que había visto en su vida.
Delante de él, mientras lo contemplaba con estupor, pero deseando apartar semejante vista, volvió a escuchar el llanto, solo que esta vez, asomando por esos pliegues de piel en colgajo que quedaban de la cabeza. Una bola negra de pelo ascendía sin prisa pero con libertad. El teniente se irguió llevado por el susto. El fusil se le resbaló de las manos mientras ya no solo tiritaba su cuerpo, sino también sus párpados, levantándose y bajándose con rapidez a modo de parabrisas. Esa bola de pelo tenía dos puntos rojos que lo miraban con fijeza.
—Satanás —masculló—. Es… ¡Satanás! —gritó a viva voz.
A los dos puntos enrojecidos se sumaron unos finos y no muy largos colmillos, en una boca no muy ancha pero lo suficiente como para aterrar. Tras la imagen, un bufido; y cuando el teniente quiso darse cuenta, aquello pegó un salto fugaz y salió disparado, haciendo «fu» como gato que era.
El hombre se mantuvo unos cuantos segundos en silencio, los justos para avergonzarse de haber pasado miedo por un animal indefenso. Después, aún con vergüenza pero consciente de que no había peligro, bajó los párpados, apretó los dientes y, con suavidad, prácticamente para ni siquiera escucharse él, masculló:
—Un minino —apretó los puños—. Un puto minino.
Respiró con resignación, recuperando el color en el rostro.
El viento volvió a soplar con fuerza. La persiana se movió y, por momentos, el recuerdo y terror del suicidio de su hermano se unieron a la tensión. Duró décimas de segundo, hasta que, al igual que le ocurrió al sargento, vio volar hojas del manuscrito de Iván.
La noche va a ser movida en el cuartel, pensó mirando los dos cadáveres.



6


—I… Iván —balbuceó Ana de camino al hospital. Tenía los labios secos, y articular palabra era para ella como intentar hacerlo nada más salir del dentista arrastrando la anestesia bucal—. SsSSe-e…e-e —añadió. Raquel levantó la cabeza tras escuchar el susurro, y entonces volvió a palidecer. No había logrado recuperar el color del todo desde que supo quién era ese tal Iván tan misterioso—. …ha ma-aa-a…ta…o —concluyó justo antes de volver a perder la consciencia.
            —Está agotada —comentó el de la vista de lince. Raquel y él viajaban atrás, al cuidado de Ana—. Le va a costar mucho volver en sí. —La chica asintió con la vista perdida, rumiando esa clase de recuerdos que aún le pesaban; y de ser verdad que Iván había muerto, tal y como decía su madre, le pesarían mucho más.
            «¿En serio pretendes seducirme? ¿Es que te lo has llegado incluso a plantear? Por favor, que me gustan los hombres, los hombres de verdad. Chaval… El muñeco de prácticas la tiene más grande y dura que tú. Tienes un problema, y yo que tú me lo replantearía. Eres muy tierno y bueno, eso sí, pero cuando una mujer tiene dentro a un hombre, da igual la ternura, el amor y los sentimientos. Una mujer quiere una buena pieza para gozar, grande y hermosa; si hace falta la mueve ella, pero ya sabes: más vale que sobre y no que falte… Lo siento, pero soy muy radical y sincera. Follar contigo sería como hacerlo con mi hermano de diez años. Olvídate», recordó una de otras tantas palabras que tuvo con Iván, alguien a quien cogió cariño después de todo. Terminó diciendo que era la mejor persona que había conocido nunca, pero los chicos con requisitos de bondad, amabilidad y en continuo ascenso a competir por el título al mejor o peor gilipollas, suelen ser siempre las mejores personas del mundo, los que más «te quiero como un amigo» escuchan y a los que recuerdan por ser un buen hombro donde las chicas lloran penas originadas por penes que caducan en una noche, nada más.
            Se acordaba bastante de él, mucho más de lo que se hubiera acordado la anterior «Raquel radical» de no haberlo conocido. No se portó bien con Iván, por ello, a pesar de que hacía dos años que acabaron las prácticas, el peso que soportaba era como seguir llevando la mochila con material de curas a la espalda.
            —Así que el hijo de la paciente hizo el curso contigo, ¿eh? —preguntó el de la vista de lince. Se sostenía agarrado a dos barras del techo, como las de los autobuses pero en tamaño mini (diseñadas para Iván por ser mini, según le dijo Raquel en una guardia nocturna). Los meneos a un lado y a otro por culpa de las curvas también se asemejaban a los de viajar en un vehículo urbano—. No he coincidido con él en ningún preventivo, a ver si hay suerte algún día.  
            —No creo —respondió ella, sin mirarlo y con un quedo sonido—. Solo hizo las prácticas. —Tenía la vocecilla de una niña entristecida.  
            —¿Ya no volvió? —Raquel negó con la cabeza—. Vaya, otro listillo entonces. En cuanto les dan el uniforme, se largan y si te he visto no me acuerdo. —La ambulancia tomó una curva y su cadera se movió con brusquedad—. ¡Joder! —protestó en mitad de la conversación.
—Sorry —se disculpó el conductor a través del comunicador. Quien iba de pie, más calmado, siguió diciendo:
—Tienen mucha cara, ya me los conozco.
            —No fue por eso —Raquel seguía sin levantar la cabeza. Visualizó el rostro de Iván. Nunca le vio sonreír; en su cabeza había un adolescente solitario, con quizá ochenta años acumulados en un rostro que debería seguir siendo infantil. El Iván que conoció tendría que tener granos, no arrugas. La mezcla andrógina y su carencia de vello facial le daban cierta beldad, pero por momentos, se le veía envejecido: dobleces en la frente, bolsas en los ojos y líneas muy marcadas al lado de la boca. Era un adolescente marcado por el sufrimiento, y en la memoria de Raquel, lo recordaba apoyado en una esquina del centro de formación, la que dividía el pasillo del aula de cursos para voluntariado con el de la sala de ayuda. Los toxicómanos esperaban  su vasito de metadona mientras a varias prostitutas y enfermas de VIH les facilitaban profilácticos para evitar enfermedades de transmisión sexual. Iván, con la cabeza gacha, se dividía entre lo recién aprendido en el día o en adelantarse y ayudar a esos hombres y mujeres que ya lo necesitaban. —En nueve meses de curso regaló alrededor de doce o quince cigarrillos a aquellos que luchaban por rehabilitarse, los invitó a algún que otro café de la máquina y les dio varios euros. Una prostituta con mallas agujereadas por varias partes y sin ropa interior debajo, de escote pecoso y descamado, parecido a la psoriasis de alguien con calvicie, extendió sus manos llagadas uno de tantos días que Iván se apoyó en «La esquina del descanso» (como él la llamaba) para agarrarle el rostro. La mujer no tenía nada que envidiarle a la bruja malvada en cuanto a espanto se refería, pero en cambio, algo hizo que el chico tan solo temiera escasos segundos; cuando las manos le atraparon el rostro, dejó de temblar para que fueran ellas quienes lo hicieran. Calculó a ojo que no tendría más de treinta y cinco o cuarenta años, y al igual que a él le había envejecido el calvario, la soledad y el sufrimiento del mártir, a ella, la mala vida que, en la gran mayoría de quienes ejercer tan degradante oficio, el «no» se les prohíbe como si al pronunciarlo cometieran un delito mortal. Todas las mujeres obligadas a aliviar el deseo sexual de los hombres, por desgracia, se consumen y estropean igual de rápido que quien sufre mañana, tarde y noche, sea cual sea el mal que lo hace menguar y verse desaparecido del mundo, aun con vida, voz y voto; por ello, en su historia, Iván dijo que «puta» no es aquella que tiene que acostarse con un hombre por dinero, que el significado de esas cuatro letras está mal empleado. «¿Qué le dice el sufrimiento a la agonía?», le preguntó a Iván, sosteniendo su cara como si fuese un delicado trofeo que no quisiera dañar. Se lo preguntó una boca de piezas amarillentas y con cierto mal olor, pero para él, lo formularon los titilantes ojos donde podía verse brillar. Por momentos, una sensación extraña pero nada desagradable, lo convertía en una estrella. Negó con la cabeza y a ella se le saltaron las lágrimas. «La agonía niega conocer el dolor y el sufrimiento se expresa llorando», vuelve a decirle antes de mirarlo con fijeza, llorar con más fuerza y, segundos después, desaparecer. Iván lo comprendió más adelante, de nuevo apoyado en la esquina que separaba los dos pasillos, pensando (siempre pensando) en lo que sus compañeros empleaban la media hora de descanso para almorzar—. En el recuerdo de la joven, el chico levantaba la cabeza cuando ella y tres compañeros más pasaban por su lado sin dirigirle la palabra—. Nadie quería hacer guardias con él —continuó, todavía viéndolo con rostro de tristeza, de sentirse bastante pequeño o en un mundo demasiado grande para él. O cara de ver que había más cosas grandes que el mundo (sobre todo eso).
            —¿Y eso? —El lince la miró, ceñudo. Se movió con violencia por culpa de un frenazo—. ¡Cuidado! —protestó mientras chascaba la lengua; a los dos segundos miró a Raquel para seguir diciéndole—: ¿Tan malo era?
            Ella levantó la cabeza. Lo hizo después de rumiar bastante su mal comportamiento con Iván. Levantarla no aliviaba demasiado su conciencia, pero le daba algo de valor para responder.
            —Era el mejor —lo dijo con seriedad, y desde lo más profundo del corazón. Su compañero quedó extrañado. Veía que algo había ocurrido entre ella y el chico de quien hablaban—. Ayudar era su vida entera, y en lo único donde siempre lo vi seguro. Enfermo que tocaba, enfermo que aliviaba.   
            —¿Todo bien, Raquel? —preguntó al ver que ella agachaba la cabeza de nuevo.
            —Supongo que sí —respondió desganada, prácticamente con un soplido de su aliento—. Recuerdos, nada más.
            —¿Y no me los vas a contar? —Hizo puchero para animar el ambiente.
            —Por desgracia, los sabes tú y toda la base —afirmó ella.
            —¿En serio? —se sorprendió—. Pero, ¿quién es ese chico?
            Llegaron al hospital. El conductor frenó y las puertas traseras se abrieron mientras Raquel y su compañero de viaje se miraban como si fueran dos tortolitos que no saben qué decir o quién de los dos hablar primero.
            —¿Se ha despertado? —preguntó Mariano asomándose a la puerta; ellos seguían mirándose, más bien, Raquel no dejaba de mirarlo sin atreverse a responder.
            —Sí. —Fue una respuesta forzada, de esas que se dicen teniendo en vista y mente algo diferente a lo que te obligas a responder. En el caso del lince, la chica era su campo de visión y Mariano un metepatas surgido en mitad de una importante conversación—, pero ha vuelto a perder el conocimiento —añadió, esta vez, mirándolo—. Ahora te dirá el médico, pero a veces suele ser normal. —Bajó de un salto.
            —Venga, que la bajo —dijo el conductor. Por lo general se encargaba de llevar la ambulancia y subir y bajar la camilla. No era ese su trabajo, pero lo hacía así por costumbre. Raquel también bajó.
            —Muchas gracias —les dijo Mariano antes de caminar tras el conductor y el otro sanitario.
            —No hay de qué, y que no sea nada —respondió el lince; luego miró a Raquel una vez más—. ¿Y bien? —Empezó a quitarse los guantes. Tirar del último de ellos dejó en el ambiente el sonido de un latigazo. Ella ni pestañeó.
            —Pichina —respondió, seria y avergonzada—, era Pichina. —Así era como conocían a Iván por el tamaño de su pene.
            El lince, al tirar del último guante mientras se mordía el labio inferior y bajaba los párpados, dejó en el ambiente el sonido de un nuevo latigazo, muy parecido al que sufrió interiormente al ver desvelado el misterio. No lo conocía, pero sí había oído hablar de él, y siempre como si fuera un chiste que nunca perdía gracia en boca de nadie que lo contara. Podían repetirlo una y otra vez, que Iván siempre se antojaba como peli de comedia favorita que no se cansaban de repetir. Al ver así a su amiga, esa vez ya no le hizo nada de gracia. Quizá, ni a él ni a Raquel debería habérsela hecho nunca.
             «Noto algo bonito cuando te veo, y cuando no estás, lo noto feo», recordó ella en boca de Iván y rompió a llorar. Su compañero la abrazó.



7


El teniente coronel llegaba al patio. Llevaba la intranquilidad consigo, reflejada en un rostro compungido, lívido y con tan solo algún colorete justificando que, lo que caminaba, no era un cadáver andante. Sus piernas parecían las de alguien que vuelve a caminar después de retirarle la escayola que le ha estado inmovilizando las extremidades  inferiores durante meses: pasos cortos e inseguros, con la tibia y el peroné urgiendo a las rótulas a hacer lo que ellos quisieran; era como si hiciera la mención de una sentadilla con cada paso pero un ápice de autocontrol le dijera: firme, muestra dureza delante de los que deben cuadrarse ante ti. No nos jodas, teniente.  Levantó la vista y vio al expectante grupo de militares con sus novias a la espera de recibir noticias, y nadie más que él se las iba a dar.
            Me cago en la hostia divina, Adolfo. Dureza, coño. ¡Dureza!
            Sacó un pañuelo de tela del bolsillo, lo utilizó para enjugarse los labios y, tras un carraspeo, se detuvo y gritó:
            —¡Firmes! —Los presentes dieron un respingo antes de cuadrarse—. Se acabó la fiesta; las mujeres a su puta casa. ¡Ya!  —Unas cuantas salieron escopetadas, excepto Esther y alguna otra—. ¿Tú no oyes? —Se dirigió hacia Esther. La miró con odio, totalmente enfurecido—. Lárgate cuanto antes —añadió con voz lenta, pero mientras le temblaba la mandíbula.
            —No somos ganado —respondió la chica. Su novio (o al menos lo era hasta la discusión) la miró copiando la lividez con que se había presentado el teniente. Este último miró al aludido antes de que agachara la cabeza como si no la conociera de nada y no fuera con él.
            El teniente, tras varios segundos mirándola con ojos refulgentes en ira, esbozó una falsa sonrisa que, instantes después, dio origen a una leve carcajada.
            —Nos ha salido con cojones la muchacha, ¿eh? —La pregunta fue cachonda, sacudiendo el cuerpo al retener la rabia, mirando en derredor a todo el cuartel. Al finalizar, volvió a mirarla sin borrar la sonrisa—. Eres la novia de este, ¿no? —Ladeó la cabeza a modo de tic nervioso para señalar al rubio.
            —Lo era —espetó muy directa y segura de sí misma. El chico se ruborizó mientras sus compañeros le miraban con el rabillo del ojo—. No puedo seguir queriendo a alguien que se ha reído de un chico indefenso. Eso demuestra que no tiene corazón, y por lo tanto, nada para poder amarlo.
            Julián seguía con la cabeza gacha y picor en los ojos debido al sofoco que sufría. El teniente serió el rostro y giró la cabeza para mirarlo.
            —¡Firme, cabrón! —Le dio un manotazo en el pecho mientras con la otra mano le tiraba de la camisa a la altura de los costados. El chico se irguió en el acto, pero temblaba igual que había temblado el teniente, y el mismo que, después de dejarlo atemorizado, lo miró de frente. Le salía aire rabioso por el hueco de sus desalineados dientes—. Qué le hiciste a ese chico. —No fue ni siquiera una pregunta; las palabras salieron lentas y en un tono bajo, pero agudo. Julián no respondía—. ¡¿QUÉ LE HICISTE A ESE CHICO, HIJO DE PERRA?! —vociferó delante de sus narices. La saliva le salió disparada como perdigones de escopeta. Jadeaba con el rostro amoratado, dejando un pitido en el pecho al igual que el silbido de un bronquítico. En un rápido movimiento, le clavó el pulgar y el índice de la diestra al final del cuello, apretando con salvajismo mientras le decía—: escúchame bien, maldito cabrón de mierda. —El joven tiritaba—: ¡Se ha matado! ¿Me escuchas? —Apretaba más—. ¡¡SE HA DEJADO LA CABEZA HECHA PURÉ!! —Esther se llevó las manos a la boca, horrorizada. Julián lloriqueaba como un niño de cinco años—. ¿Y sabes qué más, eh? —Seguía apretando. Le hundía las uñas en el cuello—. ¡El sargento ha muerto al verlo! —Los presentes saltaron de asombro—. ¡¡Y YO TAMBIÉN HE TENIDO QUE TRAGÁRMELO, PEDAZO DE MIERDA!! —Se le salían los ojos a causa de la ira. Eran como dos balas directas a impactar contra Julián—. Te voy a llevar arrastras arriba para que recojas los dos cadáveres, ¡¿ESCUCHAS?! —Apretaba más.
            —To…todos nos reímos de él, mi teniente. —Fue la voz de Dani. El teniente redujo la fuerza en lo que se giraba para mirar al dueño de las últimas palabras.
            —¡Y yo, maldita sea! —reconoció el superior—. ¡Pero una vez! —Se acercó a él—. ¿Qué cojones le hicisteis? ¡Nadie se mata por una burla! —Dani agachó la cabeza; el teniente le propinó un rodillazo en el estómago—. ¡Habla! ¡Habla o te quito la vida aquí mismo, desgraciado!
            —¡Le agredimos, teniente! —gritó Julián, llorando—. ¡Le agredimos mientras nos reíamos de él! —Volvió a bajar la cabeza para seguir llorando.
            —E… —empezó a decir Dani, retorciéndose en el suelo—, el sargen…, to también. —Le dio un acceso de tos.
            El teniente miraba a Julián intentando serenarse.
            —Si él también lo hizo —añadió con voz suave y más calmada—, acaba de pagar su culpa. —Respiró—. Ahora la pagarés vosotros—. Tú, llorica. —Empujó a Julián—. Sube arriba. ¡Vamos! —El chico obedeció y salió disparado—. Y tú lo mismo —le dijo a Dani. Obedeció igual, pero caminando encorvado. Esther los miraba. Rompió a llorar antes de esfumarse del cuartel y de la vida de Julián. Las demás la siguieron.
            Panda de hijos de puta, pensó el teniente mientras caminaba.   



*****


El teniente metió a Julián y a Dani arrastras en la habitación.
            —Entrad, hijos de perra —dijo mientras empujaba al rubio del cuello. Lo tenía agarrado con fuerza, y nada más pisar el cuarto, lo empujó como si fuera un saco de boxeo balanceándose antes de golpearlo. El muchacho trastabilló unos tres pasos hasta recuperar el control. Seguía llorando como un niño, y en cuanto vio el cuerpo muerto del sargento, no quiso levantar la mirada—. ¡Levanta la vista, cabrón! —Le dio un revés en la boca con la fuerza de sus nudillos; acto seguido, empujó a Dani, quien se acercó más y fue el primero en ver lo que quedaba de Iván. Este, al contrario que su compañero, en vez de bajar la cabeza la mantuvo fija en la escena, en estado de shock. El teniente se acercó apretando los puños—. Lo ves, ¿eh? —Tras varios segundos sin pestañear, el joven asintió con la cabeza mientras tragaba saliva—. Se ha volado los sesos —le susurró al oído—. ¡Y la culpa la tienes tú! —le vociferó. Dani se echó para atrás—. ¡Tú y este! —Empujó al rubio hasta hacerlo caer de bruces delante del cuerpo de Iván. Se le cortó el llanto en cuanto lo vio de frente. Enseguida le vino a la memoria el haberlo visto en el vestuario mientras todos se reían de él; y después, pasando lista con todos desnudos, siendo el sargento el cabecilla de una serie de insultos que los demás secundaron para crecerse delante del débil. El teniente se agachó con rapidez, atrapó la cabeza de Julián y se la sostuvo a la fuerza, con el fin de que mirara fijamente lo que había conseguido—. Míralo, desgraciado. ¡Míralo, hijo de puta! —Le apretaba en lo que él volvía a llorar—. Lo estás viendo, ¿EH? —Le zarandeó la cabeza—. ¡CONTESTA , MALDITO CABRÓN!
            —¡SIIIII! —afirmó, llorando a lágrima viva—. Lo ve...o —Se le atragantó la última sílaba. Se derrumbó de forma emocional.
            —Ahora a llorar, ¿verdad? —Volvió a zarandearlo—. ¡Ahora ten huevos, cabrón de mierda! —Le zarandeó más—. Escúchame bien, caracabrón, porque tienes una cara de cabrón que no puedes con ella. —El chico seguía llorando—. Voy a hacerte la vida imposible mientras estés aquí. ¡Te lo juro por mi Santa madre! —Lloraba más—. Y ahí sí que vas a caer lágrimas, sudor y sangre. Si de verdad tienes valor, métete un tiro en la cabeza como ha hecho ese al que te oí decir que no tenía cojones. Si no lo haces —Le apretó más—, vivirás una tortura para toda tu vida... ¡Jodio mierda! —Le soltó con brusquedad.
            »Y tú —le dijo a Dani—. Te digo lo mismo. —Se acercó a él—. Aquí se insulta con mi permiso, se ríe con mi permiso y se caga con mi permiso. —El muchacho agachó la cabeza—. Lo habéis hecho todo sin mi consentimiento. Y ahora, con mi permiso, voy a joderos pero bien. ¡A los dos! —Dani se echó para atrás, estremecido—. No os vais a mover de aquí hasta que levanten los cadáveres. Comienza vuestra tortura.
            El teniente cerró con llave y se fue. Dani no articulaba palabra y Julián no dejaba de llorar.


8


Los párpados de Ana dieron repetidas y fugaces sacudidas antes de empezar a levantarse. Los ojos, protegidos por estos, habían dado vueltas alocados, como la luz de una linterna al moverla de un lado a otro sin rumbo fijo. El doctor de urgencias que llevaba su caso los vio vibrar, momento en que dejó de rellenar el informe para dar la bienvenida a su paciente. Solo sabía lo que le habían comentado los de la ambulancia (con Raquel como una estatua de sal durante el camino, en el hospital y, seguramente, varios días más. Iván también fue el de la picha pequeña en el curso de primeros auxilios, y ella un calco a la niña que se rio de él cuando enseñó el pene por primera vez, solo que un calco de diecisiete años por aquel entonces, casi dos más de los que tenía Iván. Primero llegaron las risas y más tarde los lloros. Raquel no lo olvidaría nunca). Ana tenía las escleróticas enrojecidas, y al contacto con la luz, su rostro emitió una mueca de desagrado. Sintió un agudo dolor de cabeza, como si los pliegues de su frente sostuvieran un rectángulo entre las cejas y estas mismas.
            —¿Cómo te encuentras, Ana? —Una pregunta estúpida que, en sus veinte años de carrera, no había dejado de formular, por mucho que la primera vez le costara vergüenza. Cuando empezó, no siendo más que un simple residente de primer año, le preguntó lo mismo a un señor con fractura abierta de fémur. Podía verse perfectamente un astillado hueso sobresaliendo entre la rótula y el recto femoral, al que había atravesado como si una máquina de hacer agujeros hubiera agujereado algo de látex. Los gritos (berridos) tenían nombre y apellidos. El Dr. Jiménez (que así se llamaba) tuvo la mala suerte de preguntarle que cómo se encontraba delante de su adjunto.
 «Está en el hospital, lo que indica que bien no se encuentra, palurdo», le dijo fuera de la consulta. «¿Es que no ves los gritos? ¡Está a punto de desmayarse! Cambia tu pregunta por un: ¿Qué le ocurre?»
            El Dr. Jiménez se calló el devolverle ese «palurdo» a su superior, pensando que quizá, algún paciente desvergonzado, llegara a decirle algún día: «¿Que qué me ocurre? Dígamelo usted, que para eso es el médico». Por lo tanto, siguió con la pregunta que él quería hacer.
            Adormilada, con la sensación de ser una de esas muñecas con la cabeza de porcelana y el resto del cuerpo de trapo, ligero y sin vida, Ana giró el cuello muy despacio. A un lado vio los frascos de suero y una careta de oxígeno. Por momentos la imaginó burbujeante, como cuando su padre la tenía en el rostro y el aerosol pompeaba como el ácido de una pastilla efervescente. Su mente retrocedió tres años, la ambientó en un segundo a ese día recordado y creyó ser la familiar visitante que atendía a su progenitor enfermo. Desechando la idea tras un parpadeo, miró hacia el otro lado, donde el doctor, con tal vez diez o quince años más que el que atendió a su padre en sus últimos días, le demostró que no, que el pasado no era más que eso, y que el presente, desencadenaba un nuevo desenlace. Un terrible desenlace.
            La flojera de los párpados se esfumó al instante. Atrás quedaron dos pesadas telillas de carne cuando los ojos las enterraron. Las pupilas se contrajeron, quedando como meros puntitos abatidos por dos arandelas color miel. En la blancura que llenaba el resto del globo ocular aparecieron  finas venillas de color rojo. Se ramificaban como las líneas que rompen las palmas de una mano y, según quienes saben leerlas, dicen que representan la vida. La de Ana se vio truncada por un repentino ataque de lucidez, de esos donde el corazón, latiendo precipitadamente como una bomba de relojería, parece ser el encargado de dar la orden, y no el cerebro. Se incorporó sobresaltada. Apenas movió las piernas, lo que jamás consiguió nunca en sus frustrados intentos por hacer una abdominal como era debido. Copió el mismo movimiento que, trece años atrás, dio sin remedio cuando su marido la estaba apuñalando.
            —¡Iván! —Esta vez no lo gritó por miedo a perder la vida delante de su pequeño, sino por temor a que él la hubiera perdido—. ¡Iván! —repitió, volviendo a girar el cuello de un lado a otro, con los ojos sin mirar hacia ninguna parte. Era como si de pronto se hubiera quedado sin vista.
            —Ana, ¡tranquilízate! —gritó el doctor colocándole las manos en los antebrazos, pero ella se las apartó de una sonora palmada, como quien juega con otro en un calientamanos.
            —¡Mi hijo se ha matado! —Salió de entre las sábanas de un solo movimiento. La ropa cubrió al doctor, quien respiró hondo como si fuera a prepararse para que una pesada ola lo sepultara—. ¡Lo ha hecho! —Continuó gritando mientras se arrancaba la vía. El esparadrapo se había adherido a la muñeca igual que unos labios atrapados por los de la persona amada. Cuando se deja de besar, el goce de la pasión se esfuma como si jamás hubiera existido, como una parte de un sueño camuflado por otra de mayor intensidad; ese cosquilleo instantáneo que la invadió en décimas de segundo cuando tiraba, se cambió por dolor, y lo bueno desapareció de su memoria (como esos labios que dejan de besar). El canutillo de plástico salió disparado por la presión de la sangre, igual que un supositorio a la inversa, y la vena escupió un ligero chorro escarlata antes de que la joven saltara de la cama.
            El doctor peleaba por quitarse las sábanas de encima. Hasta liberarse, se sacudió de un lado a otro de la misma forma que quien intenta quitarse una camiseta demasiado ajustada. En el cuello siempre hace tope; la mandíbula parece ensancharse y las orejas se antojan como dos estorbos. La cabeza al completo es un estorbo, y por momentos, se desearía no tenerla.
            Ella no la tiene. ¡La ha perdido!, pensó llamándole loca. Cabía la posibilidad de que se creyera una falsa vidente, alguien con el don de predecir el futuro o percibir algo antes de que ocurriera. Según afirmaba su pareja, no habían tenido noticias de Iván desde el día anterior. Estaría empezando el servicio militar, y nada más. Pero… Si su hijo tuvo premoniciones toda su vida, ¿por qué ella no podía tenerlas?
            —¡Detente! —gritó el doctor, tirando la ropa al suelo con rabia. La paciente salió disparada hacia la puerta. Asió el pesado picaporte y tiró hacia ella. No obstante, cuando la madera se separó del marco, la mano del doctor la empujó para cerrarla.
            —¡Quite! —vociferó Ana, histérica—. ¡Tengo que irme! —Ambos forcejeaban.
            —¡No puedes ir a ninguna parte aún! —gritó el doctor. El forcejeo hacía que la puerta se abriera y cerrara—. ¡No tienes el alta!
Ni te lo pienso dar, se dijo. Vas a dormir en psiquiatría.
Al sentir el jaleo, una enfermera de estatura baja y con una montura dorada que encristalaba las perlas verdosas que tenía como ojos, acudió sin prisa pero sin pausa. Era muy conocida en el hospital precisamente por las gafas, ya que le daban un aire de maestra a la antigua usanza. Verla en la sala de reuniones era como revivir la niñez, colocarse todos rectos en los pupitres y no rechistar.
Ella sí rechistó: profirió un gruñido mientras le temblaba el pellejo abolsado que caía por su papada a modo de iguana.
—¡Qué ocurre, doctor! —Más bien salió como una pregunta alarmante y de tono elevado. Al terminarla, su palma izquierda golpeó la puerta. Sintió picor en ella por la brusquedad del golpe.
—Haloperidol (1). ¡Rápido!
La enfermera salió apresurada en busca del inyectable.
—¡Tiene que creerme! —gritó Ana—. ¡Sé que mi hijo se ha matado!
—¡Es solo tu miedo como madre! —aseguró el doctor—. ¡Es tu conciencia!
—¡Sé lo que estoy diciendo!
En uno de los forcejeos, el doctor vio que la enfermera ya estaba al otro lado de la puerta. Dejó que Ana la abriera y, audaz, le quitó a su compañera la jeringa de las manos. Con agilidad, y mientras la chica se preparaba para salir corriendo, le clavó la aguja en el hombro y empujó el émbolo con rapidez para inyectarle el relajante. Su histeria se fue reduciendo y sus quejidos salieron roncos y débiles, como la voz de un magnetófono que va perdiendo pilas. A los pocos instantes, un irremediable cansancio se apoderó de ella.
Las rodillas le pesaban una tonelada cada una, y se flexionaron por debilidad, perdiendo la estabilidad del cuerpo como si fuera un crucificado al que acaban de romper las rótulas para que todo el peso penda de los brazos y los pulmones no resistan el ahogo. El doctor la sujetó antes de que se desvaneciera.
—¿Qué le ocurre a esta chica? —preguntó la enfermera.
El doctor no quiso responder, ansiaba recibir ayuda cuanto antes para que se la llevaran. 
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1-Haloperidol: medicina antipsicótica.


    PRIMERA PARTE

     Mi hijo se ha matado

 «Muchas maravillas hay en el universo, pero la obra maestra de la creación, es el corazón materno».
Ernest Belsot. 

Capítulo 1: Paz


Por primera vez en dieciocho años, Iván sentía paz (demasiada paz). Era triste que tuviera que haber muerto para sentirse a gusto, respirar tranquilo y tener la sensación de ser el rey del mundo. Por una parte, es una pena que una persona tenga que renunciar a vivir para encontrar el equilibrio, que no le quede más remedio que decir: adiós, hasta siempre, mundo, para empezar a vivir de verdad; por la otra, una inmensa alegría. Cruzar las puertas del cielo era para él como volver a nacer, solo que sin una mente que lo hubiera torturado antes ni después. 
Tras pasarlas sin ser consciente de dónde se encontraba, comenzó a adentrarse por una pasarela esponjosa. Levitaba como urgido a un destino inconcluso, pero sin miedo, descartando la preocupación de que fuera a ocurrirle algo malo al llegar al final. Su mente al fin se había despejado, los recuerdos trágicos no le dolían porque ni siquiera tenía tiempo para centrarse en lo malo: estaba exento de dolor. Su cerebro parecía haberse aplanado de repente, como si lo hubieran estrujado y, vomitando todo el daño que contenía, ahora no fuera más que una herida sanada.
 —Es… ¡Es increíble! —gritó. Esbozó una amplia sonrisa; y lo mejor de todo es que no tuvo que forzarla, le salió del alma (y nunca mejor dicho).
Una fuerza invisible lo arrastraba hacia allí, con ternura y mostrándole afecto a la vez. Se sentía querido (dieciocho años después de burlas, insultos, palizas y desprecios, Iván se sentía querido). El camino se componía de nubes parecidas a pedazos de algodón. Antes solo lo había sentido cuando se daba golpecitos con él para curarse las heridas, ni siquiera el algodón de azúcar que tanto Grandullón como demás compañeros comían en los recreos. Sus padres los llevaban a la feria para que montaran en los coches de choque, el tren de la bruja o la noria. Iván solo había conocido los choques a la fuerza mientras lo empotraban contra las paredes o los postes de la portería, o cuando hacían de él un sándwich humano; no sabía de otras brujas que no fueran la de Blancanieves y aquella que le aterró tantos años: la malvada. Y, por supuesto, jamás había subido a la noria; sin embargo, ahora alcanzaba una altura mayor. Estaba por encima del mundo entero, y aunque el egoísmo jamás penetró en él, estar tan arriba le hacía más importante.
Las nubes le rodeaban. Era mágico para él sentirse rodeado sin terminar por el suelo o con el cuerpo dolorido. «Sentir el abrazo de un amigo». Lo quiso pero jamás lo sintió. Ahora sentía algo similar.
—¡Me abrazan! —gritó entusiasmado—. Y están suaves.
»¿Así se siente el abrazo de un amigo?
Rodeaban su cuerpo transparente con ademán cariñoso, le hacían cosquillas agradables y hasta le abrían paso como si se tratara de alguien a quien mostrar excesivo respeto.
—¿Por qué os apartáis? —Ello le confundía, sí, pero solo con verlas, sabía que no se alejaban porque fuera un bicho raro. No tenía nada que ver con lo que había sufrido en el colegio cada vez que lo abandonaban (nada que ver). Se retiraban para hacerle hueco, para que su camino estuviera libre de obstáculos por mucho que los deseara porque era agradable sentirlo. Iván no era ningún ídolo, ningún héroe, y no tenía mayor importancia que la que tenían las demás almas en el cielo. Simplemente era uno más.
Por fin era uno más, no uno menos.
—Me siento alegre —anunció, con la cabeza bien alta. Anteriormente su habitual postura era mantenerla gacha, sin decir cómo estaba, tan solo la tristeza se reflejaba por sí sola—. ¿Esto es ser feliz? ¿Se siente así la felicidad?
Llegó hasta un arco luminoso. Era, sin duda, el pase al nuevo mundo.
Lo observaba anonadado. La paz que llevaba sintiendo se intensificó, como si todos los litros de sangre que tuvo en el cuerpo mientras vivía se hubieran cambiado por esa luminosidad y fuera la sustancia que lo mantenía activo. Era capaz de apreciar en su interior la fuerza que transmitía ese hueco.
—Estoy en la gloria —insistió, como un niño entusiasmado con su nuevo juguete.

Cuando quiso darse cuenta, lo había traspasado.


Capítulo 2: Un Iván nuevo


Algo lo había arrastrado hasta allí; fue como si el claror que sobresalía por el hueco actuase a modo de imán. «VENTE CONMIGO», le dio a entender sin necesidad de palabras, y era la primera vez que veía cómo algo tiraba de su cuerpo sin intención de dañarlo. Se dejó. Respondió a esa fuerza con un gesto de: «Haz conmigo lo que quieras. Soy todo tuyo». Se había entregado porque, una vez más, no hallaba ningún tipo de peligro. Seguía feliz (era feliz).
            Traspasarlo fue para su cuerpo como despegar una deportiva después de haber pisado una parte pegajosa del suelo. Durante la infancia le había ocurrido muy a menudo por culpa de pisar antes de que su abuela protegiera el hule con papel de periódico. Iván lo pisaba y, tras ello, escuchaba un «friík”» que intentaba resistirse. Ahora lo había sentido en su contorno.
            Nada más cruzar, se miró las manos: tan trasparentes como la carcasa que envolvía los órganos del muñeco con que aprendió más sobre el cuerpo humano en su cursillo como técnico sanitario. Era un varón de juguete de unos 30cm, y el mismo que parecía estar forrado con un fino papel de liar cigarrillos. En verdad, la carcasa era dura y resistente, pero dejaba a la vista todo su interior. A Iván le encantaba mirar cómo se le transparentaban los pulmones, el corazón (al mismo que imaginaba en funcionamiento) y los intestinos. Sin darse cuenta, cada vez que lo miraba se estaba diciendo que no importaba ese plástico que los protegía, sino lo que este guardaba. Lo importante era el interior, y sin embargo, no tenía ni idea de ello.
            «En el corazón sales ganando, mi amor. Ahí sales ganando en tamaño».
            Fue lo que le dijo su madre, y llevaba razón. Iván tenía un corazón enorme. Daba igual el resto de su cuerpo, que fuera de chico a la mitad o con partes de chica. Tal vez las leyes del cuerpo humano dicen que el pecho de las mujeres tiene que desarrollarse, no el de los hombres. No obstante, por más anomalías que experimenten ambos sexos, corazón tienen que tener los dos para poder vivir. Se puede vivir sin senos; se puede seguir en la Tierra teniendo un pene de 3cm y te hagan sentir que eres la puta risión, pero nadie vive sin corazón.
            Iván poseyó el corazón más grande que jamás ha existido, y de esos que no dejan de latir nunca aunque certifiquen su muerte.
            A través de sus manos, su vista se deleitaba con la resplandeciente blancura de la habitación. No tenía cuatro paredes, sino neblina agradable; le era imposible apreciar su final, pero nada que ver con el infinito pasillo de «El piso de los gritos y la sangre». La parte esponjosa que le rodeaba era un lugar acto para pasar allí el resto de la eternidad.
            Soy como Casper, pensó al ver que era un fantasma. No tenía capacidad para pensar en otro tipo de espectro (allí no) por muy mucho que los últimos años de su vida los hubiera pasado viendo películas de terror. Ahora había llegado a un lugar nuevo, un lugar donde no existía más estancia que la agradable, y en donde los únicos fantasmas que lo habitaban, eran buenos.
            Sonreía al ver que sus dedos no eran lánguidos y alargados. Sus metacarpianos ya no tenían ningún tipo de deformidad. Antes, mirárselos (las muchas veces que él mismo se hacía un gesto obsceno con el dedo medio delante del espejo) era verlos con forma de cono, y acordarse automáticamente de las peonzas que jamás llegó a bailar nunca, aunque sus dedos fueran más delgados que el juguete. Había llevado el pico de una de ellas en la nariz desde los siete años a los dieciocho; pero no le dolía ahí, sino cada vez que se miró las manos. Ahora ya no tenía nada más ancho ni más delgado, era todo por igual.
            —No son deformes —se dijo, excitado—. ¡No son deformes!
            Mientras seguía contemplándolas, un fogonazo le sacó de su ensimismamiento. Pasó volando, como si la hoja de una espada acabara de asestarle un estoque con su reluciente filo. Se giró sobresaltado, y entonces toda la felicidad que lo había acompañado hasta ese instante se borró de inmediato. No tenía ningún cristal delante de él que le dijera que aquello se trataba de un espejo; sin embargo, enfrente de su atónita mirada se formó una silueta. Tras dar el respingo llevado por el susto, la imagen se movió tal y como se había movido él.
            Veía un cuerpo traslúcido, un contorno como dibujado a modo de boceto, apenas apreciable pero existente. Era como si un pintor hubiera repasado con carboncillo una parte de la nubosa habitación, pero sin apretar, tal vez con miedo hacia su creación, con ese mismo temor con que se miraba Iván al verse diferente, pero diferente en otro sentido. Ansiarlo, y al mismo tiempo temerlo, era lo que le hacía buscar el origen de su figura, quizá esperanzado de poder borrarlo con una goma (con su material de dibujo: su compañía durante tantos años) en caso de tampoco gustarse así y evitar que se rieran de él.
            Ahora no se estaba mirando a propósito para peinarse la raya a un lado con el fin de ocultar el bulto de su cabeza, ni tampoco tenía delante a su espectro futuro caracterizado por la belleza que jamás consiguió ver en sí mismo. Aquellas veces se vio guapo de chica porque le habían hecho odiarse, ser un monstruo físicamente.
«—Se mató para no verte, porque te odiaba. Vio que eras un monstruo.
—No. No lo soy. Soy como to…
—¡Estás mal hecho! Eres mitad niño mitad niña. ¡Tendrías que estar muerto tú, y no tu padre!».
Su cara de chico fue idéntica a la que vio en versión femenina, pero por más que hubiera asegurado en otro momento el calco exacto de dos gotas de agua, dos gotas gemelas, según Iván, él siempre fue inferior a la beldad  que compartía con su hermana. No, imposible ser guapo. ¿Con senos y su sexo estancado durante el tiempo de gestación? Para él, por supuesto que no…
Resulta increíble cómo la sociedad es capaz de destruir por completo el ánimo y tanto el interior como el exterior de una criatura. Los años que fue cumpliendo Iván no los celebraba con alegría, sino que más bien, fueron los aniversarios de su muerte.
Ahora ya estaba muerto como quería Grandullón. No tenía belleza; de hecho, no era nada, y sin embargo, había quedado impactado como si lo fuera todo. Era un fantasma, transparente como el muñeco anatómico. No se veía su interior porque no tenía. Todo lo que llenaba a ese contorno era la esponjosidad de la habitación.
—So… soy yo.
Claro que era él; era su alma, el interior que imaginó infinidad de veces, rajado de la misma forma que se rajó el espejo del armario de su madre con la premonición del atropello. Cada vez que sufría una burla, un desprecio o una paliza, le provocaba tanto dolor en el alma, que si lo que tenía delante en verdad era real, entonces todo lo vivido no había sido más que un cuento, quizá la imaginación de un escritor frustrado con deseos de hacerse un hueco en el mundo, sobre todo, en el mundo del amor y el cariño. Un: estoy aquí, no me ignores que también existo. Y quiéreme: quiéreme como quieres a los chicos de exterior perfecto tanto arriba como ABAJO. Pero no: pasado y presente habían sido y eran reales. Iván fue una persona defectuosa y lo que veía ahora era su alma.
Se miraba con atención, extrañado. Giró su cuerpo abstracto todo lo que le era permitido. Parecía una muchachita analizando con detalle el cómo le queda la ropa delante del espejo, el si está más o menos mona o si la falda nueva le hace demasiado culo. Era un nuevo Iván.
Haberse visto los dedos sin defectos le había alegrado, quizá restándolos importancia por ser aquello que no les importó demasiado a quienes toda su vida se creyeron perfectos e importantes. Un par de insultos por tener más grande los componentes del miembro equivocado. Unos cuantos: «E. T, teléfono, mi casa». Fin. Lo demasiado largo en Iván jamás llamó la atención a su alrededor, ellos eran de hacer crecer el problema que, por causas de la naturaleza, no creció nunca. Pero tenían que machacarlo. Para ellos, hacerlo era más importante que el comer para poder vivir.
Enmudeció. Quiso ser hombre desde bien niño, en la adolescencia llegó a sentirse chica (en parte, dada su ginecomastia y su cara bonita) y ahora no se sentía ni lo uno ni lo otro. Era algo con vida después de muerto, pero solo “algo”, eso era todo. ¿Dónde estaban sus senos? ¿Dónde estaba el micropene y los testículos infantiles? Habían desaparecido por arte de magia. Nada por aquí, nada por allá. ¡Sorpresa! Y en verdad nada por arriba y nada por abajo.
—No ten…go nada —pensó, incapaz de decirlo en voz alta. Estaba plano (genial. Dieciocho años después lo había conseguido) y asexuado.
«Jamás, jamás de los jamases, me harás daño; ni a mí ni a nadie. ¿Me has oído? Nunca en la vida. No eres malo, ni lo serás. Serás bueno siempre, cariño. Siempre».
En una de sus tantas pesadillas con la cabeza decapitada de su padre y la bruja malvada, Ana (su madre) le dijo que era como un ángel, porque estos son buenos y no le hacen daño a nadie. Años después, una vez más en clase de anatomía, la profesora comentó algo referido a la sexualidad:
«Ahora veremos la diferencia entre el cuerpo masculino y el femenino. Porque aunque parezca igual, no es lo mismo atender a un hombre que  una mujer dependiendo de lo que le ocurra, como podéis imaginar. Atenderéis a personas, no a ángeles sin sexo”.
Iván, ese día, uniendo lo que le dijo su madre con lo que acababa de escuchar en boca de la profesora, volvió a hacerse un lío sobre lo que era, porque si se trataba de un ángel, con lo que había comentado la profe no podía ser una persona. El «¿qué soy?», siguió en su mente mucho más tiempo, sobre todo al escuchar la diferencia entre el cuerpo masculino y el femenino.
Quiso tocarse lo que una vez fueron sus odiadas partes, pero no pudo, pues lo que tenía por manos atravesaron la zona de un solo movimiento, igual que si la hubiera pasado por una nube de humo. Dentro de sí mismo movió la mano como si estuviera removiendo las bolas de un sorteo, y allí no estaba ni su pequeña cosita ni las dos bolitas con defecto de fábrica, marginadas del bombo al no estar rodeadas por el premio gordo… Reaccionando por instinto, toqueteándose con rapidez, como si él mismo se estuviera cacheando, llevó las manos al pecho. Siempre que lo había hecho para tomarse las pulsaciones de su acelerado corazón, el seno izquierdo le estorbaba. A veces se lo bordeaba y tocaba suavemente con las yemas, y otras lo estrujaba con rabia. Ahora no podía hacer ninguna de las dos cosas, ni tampoco mirarse las pulsaciones porque lo más grande de su cuerpo en cuanto a valor se refería, tampoco estaba allí.
—Dios mío —exclamó, aterrorizado por vez primera desde que llegó al cielo—, ¡¿en qué me he convertido?!
No solo no tenía sexo ni senos —aunque era lo que más le preocupaba—, sino que tampoco contaba con ojos, nariz ni boca. Todo su rostro era un borrón difuminado, y al darse cuenta, su ser se encogió para volver a sentirse inferior al mundo, tanto al de los vivos como al de los muertos.
—¡No tengo ojos pero lo veo todo! —gritó a la vez que se masajeaba la cara—. Tampoco nariz, pero no me falta el aire… ¡Carezco de boca pero puedo hablar y gritar! ¡¿QUÉ ES ESTO?! ¡¡¿DÓNDE ESTÁ MI CUERPO?! —Quería moverse con rapidez a un lado y a otro llevado por el nerviosismo, pero no lo conseguía. Luchaba contra la fuerza de la gravedad—. Mi cuerpo es ridículo y tiene que estar «Él fue quien se encargó de hacerle saber a todo el mundo que tu cuerpo es ridículo, que tienes tetas siendo un chico y un cacho de piel fofa entre las piernas». —Volvió a observarse. No había nada de lo que tanto le habían hecho creer—. Qué soy… —comentó, sin fuerzas—. Si no soy ridículo, ¡¡QUÉ SOY!! «Un fracasado. Un fracaso de no hombre, un fracaso de cuerpo y un fracaso de hijo». Por eso me maté —recordó—. Estoy aquí por ser diferente, pero… —Volvió a cachearse—. Me maté porque no soy un hombre como los de…
Escuchó un sonido plomizo en mitad de la beligerante lucha que mantenía por hacerse ver la realidad, una especie de portazo. Su primer pensamiento fue creer que todo volvía a ser difícil y aterrador, que no era más que un pájaro atrapado en una jaula. Tal vez reviviría el que lo encerraran dentro de un armario en clase de religión.
«—¡ABRID, ABRIDME LA PUERTAAAA!
—¡Te quedarás ahí para siempre, meón!
—¡¡QUIERO SALIR, QUIERO SALIR!!», recordó mientras un severo escalofrío hacía acto de presencia. Había olvidado lo que era convivir con el miedo, la angustia y esa gélida sensación que aflora por la espalda hasta erizar los pelillos de la nuca mientras el cuerpo tirita. No tenía vello, pero sí miedo. Antes quiso moverse rápido y su abstracta composición retardó la velocidad; ahora quería girarse con lentitud y, sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Con tan solo media vuelta vio lo que había causado el golpe.
—¿Y esto?


 Capítulo 3: El guardián de almas

1

A pesar de no poseer pulmones que controlaran su respiración, Iván tuvo la sensación de respirar aliviado. Su alma regresó a la comodidad tras ver que aquello tan sonoro y estremecedor no era más que un libro: grande y pesado, pero solo un libro. Desde lejos, y al haber quedado abierto al caer, esa especie de «M» aplanada le hacía parecer las alas de una gaviota descansando entre la esponjosidad del cielo. Era como si se mantuviera a la espera para echar a volar de un momento a otro. Tenía los bordes dorados, del mismo color con que Iván, en sus mayores momentos de soledad durante la infancia, había dibujado cofres que guardaban un importante tesoro. Dentro de uno de ellos, cuando tenía tan solo seis años, dibujó a su madre y a sus abuelos «Aquí la bruja malvada no os encontrará nunca», pensó en su día. Los dibujó abrazados, con miedo, igual que cuando se abrazaba a su madre porque sonaba el teléfono verde. Los coloreó con lápices de madera; sin embargo, para las cabezas utilizó rotuladores. No tenía ni idea, pero se dijo que, al usar algo más fuerte y grueso, las estaba protegiendo, y nunca, jamás, las vería separadas del cuerpo. «La bruja no os las quitará». En el interior de otro dibujó un balón de reglamento, y en otro, muchos niños y niñas. Lo llenó de amigos, con color diferente de piel, rellenos y flacos. En el último cofre dibujó unos labios, casi idénticos a los de su madre, pero imaginándolos como los de una chica. Su abuela le había dicho que los hombres, cuando crecen, se casan con una mujer, los besan y tienen hijos. Fue la misma mentira que cuando le aseguró que el pene sirve para hacer pis. Olvidó decirle que, ni el sexo masculino sirve solo para orinar, ni que los hombres solo se casan con mujeres en la edad adulta. Para gustos los colores, y al igual que él elegía el dorado para dibujar cofres, en ese instante, mientras lo hacía, en otros lugares de cualquier parte del planeta, niños y adolescentes guardaban sus deseos en otros cofres, tal vez mentales por miedo a lo que dijera el mundo al desear besarse y casarse con alguien de su mismo sexo, y a los que después, en sus colegios e institutos, hacían la vida imposible por, según la sociedad, ser diferentes.
            Ni Iván ni ellos seguramente pudieron abrir los cofres y disfrutar del deseo (desde luego, él no). Sus dibujos fueron destrozados por un hombre de verdad llamado Grandullón, quien ya desde niño jugaba a los deportes de hombres, tenía los genitales del tamaño indicado y una boca como el vagón del metro, donde podía leerse «machista bocazas». Pero desde pequeño todo le fue bien, y a Iván no.
            Vio el libro abierto y recordó los deseos que guardó en los cofres. —Desde su llegada al cielo pasó de no recordar nada a hacerlo con momentos que creía olvidados. Con cuatro años fue capaz de recordar su nacimiento, y sin embargo, más adelante olvidó todo lo que había deseado. Fue como lo que puede ocurrirle a una chica enamorada: recuerda todas las conversaciones que tiene con su amor platónico, pero a veces, es incapaz de acordarse de lo que ha comido el día anterior. El proteger a su madre y sus abuelos se esfumó con el paso de los años. La bruja malvada dejó de ser tan peligrosa para ponerse él como mayor criminal de la historia. El temor y las visiones le habían hecho creer que era un auténtico asesino, y que ese espectro encapuchado poco tenía que ver con haber decapitado a su padre… Querer un balón de verdad pasó a la historia por estar más pendiente de que su micropene diera el estirón sin que se lo retorcieran, y el tener amigos le quedó bastante claro —y demasiado pronto— que era imposible. «Es que sé que se van a reír de mí, mamá. Vaya donde vaya, me pasará, y ya no lo puedo soportar más». Lo dijo con casi dieciocho años, pero lo sabía desde los seis, desde el primer aviso de su enuresis (2) sobre los coches teledirigidos. Ahí lo bautizaron de por vida.
            Se dirigió hacia el libro, optimista. El haber recordado lo de los cofres le dejaba la esperanza de, tal vez, encontrar allí sus anteriores deseos. Poco o nada importaban ya porque estaba muerto, y eso —a pesar de que en el cielo se sintiera más vivo que nunca— relega cualquier tipo de ilusión en vida.
            No solo relucía el borde de la tapa: dura, como un ejemplar escrito por un autor consagrado y, de cuyo alto precio, en un escritorcillo como Iván es difícil de oler, por más que escriba. Las memorias de un fracasado no le interesan a nadie, quizá por ello, medio manuscrito terminó en una de las papeleras del cuartel. También relucían sus páginas, y ello, le hizo por momentos volver a ansiar ser escritor, como en los viejos tiempos. —A los doce años, mientras cogía fuerzas para regresar al colegio después de que Grandullón le hubiera deseado un nuevo abuso sexual, escribió su primer manuscrito: «El libro que enseñaré a mi hijo». Había deseado tener uno desde temprana edad, antes de que ese globo de agua estampado en la cabeza le robara la ilusión, antes de que los «pichapequeña» y «jamás podrás estar con una chica» le calaran tan hondo que no hubiera vuelta atrás, y antes de que Grandullón le dijera que con un pene tan pequeño jamás podría tener un hijo porque el bebé saldría mal. «¡Con una picha tan pequeña no podrás tener hijos, rabocorto. ¡El niño saldría tan defectuoso como tú!».  De pequeño los insultos le dolían, pero siempre había un pequeño foco  —aunque tenue— al final del túnel. Era una especie de saber pero no querer creer, de tal vez sí lo consiga, de que tener menos que los demás no es no poder… Atender a niños con un pene tres veces mayor al suyo y no dejar de ver a parejas por la calle besándose y abrazándose con su misma edad, pero unidos mientras él no dejaba de estar solo, le avisó de ese «pum» que terminó con su vida un año después—. Recordó su borrador, guardado en un cajón del escritorio junto a «El día a día de una vida». Dos historias que para él lo eran todo, pero que para el mundo, jamás valdrían nada.
            RANKING DE NOVELAS SIN VER LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL (ni ninguna luz):
1-«El libro que enseñaré a mi hijo», escrito por un descendiente del espíritu Santo, porque meterla, no la metió en su vida. Demasiado arroz en el mundo para tan poca polla... Narra la historia de un padre protector, un ser frustrado y con el único fin de dar a su hijo todo lo que él no tuvo, cuidarlo y amarlo sin que nadie lo toque.
            2-«El día a día de una vida», de la pluma del mismo autor que quería hacer hijos antes de practicarlos. Cuenta la vida de un muchacho ridiculizado desde que pisó un aula por vez primera (desde los cuatro a los diez años).
            3-«El diario de un fracasado», del sudor y la sangre de Iván, autor de las descansadas novelas anteriores, cuyo cajón donde reposan, les da un comentario de una estrella: Están llenas de polvo, por si te quieres estrenar.
            —Me acompañaron mientras las escribía, y nunca me devolvieron los insultos —se dijo.
            De todas ellas, la más extensa, y donde más contaba su vida, era sin duda «El diario de un fracasado».
            ¿Qué harán con ella?, pensó mientras las páginas del libro gigante subían y bajaban como la luz de una fotocopiadora.  ¿Le prestarán atención? ¿La leerán? ¿Llegará a alguna parte? 
         —Todo a su debido tiempo —escuchó a su espalda.
            Se giró todo lo rápido que pudo, a la velocidad que le permitió el haber pasado a ser de una nueva composición, más ligera a la vista que un cuerpo humano, pero más pesada. Igual de engañosa que las apariencias.
            Observó a un ser vestido de oscuro pero protegido por una especie de cúpula luminosa. En las películas, había visto a Dios representado con blancura, con ese toque inmaculado, igual que el manto de la Virgen. No podía ser él; sin embargo, verlo tan ennegrecido, como la penumbra que rodeaba al dormitorio donde habían nacido sus mayores temores, le recordó a…
            —Dime que no eres tú —suplicó, ya sin poder tragar saliva como hizo en tantas ocasiones cuando estuvo vivo.  —Solo podía tratarse de alguien, y si así era, significaba que las pesadillas no habían acabado, y que todo  era una gran mentira—. Dime que no eres la bruja malvada.
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  2-Enuresis: Micción involuntaria

2

           
¿Qué sucedía?
            Iván creía que ese capítulo estaba muerto y enterrado, pero no (no aún); el único muerto, y a la espera de un entierro —a ser posible decente— era él. Había pasado dieciocho años temiendo a un ser enlutado, a un espectro que emergía entre las tinieblas de su subconsciente pero reverberando en la consciencia. La bruja malvada afloraba siempre para convertir su espacio de paz en guerra, sus sueños en pesadillas y su vida en caos. No obstante, antes de quitarse la vida, descubrió que no era más que su propio miedo: el miedo a verse guapo, atractivo, la combinación del androginismo al que no fue capaz de sacar partido. Eran su hermana —anteriormente un mero bulto que latía— y él: un único cuerpo fusionado, como el amor verdadero de una pareja en donde no existe ninguno, sino los dos una vez que uno de ellos entra y el otro lo recibe, dando origen a eso que llaman “hacer el amor”. En ese instante nada los separa: los genitales se juntan, las lenguas se entrelazan, las respiraciones funcionan al compás… ¿De quién es cada cuerpo si ninguno siente por sí mismo, sino por lo que le están haciendo sentir? Iván no sabía si era chico o chica porque sentía tanto como padecía. Separarlo de su parte femenina hubiera sido como despegar a dos siameses unidos por la cabeza. O los dos o ninguno.
            Sin ti no puedo vivir, suelen decirse los enamorados. Iván amaba a su hermana, en otro amor diferente al romántico, ese con que se ama a lo que se ha creado contigo dentro del vientre materno, y al no tenerla, cumplió su promesa: morir. Él mismo creyó haberla matado, solo que lo había olvidado, y ahora, teniendo delante una vez más a lo que creía ser su espíritu, lo recordó y regresó su miedo.
            —No puedes ser tú… —dijo con sensación de que su traslúcido cuerpo ardía—. ¡La bruja malvado no existe! —gritó—. ¡Solo era yo! ¡Mi parte oscura!
               —No temas— le dijo el ser de negro, quien se acercaba caminando como una persona de carne y hueso —. No nos une ningún parentesco, pero sí tengo mucho que ver contigo. —Se detuvo frente al espíritu de Iván; este último, al verlo, sintió que donde debería tener los ojos que, aun inexistentes veían (fuera como fuese), le nacía una severa tirantez, como  si lo que toda la vida fueron párpados ahora se levantaran impresionados. Le entró terror porque el recién llegado era muy parecido a él físicamente. Lo veía y se le representaban los peores momentos frente al espejo, el cómo latía el bulto de su cabeza y la carencia de rostro, cosa que ahora comprendía.
            Cuando me veía sin cara no solo me estaba negando mi parte femenina, sino que me anteponía a mi muerte. Ahora soy tal y como me vi allí.
            Y así era. Iván se había convertido en lo que vio en el espejo del baño del colegio por primera vez. Pero ahora tenía la compañía de un espíritu que parecía humano y, que además, afirmaba tener mucho que ver con él.
            —¿Quién eres? —El «¿quién soy?» había pasado a la historia. La pregunta que machacó su cabeza durante tantos años,  tan afanado en descubrir la verdad como confundido al mismo tiempo, pasó a un segundo plano. Se esfumó como el martirizante pensamiento de una persona obsesiva tras encontrar algo nuevo a lo que tener en cuenta.
            El que parecía humano suspiró, bordeó a Iván y siguió hacia adelante.
            —Soy lo mismo que tú —respondió dirigiéndose hacia el libro gigante; una vez frente a él, observó la página donde decía «El diario de un fracasado», y acto seguido, se dio la vuelta con soltura, como con intención de rotar sobre sí mismo, igual que si lo hiciera un bailarín profesional. Su pie izquierdo —oculto por la nebulosa que envolvía a ambos—, giró 90º para quedarse mirando a Iván—: exactamente lo mismo. — Esbozó media sonrisa. Su rostro tenía un tono blanquecino, como una hoja de papel impresa en un libro recién salido del horno; los labios igual de rosáceos que los de Iván en vida, con el superior algo más pronunciado. Ambos brillaban tanto que parecían rociados en vaselina o cacao; una fina raya en cada párpado realzaba la hermosura de sus ojos castaños y semicerrados. Su larga y fina melena cubría los bordes de un rostro redondeado. Iván seguía viéndose en esa figura. Acababa de comprobar que, quien le hablaba, tenía los mismos rasgos andróginos que tuvo él; y lo que tanto le aterró reconocer, al recién llegado parecía no importarle en absoluto, por el contrario, lo resaltaba más con el toque de maquillaje—. ¿Sorprendido? —le interrumpió. Se cruzó de brazos, manteniéndose a la espera de hallar una respuesta, pero Iván enmudeció—. Soy un chico. —Hay palabras que, al igual que hechos, quedan grabadas a fuego. Esta última, aun en muerte, seguía pululando por las entrañas de Iván. Se pasó toda la vida repitiendo lo último que acababa de escuchar; tal vez para creérselo, o quizá porque era lo que le decían en su familia cuando le escuchaban decir que se sentía triste por no ser un niño como los demás. Pero la parte negativa siempre gana, y en su caso, fue así. Si había perdido el habla solo con verlo, el escuchar «soy un chico» prolongó su carencia de voz—. Las chicas no son las únicas que se pintan los ojos, y eso lo sabes bien, ya que aunque haya sido a través de una imagen o por televisión, no soy el primer hombre al que ves con los ojos pintados.
»Las mujeres visten con pantalones, y eso no las hace varoniles. Son femeninas igual. —Iván escuchaba. No podía hacer mucho más—. No hay una regla que exija lo que se debe o no vestir. ¿Tú la conoces? —Seguía mudo—. Las chicas pueden llevar el cabello largo o corto —se dirigió hacia él de nuevo. Llevaba los brazos cruzados y la cabeza gacha, como si contase sus propios pasos—, pantalón o falda, pendientes, maquillaje... Los chicos también. Hay hombres muy hombres con aros en las orejas, con la cara embadurnada, con los ojos pintados... No son mujeres. —Se detuvo en seco para mirarlo con fijeza—. Tú llevabas el cabello largo, pero eras un chico. —Era lo único que le faltaba escuchar, y lo que jamás hubiera imaginado, ni siquiera en sueños. 
¡¿Cómo que era un chico?!, pensó sintiendo el insistente órgano vital golpeando su pecho abstracto. ¡¡Me dijeron que no!!
—Me da igual lo que te dijeron o hicieron creer.
—¿Eh? —La nube de la que se componía el nuevo Iván levantó la cabeza, exhausto, como si su intención fuera la de erguirse al haberse sorprendido.
—Sí, puedo leerte la mente —afirmó el siniestro hombre—. Yo puedo hacerlo todo.
 »Lo fuiste. Te llamaste Iván, no Ivana. Te pusieron nombre de varón porque así lo eras. —Emprendió el paso alrededor de él, lento y marcado—. Puede que esto que voy a decirte a continuación te sorprenda demasiado, e incluso te cueste creer —continuó, sin detenerse ni descruzar los brazos—, pero no solo fuiste un chico —Se detuvo para mirarlo con fijeza. Sus ojos: pupilas, iris y hasta la esclerótica, eran lo más lleno de vida con lo que contaba su cuerpo en esos instantes. Anteriormente, cuando Iván lo había mirado nada más llegar, no eran otra cosa que unos ojos bonitos, con los párpados más llamativos que había visto nunca gracias a la raya decorativa; ahora, esas persianas de carne parecían haberse extinguido para dejar al aire libre dos preciosos órganos de visión. Titilaban de la misma forma que la llama de dos cirios expuestos a un leve soplido ambiental, y mostraban hasta realismo de lo mencionado, ya que la blancura de todo el globo, lleno de lágrimas en ambos al no dejar de brillar, representaba la base húmeda de una vela, los iris el fuego y las pupilas la corta esfera de luminosidad a la que da origen el fulgor—, sino que también fuiste un hombre. —Si a los suicidas les dejaran repetir la experiencia, Iván hubiera firmado por volver a vivirlo. La expresión «que me trague la tierra» no le servía porque su destino no era otro que dar de comer a los gusanos que la habitaban. «Polvo eres y en polvo te convertirás». Había llegado al cielo hecho polvo, y esos seres viscosos lo reducirían a tal. Por ello, aun imaginándolos abriéndose paso entre su carne rechazada (te escupo yo más de lo que te escupieron en vida, miserable pensamientos de un fracasado), agujereándolo como si fueran el retorcido hierro de un sacacorchos penetrando en una botella de vino malo —el gran reserva es privilegio de los tíos buenos gracias a sus taninos: tanino-taníno (versión estriptis) y disfrutando de lo que para él solo habían sido vómitos y desesperación por tanto odio hacia sí mismo, lo recién escuchado era motivo suficiente para revivir la mayor atrocidad que había soportado y resultar indolora. Decirle que fue un hombre era igual que el error de quien asesina a su pareja pensando que le ha sido infiel, y cuando está muerta, se da cuenta de que solo le faltaba rezar para terminar de ser una bendita. Esa misma cara de incomprensión, de terror inquieto revolviendo todo el cuerpo mientras las entrañas se fuerzan en vomitar, se le quedó a Iván a pesar de no poseer un rostro donde reflejarlo. No tenía cuerpo físico, pero sí lo sentía todo; era como si el ojo humano necesitara una especie de gafa 3D para captar lo que esconden los habitantes del firmamento, y en este caso, Iván fuera la parte invisible aún por descifrar. El ser misterioso sí veía a través de él.
El interior de su cabeza giraba como un anillo de hula hoop, igual que si el cerebro que, a priori ya no tenía (pero conservando una mente tan avispada como traicionera para según qué momentos), se moviera de la misma forma que una moneda tembleteando antes de quedar plana. Eso mismo ocurría cuando su abuelo golpeaba la mesa del cuarto de estar  y el cenicero viraba hasta regresar a su posición. Su abuelo, ¿cómo no recordarlo? Tanto a él como a sus: «¡Solo intento que sea un hombre! /Míralos: ¡felices de la vida! Chicos con chicos, jugando al fútbol como hombres. Ahora mira a tu nieto: él solo, en casa, frente a un papel, sin amigos… No le ajuntan porque saben que es un meón, un niño de teta y sin cojones para remediarlo/ Tu madre trabaja para que tú comas, crezcas y te hagas un hombre de provecho, no que juegues con esa mariconada de marcianitos… Cuando trabajes, si quieres, te la pagas tú/ Muy hombre no es, desde luego¡¡No lo es, hostias!! ¡No es un insulto, es la realidad!
Iván lo recordaba, en tensión, compaginando también el recuerdo con que reaccionaba su cuerpo cada vez que escuchaba algo así. La rabia siempre se lo había comido, hasta el punto de hacer que se quitara la vida. Cada vez que lo revivía, sus venas engrosaban, y por ellas, como lava candente y espesa, la sangre recorría su interior a modo de coches de Scalextric urgidos a completar el circuito, y cada vez más rápido. Ahora lo sentía de igual forma, sin ese rojo alarmante circulando pero sí con la sensación de seguir teniéndolo; eso y el corazón, latente como latía el bulto al que terminó llamando hermana.
—Él también te dijo que lo eras, Iván —le recordó el sabio de apariencia humana.
—¿Eh? —Parecía haberlo olvidado. Era como si su cabeza solo tuviera espacio para almacenar lo malo. Una especie de papelera de reciclaje dolorosa sin cabida para lo hermoso, lo alegre y lo necesario.
—Recuérdalo. Sé que lo tienes porque lo has escuchado, y también porque lo recordaste para escribir tus memorias, solo que ahora no te has quedado más que con el dolor y las desgracias. —Iván se esforzaba por recuperarlo—. Estás aturdido, pero lo tienes.
»En el hospital: tú en la cama, y tu abuelo llorando por primera y última vez en tu presencia. Esto te ayudará a encontrarlo antes.
La bombilla que se enciende en el cerebro después de un chispazo insonoro, pero que se abre paso como si dos dedos chascaran dentro de la frente, irguió a Iván parcialmente para, acto seguido, sumergirlo dentro de sus recuerdos.
«Me he empeñado en machacarte para que fueras un hombre, y creo que lo llevas siendo desde que naciste».
—Me lo dijo —comentó con un tenue hilillo de voz, casi teniendo que forzar el aliento para hablar—. Mi abuelo me lo dijo.
—Así es. Y no solo él, también Mariano. Antes de matarte te lo repetiste.
«Los hombres no lloran».
Iván también lo recordó.
—En tu persona, lo bueno siempre le pudo a lo malo; sin embargo, a la hora de sufrir, lo malo le ganó a lo bueno —empezó a decirle—. Te has llevado disgustos, palos verbales que, con un poco más de fuerza y amor por ti mismo, habrías evitado.
»Lo tenías ahí. —El de apariencia humana le miró, lamentándose de que Iván no lo hubiera visto antes—. Tuviste grandes momentos de recuperación, de avance… Pero como te he dicho, lo malo, cuando de sufrimiento se refería, siempre le pudo a lo bueno. Con tan solo una palabra, simplemente una, te hundías en un pozo sin fondo, y no había nada que te sacara a la superficie. Grandullón te devolvió a casa después de meses de lucha. En la mili te ha ocurrido lo mismo. —Iván lo meditó. Ese hombre, o lo que fuera, decía la verdad—. Entraste en el cuartel recordando lo que te dijo Mariano. De nuevo volvías a creer en ti, y a sentirte —aunque solo en parte— el hombre que siempre fuiste pero los comentarios negativos y las burlas no te dejaron ver. En cuanto lo pisaste y tus compañeros abrieron la boca, otra vez se acabó. Ya dio igual lo que te dijera tu abuelo, tu psiquiatra o Mariano. La maldad duele, y a pesar de que no querías escucharla porque te destrozaba, al mismo tiempo era a la que mayor atención prestabas. Si intentas recordar lo malo, te aseguro que no tardarás tanto en regresarlo a tu mente. Lo bueno de tu abuelo sí, pero esto aparecerá en décimas de segundo.
Iván lo hizo.
«Un hombre se mide por el tamaño de su hombría, y tú no tienes, y has fallado a tu padre / Vas a empezar a comportarte como un hombre, y es necesario que sepas nadar/
Llorica. Así nunca serás un hombre/ TÚ ESTÁS MAL HECHO Y NO SIRVES PARA NADA, Y ÉL ERA UN HOMBRE CON LOS COJONES QUE A TI TE FALTAN!! Recuérdalo con todas las letras: A-N-S-E-L-M-O; ese se encargó de rematarte para siempre, de desvirgar la parte que no se le debe tocar a un hombre hetero nunca en la vida. Pero claro, ¿qué tienes tú de hombre, eh? Él tenía una polla en condiciones, una polla de hombre con la que te reventó entero… ¡La tuya no haría ni cosquillas, desgraciado! ¡No eres hombre! ¡No tienes polla!/ Tu abuelo tenía razón: no tienes cojones, ni naturales ni simbólicos. Y los hombres los tienen. ¡Y bien gordos!/ Eres un fracasado. Un fracaso de no hombre, un fracaso de cuerpo y un fracaso de hijo».
            —¿Te das cuenta? —El espíritu de Iván asintió. Al igual que podía sentir aunque no se viera, también podía llorar. Un ligero cosquilleó encorchó la parte donde debería estar su mejilla. Era una lágrima lenta recorriendo un cuerpo esponjoso, como una mariquita provocando cosquillas mientras avanza por un dedo—. Te han equivocado durante dieciocho años. —Le dio la espalda—. No importa los senos que tuviste, sino tu sexo. ¿Pequeño? —Se giró de nuevo para mirarlo—. Sí, ¿y? Lo único importante es tenerlo. —Iván se miró. Sus ojos invisibles captaron un redondeado bajo vientre, transparente y con partículas en movimiento. La sensación que le provocaba era la misma que había experimentado en el vello de los brazos cuando se acercaba al televisor encendido del salón—. Ya no puedes mirarte porque no tienes cuerpo, pero fuiste un hombre, Iván. Te lo aseguro.
            »Los hay con senos porque son obesos y tienen grasa, y todos ellos tienen pene —más grande o más pequeño—, porque son chicos, no hombres. El hombre no es aquel que tiene un pene de quince o más centímetros, como tú creíste y sigues creyendo, sino quien se comporta, es bueno y trata bien a las personas.
            —Eso no es lo que…
            —Sí, sí, sí… —le interrumpió—. Para ti un hombre es lo que hay de cintura para abajo, y lleno de valentía. Para ti un hombre es aquel que, en vez de intentar solucionar un problema con palabras, agrede a otro demostrando ser el más duro del universo, incluso envalentonarse más si está al lado de una mujer. Que una persona dé una paliza a otra no es un comportamiento de hombres, sino de bestias. Hay mujeres que no entienden esto y se sienten atraídas por ese “tipo duro”, sí, en esa parte tienes razón.
            —¿Ves?
            —Pero no estamos aquí para hablar de ellas, sino de ti —le volvió a interrumpir—. Para ti, Grandullón era un hombre, tu padre también, y tus compañeros del servicio militar, ¿verdad?
            —Sss…í
            —No lo era ninguno —respondió mientras Iván terminaba de pronunciar la última letra—. Tú fuiste el hombre.
            —¡Pero no puede ser! —protestó el aludido—. ¡¿Cómo iba a serlo con ese cuerpo que tuve?! —gritó más—. ¡¡ME LO DEJARON CLARO!! ¡¡ME LO REPITIERON TODA MI VIDA!!
            —Desengáñate —insistió—. Por tu cuerpo circularon las hormonas y los cromosomas de tu hermana, y sacaste esos senos y parte de sus rasgos afeminados, de acuerdo, no te lo voy a discutir, y es tan real como la vida misma. Pero tuviste pene, no vagina. Reitero: fuiste un chico. Fin de la historia.
            —¡UN CHICO CON TETAS NO ES UN CHICO! —volvió a gritar Iván. Sentía una aguda presión en el pecho. Había llegado al cielo con todos los síntomas de un ser humano. Eso no iba a cambiar.
            —¿Una chica sin nada de senos es un chico? —La pregunta lo dejó meditabundo, como si en verdad tuviera mandíbula y esta se cerrara por no saber qué decir, miedosa, igual que un animal indefenso escondiéndose de lo que teme—. No lo es. Todo el mundo ve que es una chica. No tiene el pecho desarrollado, pero es tan mujer o más que cualquiera de las que lo tiene más grande.
            »¿Por qué no ibas a ser tú un chico, solo por un fallo genético?
            —¡ME DIJERON QUE ERA UNA NIÑA! —gritó una vez más.
            —Tus compañeros. Tu madre te dijo que eras un niño, pero insisto en que solo hiciste y haces caso a lo que tú quieres.
            —No fueron solo mis compañeros, también me lo dijeron los…
            —Tu abuela también te dijo que eras un niño. —Volvió a dejar a Iván con la palabra en la boca.
            —¡Pero porque ellas dos era mi fami…!
            —Tu padre era de tu familia, y no te dijo nada bueno. —De nuevo esa mandíbula inexistente pareció ir cerrándose con lentitud, y mientras Iván sentía un dolor en el pecho mucho más agudo que el anterior. Lo que acababa de escuchar le había calado bien hondo—. Ese sí era un hombre, ¿verdad? —Seguía mudo—. Quien agrede a su mujer lo es. Según tú, sí, porque tiene fuerza, valor y poder. Eso es un hombre con cojones… ¡Es absurdo! —gritó el sabio—. ¡¿Es que nunca en tu vida has escuchado a alguien decirle a una mujer que qué cojones tiene?! —Iván no hablaba, no era capaz—. ¡¡Di!!
            —Ss…
            —¡¿Y tienen testículos?! ¡¡No los tienen!! ¡Los cojones no son los testículos, solo una forma de hablar! —insistió, enrabietado—. ¿Quieres saber lo que es tener cojones, eh? —Iván agachó la cabeza—. Tener cojones es quedarse viuda a los veintidós años y sacar adelante a un hijo; tener cojones es tumbarse todos los días en una camilla mientras ves cómo te meten líquido por las venas para acabar con eso que te está matando, luchar y no rendirse nunca para seguir viviendo; tener cojones es faltarte la vista, los brazos, las piernas y mirarse al espejo, sonreírle y decir: «soy el más valioso del mundo…». ¡¡Eso es tener cojones, y no un par de pelotas gordas y prietas en la bragueta!! —Iván mantenía la cabeza gacha. Quien le hablaba intentó controlar su jadeante respiración—. Eso es —continuó, algo más calmado—, ni más ni menos.
»Mírame —le exigió—. ¡Levanta la cabeza y mírame! ¡Deja de agacharla y avergonzarte de todo! —Iván lo hizo—. ¿No soy un hombre? —Tras la pregunta, el espíritu de Iván volvió a enmudecer. Le había pillado por sorpresa—. Dime: ¿me ves como una mujer? —Le miró los ojos, preciosos pero fruto de una belleza artificial. Esa raya negra era de chicas, según Iván; le miró el cabello, tan largo como lo había llevado él, y también era algo que le habían juzgado en su momento. «Llevas el cabello como las niñas». Y le miró el pantalón, donde no tenía nada que ver con el socorrista, el compañero de Anselmo o cualquiera de esos atletas que corrían en mallas—. ¿Las mujeres tienen vello en el pecho? —Iván, tardando en reaccionar, negó—. ¿Tienen nuez? —Volvió a negar—. Yo tengo nuez, y tengo vello en el pecho; llevo la raya pintada en el ojo porque me apetece, y porque así todavía me veo mucho más guapo de lo que ya me veo en realidad. No importa si los demás me ven feo o no, me veo guapo yo, y punto. Llevo el cabello largo porque me place, y no, tampoco se me nota ese “bultazo” que tanto te ha quitado el sueño. Aun así, soy un chico y un hombre.
            »Y ahora, acompáñame. Voy a enseñarte cuerpos bonitos, y después te enseñaré a hombres.
            —¿Eh?



Capítulo 4: Ficha de almas masculinas

1

            —Me llamo Santiago Bernal, y soy el guardián de las almas —comentó el ser de negro mientras se dirigía al libro gigante.
            —Santiago Bernal —repitió Iván. El aludido le miró ceñudo, haciendo memoria. Bien era sabido que le costaba recordar lo bueno o lo que no tenía que ver con lo malo. Santiago pasó una de las gigantescas páginas del libro—. ¿Dónde he escuchado ese nombre antes?
            —Lo habrás leído; no creo que lo hayas escuchado.
            Iván profundizó en sus recuerdos.
            «Una noche, delante de una hoja de papel con tres renglones escritos, no sabía si soñaba o era consciente de lo que vivía. La puerta de entrada sonó con dos leves y pausados golpeteos y me levanté ipso facto. Estaba solo en casa, como era habitual, y no esperaba a nadie. Llevaba más de dos meses abandonado por el mundo, marginado, matando el tiempo con lo único que sabía hacer: contar mis penas en una libreta de hojas amarillentas. El barrio carecía de luz y el relajante silencio era de lo poco que nos respetaba a mí y a mis horas de trabajo. Aquello no era normal. Tal vez un vecino que necesitara algo, quizá un mendigo harto de pasar frío quisiera cobijo.
            Pregunté: ¿quién es?
Al otro lado, con una voz única, como formada por el frío viento que se colaba por debajo de la puerta, respondió:
            —¿Estás solo?
            Y entonces me di cuenta que, la verdad, y solo la verdad, me recalcaba que no estaba soñando».
            —¡Claro! —gritó Iván—. ¡Eres el escritor! ¡Tus relatos de amor me encantaban!
            —Frena, frena… —pidió Santiago—. Si te encantaran tanto me hubieras recordado antes. No seas pelota, que de buenas críticas estamos llenos los que no vendemos nada... —Iván agachó la cabeza—. Eh, eh, eh. Esa cabecita arriba, ¿vale? —Le miró con fijeza—. Recuerda que puedo verte.
            El aludido levantó la vista y añadió:
            —De verdad que tus relatos me gustaron mucho. Me reflejaba en ellos.
            —Gracias, eso me halaga —respondió con ademán simpático—. Me alegra que sintieras mi trabajo. Es el mejor regalo que puede recibir alguien que escribe para los demás.
            —Yo escribía, pero nadie me leyó nunca. —Iván entristeció.
            —Te leerán. Créeme que lo harán.
            —Lo dudo mucho. Tiré medio manuscrito sobre mi vida a la papelera, y el otro medio, pasará desapercibido.
            —Repito que te leerán —insistió Santiago, pasando más páginas—, pero eso no importa ahora. Presta atención a esto.
            Se detuvo delante de una página donde podía leerse: «Archivo de almas masculinas».
            —¿Qué es esto? —preguntó Iván.
            —Es la ficha de todos los chicos que han pasado por mí antes de ascender al cielo —confirmó—. Esto aún no es el cielo como tal, solo la primera parada.
            —¿Eh? —Iván no lo entendía.
            —Al cielo solo viaja directamente aquel a quien le llega la hora de morir, muere por accidente o le quitan la vida. Quien se suicida debe soportar una serie de castigos, y en tres paradas diferentes.  —Iván se sintió tragando saliva dolorosa, como tantas veces hizo en vida—. No temas, que no te voy a torturar —le calmó—. El castigo no consiste en recibir palizas, insultos ni nada de lo que hayas podido vivir cuando tenías cuerpo, aunque no te lo valoraras. —Iván hizo amago de agachar la cabeza, pero un rápido movimiento de Santiago le recordó que no debía hacerlo, como cuando de pequeño se pasó media consulta de psicología negando con la cabeza en vez de hablar y la psicóloga se lo reprochó con amabilidad—. Muy bien, vas aprendiendo —comentó refiriéndose al gesto; después, continuó—. El castigo consiste en darse cuenta del error que supone quitarse la vida. En tu caso, me duele mucho más.   
            Antes, Iván quería mantener la vista lejos de quien le hablaba, y agachar la cabeza pensaba que era la mejor opción; ahora, la levantó más que nunca, con la sensación de que sus párpados invisibles dejaban al aire a dos redondeados y estupefactos espectadores. Si Santiago se había explicado bien, acababa de reconocer su dolor por lo que Iván había sufrido, y eso era tan bello como horroroso.
            —Por… ¿Por qué te duele más? —preguntó, tiritando. Sentía inmensas ganas de llorar. Era como si de pronto el dolor de toda una vida hubiera encontrado un hombro donde no solo poder llorar, sino que también lo sentía y comprendía.
            —Porque tú no tenías que morir aún, te quedaba mucho por seguir luchando. Habías avanzado mucho, muchísimo. —Iván agachó la cabeza de nuevo—. Levanta la cabeza, ya no vale arrepentirse.
            —No lo soporté —reconoció—. Jamás en mi vida quise hacerle daño a nadie, y en un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de que había cometido el peor pecado que puede cometer un…
            —¿Hombre? —le interrumpió. Iván quedó mudo. Había escuchado ese dicho un montón de veces, pero decirlo refiriéndose a él, costaba. Santiago resopló para acto seguido acercarse a él—. Cuando digo que estabas a un paso no lo hago por decir. No te acuerdas, pero tú mismo te has referido a ti como hombre al escribir tu historia.
            —¡Eso es imposible! —gritó escandalizado.
            —Lo hiciste, al igual que has dejado escrito consejos para la gente que se siente acomplejada, ha sufrido o sufre. —Volvió a darle la espalda—. Consejos vendo que para mí no tengo…
            »Estabas a un paso. —Lo miró de nuevo—. Escribiendo tu historia tuviste momentos de superación. Tal vez se debiera al dolor de recordarlo todo, pero los tuviste. Parecías una persona que lo ha superado todo y escribe una novela de autoayuda; pero no, tuviste que caer otra vez, hundirte y regalar un final feliz que nadie esperará cuando lea tu historia… ¿Matarse es un final feliz?
            —Maté a mi hermana —confesó—. No podía seguir viviendo tranquilo.
            —Tu hermana llevaba muerta dieciocho años, Iván. Cuando tú naciste ella ya no tenía vida.
            —¡Eso es incierto! —vociferó—. ¡Tuvo vida siempre! ¡Se movía cada vez que yo tenía una visión! In… —Se detuvo para tomar fuerzas—.  ¡Incluso me habló!
            —También te habló tu padre, Iván, y estaba muerto —le recordó—. Mucha gente tiene el poder de ver el futuro, el don de la videncia. Tú lo tenías, pero puedo asegurarte que dentro de tu cabeza no había más que un feto muerto, solo eso. Te acompañó durante toda tu vida, sí, pero muerta. Esos… Esa especie de latido, el que sintieras que se movía el bulto, no era porque estuviera viva, sino porque la sangre de tu cabeza trabajaba más de la cuenta cada vez que vivías algo trágico.
            —¡Pero ella me habló antes de morir! —se desgañitaba—. ¡La escuchéee! Y… —Cogió aire. Sentía que algo abrupto saldría de su boca—. ¡¡La maté!!
            —¡Jamás nació, Iván! —gritó Santiago—. ¡Nunca dejó de ser un feto muerto, algo que pasó desapercibido para el mundo y la medicina porque no te causó molestias ni dolor!
            —¡¡ELLA SE MOVÍA EN MIS PEORES MOMENTOS!!
            —¡TE REPITO QUE ESO SOLO FUE UNA SENSACIÓN TUYA! —El guardián gritó más que él—. ¡La escuchaste como escuchaste a tu padre, pero en muerte! —Cogió aire intentando calmarse—. Su espíritu te habló. No eres ningún asesino, ni lo fuiste nunca. —Iván se dejó caer. En vida lo hizo infinidad de veces, y en todas, su glúteo salía malparado mientras a él le preocupaba el dolor interno. Esta vez, su cuerpo fantasmal fue cayendo como lo hicieron las páginas de su manuscrito antes de posarse sobre el sargento Redondo, igual que una hoja seca al comienzo del otoño. No le dolió, y ni siquiera sintió frío aquello a lo que podía definir como «suelo»; nada que ver con el piso de «El piso de los gritos y la sangre», su dormitorio en la vivienda de sus abuelos o el baldosado del baño en el segundo piso del colegio. Las nubes lo recibieron como en su llegada. Parecían atentas a la caída para que no sufriera ningún tipo de malestar. Se sentía como el niño Jesús arropado por la mula y el buey nada más venir al mundo. Se sentía un rey—. No mataste a tu hermana, ni tampoco a tu padre —continuó Santiago en lo que Iván se debatía entre si llorar o no. Tenía tantas ganas como falta de fuerza. Desde que había ascendido, su reacción era como la de un enfermo que acababa de despertar de una larga anestesia. Se sentía adormilado, aturdido—. Ella murió porque el destino lo quiso así hace dieciocho años; él, porque así lo decidió. Tu progenitor se quitó la vida igual que te la quitaste tú. Jamás le hiciste daño a nadie.
            —Me hicieron creer que sí. —Lloró. Quería abrazarse las rodillas, igual que cuando lloraba en soledad sobre el escalón del porche, pero se traspasaba lo que parecían ser piernas de humo.
            —Tú lo has dicho: te lo hicieron creer —constató el guardián. Iván intentaba encontrar una postura—. Pero del dicho al hecho, hay mucho trecho.
            —He sido un títere —comenzó a decir Iván con voz temblorosa—. Me han manejado como han querido, con mentiras y ocultándome todo.
            —Ahí no te voy a quitar la razón. Pienso lo mismo, y el decirte que me duele mucho tu muerte, es porque ha caído el más inteligente de todos.
            —¿Qué? —Iván volvió a sorprenderse.
            —Hay una persona que te dijo la verdad nada más verte nacer, y tú no le has tratado con mucho cariño a la hora de escribir tus memorias.
            —¿De quién hablas? —No tenía ni idea.
            —Tu comadrona —confirmó Santiago—. Ella le dijo la verdad a tu madre. Le dijo que había llegado un superdotado al mundo, pero claro, para ti esa palabra habla de una cabeza diferente.
            —Eso sí que no. —Se le escapó una sonrisa irónica—. ¡No tengo inteligencia! —Se incorporó—. Por ahí no paso… ¡Es absurdo! ¡Siempre he perdido en todo!
            —Hasta el mayor escribano comete un borrón de vez en cuando —sentenció el sabio—. Ahora presta atención a esto, que queda mucho castigo aún.


2

Iván leía el archivo de almas.

Espectro 1: varón.
En la otra vida midió 1,83cm; complexión fuerte, atractivo, sin un gramo de grasa, solo dureza interna y externa. Rubio; ojos tan azules que quien los miraba podía verse navegando por un brillante mar de felicidad.

Profesión: envoltorio de clínex femeninos a los que tirar después de habérselos tirado.

Estado civil: divorciado tras cada noche de lujuria.

En la actualidad: alma de 1,70cm. Traslúcido, solo un contorno. Sin apariencia humana.

Espectro 2: varón.

En la otra vida midió 1,78cm; complexión atlética, atractivo, sin un gramo de grasa, solo dureza interna y externa. Moreno, de ojos verdosos que regalaban dosis de frescor.

Profesión: hacer la boca agua y llenar de babas a los corazones dolidos.

Estado civil: divorciado después de cada noche de lujuria. Padre de cinco hijos con cinco mujeres diferentes.

En la actualidad: alma de 1,70cm. Traslúcido, solo un contorno. Sin apariencia humana.


Espectro 3: varón.

En la otra vida midió 1,92cm; complexión atlética, atractivo, sin un gramo de grasa, solo dureza interna y externa. Castaño y de ojos negros.

Profesión: experto en regalar amor por delante y traición por detrás.

Estado civil: adicto a resbalar el capullo de flor en flor.

En la actualidad: alma de 1,70cm. Traslúcido, solo un contorno. Sin apariencia humana.


Espectro 4: varón.

En la otra vida midió 1,75cm; blando por dentro y por fuera. Ojos castaños y de mirada triste.

Profesión: experto en derramar lágrimas.

Estado civil: (casilla sin rellenar por no tener ni la más remota idea de lo que significa).

En la actualidad: alma de 1,70cm. Traslúcido, solo un contorno. Sin apariencia humana.

—¿Puedes explicarme dónde está la diferencia, Iván? —El aludido no respondía, demasiadas emociones fuertes y rabia contenida al leer la ficha de los tres primeros. El último no importaba, solo los tres anteriores—. Acabas de leer los datos de cuatro espectros que, anteriormente, fueron personas. —Se colocó las manos a la espalda y comenzó a caminar. Por el rabillo del ojo, Iván lo miraba y le recordaba a su abuelo cuando daba paseos de un lado a otro de la calle. Hacía largos de extremo a extremo, pero con las piernas. Su abuelo también daba igual; le importaban esos a los que definían como «tíos buenos», y le mataba a pesar de estar ya muerto—. Varones. Los cuatro.
            —Los tres primeros gustaban a las chicas —espetó Iván—. Tuvieron a todas las que quisieron.
            —Claro, y eso es lo único importante, ¿verdad? —Santiago se detuvo delante de él.
            —Sí, el amor es lo más importante.
            Esta vez, quien quedó mudo fue Santiago. Por un momento tuvo la sensación de que sus palabras se habían evaporado, y que al igual que no le quedaba saliva para humedecer la lengua, tampoco le quedaban respuestas. Sintió una punzada en el pecho, aguda, como si la punta de un cuchillo se lo hubiera atravesado, y que la sangre que bombea el órgano vital de cualquier ser vivo, volvía a funcionar en el suyo, regresando a la vida, al sufrimiento que lo mató.
            Bajó la vista y se apretó las sienes.
            —El único amor que importa… —añadió con voz tomada; acto seguido suspiró para poder continuar—, es el propio, no el de pareja.
            —Se necesita que te amen para poder vivir.
            —¡Se necesita amarse a uno mismo para seguir viviendo! —vociferó. Volvió a mirarlo—. Se viene al mundo para vivir, y…
            —Yo nací para sufrir —interrumpió Iván.
            —¡Tú naciste para vivir! —gritó el guardián—. Sufriste como sufre todo el mundo, como sufrí yo, como sufrieron todas esas almas que aparecen escritas en el libro.
            —Esos tres que me has enseñado no sufrieron —le recordó Iván—. Lo tuvieron todo, ¡eso no es sufr…!
            —¡Tuvieron mujeres, maldita sea! —volvió a vociferar Santiago—, ¡eso no es tenerlo todo!
            »Tienes una idea muy equivocada de la vida, por eso estás ahora aquí —siguió—. No se adelanta nada con tener a una mujer al lado si uno mismo no se quiere… Si no te quieres tú, ¿quién te va a querer? —Iván volvió a enmudecer, pero a propósito. No tenía ganas de hablar. No opinaba igual; era partidario de que para quererse uno mismo se necesita un motivo: que te alaben, por ejemplo; que te quieran, que te valoren. Primero los demás (las demás, en su caso), y después él a brillar. Así lo pensó siempre, y fue su error. Sin ver sentimientos hacia él le fue imposible quererse—. Si te hubieras querido, ahora mismo no estarás aquí…
            »Imagina que te enseño a dos chicas. —Iván atendía, muy a su pesar. Se cansaba del castigo—. La primera es la mujer que siempre has soñado tener, y la otra tiene la nariz torcida, le sobran quilos, le huele el aliento y tiene las piernas más largas que el cuerpo… ¿Con quién te quedas? Y no me digas que con la última, porque sin conocerla, nadie la elegiría… Es una pregunta que solo tiene una respuesta. —Iván pensaba. Le daba la razón, pero no quería reconocerlo—. Está bien, ya que no quieres responder, lo haré por ti. —Santiago se apoyó sobre el libro y cruzó los brazos—. Tú, yo, y cualquier hombre hetero o mujer homosexual, elegiría a la primera. ¿La razón? Su belleza, su cuerpo, sus ojos, su boca… Su cuerpo, Iván —recalcó—. Eso es gusto, primera impresión. Que después no haya quien la soporte y la menos bella sea un encanto, estaría por descubrir.
            —¿Y eso cómo lo descubrimos los que no somos bellos? No nos dan la oportunidad —lanzó Iván al aire, con rabia, dolido porque no le dejaron comprobarlo.
            Santiago se descruzó de brazos y comenzó a caminar alrededor del libro.
            —Dan la oportunidad cuando el ser humano, ya sea chico o chica, se da cuenta que lo que importa es el interior. La diferencia, esa pregunta que te he lanzado cuando has leído la ficha de almas, está en los ojos de los vivos. Solo ahí. —Acababa de decirle que la belleza está en los ojos de quien la quiere ver, tal y como dijo él en su diario; pero una vez más, al igual que le ocurrió con las palabras buenas que le regaló su abuelo, no lo recordaba—. Las mujeres de esos tres chicos que tanta rabia te ha dado leer, hubieran sido inmensamente felices contigo, pero se dejaron arrastrar por la belleza física —continuó Santiago—. Te aseguro que si las preguntara, después de lo que vivieron, te elegirían a ti. Firmarían sin pensarlo.
            —No me lo creo —respondió Iván, tajante—. Jamás me habrían dado la oportunidad. Lo ves muy fácil. Se habrían fijado en ellos, no en mí.
            —Porque tú no eres chico de primeras impresiones. Nunca se hubieran fijado en ti por el físico, o no todas —Iván levantó la cabeza, contrariado. No entendía, o no quería entender. Estaba hecho un lío. De pronto escuchaba una cosa como todo lo contrario—, porque nunca se sabe. En ti, como en tantos otros chicos que carecen de un cuerpo bonito, lo que llama la atención es el interior, y eso solo sale a flote con paciencia, demostrando la persona que en verdad se oculta detrás de la carcasa aparente. Sé que es duro escuchar que no tuviste un buen cuerpo, pero si te soy sincero, tampoco fue para tanto. —Iván volvió a levantar aún más la cabeza. ¿Cómo que no fue para tanto?, pensó, queriendo morderse el labio inferior que ya no tenía, colérico. ¡¿Te parece poco lo que se rieron de mí por ser así?! —. Le diste mayor importancia al pene que a los senos, y de tener que dársela a algo, yo se la hubiera dado a lo último.
            —Le gente no pensó eso —soltó Iván, acalorado. La rabia no le dejaba tranquilo. Ante Santiago, se sentía como una hormiga al lado de un elefante, y esta vez no por complejo, sino por falta de experiencia. Luchar contra él, intentar recriminarlo, era gastar fuerzas en vano. Le dolía todo lo que escuchaba, y como le había ocurrido durante dieciocho años, no podía defenderse—. Le dieron mayor importancia a mi parte baja que a la superior. ¡Así lo hicieron!
            —La gente, una vez más —reprendió Santiago—. Estoy hablando de ti, no de los demás. Y aún no he acabado. —Iván quedó en silencio; disgustado, pero sin alegar nada más—. No eres el único varón que tuvo micropene; muchos chicos lo tienen, lo tuvieron y lo tendrán. Eso no es una enfermedad, solo genética, y no interviene ni en la felicidad de pareja ni en la propia, que es la más importante. —Iván volvió a dejarse caer, desesperado—. Tu problema vino a raíz de que se juntaron dos cuerpos y llamaste demasiado la atención. La culpa verdadera la tuvo ese cursillo de natación. Ahí te crucificaron; de lo contrario, habrías llegado a la edad adulta sin complejos.
            Iván lo meditó. Santiago tenía razón. El cómo sabía tanto lo desconocía, pero no le quedaba más remedio que reconocer la verdad. 
            Quiso apoyar la coronilla en la pared, como en tantas ocasiones lo había hecho cuando estaba vivo, pero ni había nada sólido en lo que apoyarse ni el cuerpo con que contaba era el adecuado para mantenerse quieto. Lo intentó, consiguiendo que, de haber seguido teniendo nariz, esta se adentrara entre las nubes del habitáculo y oliera por obligación. Se sintió frustrado.
            —Estarás cansado de escuchar que lo importante es el interior, y no el exterior, ¿cierto? —siguió el guardián, con una pregunta planteada en mal momento, ya que si de verdad lo importante era el interior, lo que Iván sentía dentro de esa nube no parecía agradable, sino más bien pesado y claustrofóbico, tan agobiante como el castigo al que era sometido verbalmente—. Pero nunca te lo creíste a pesar de ser tan cierto como que todos los días sale el Sol, y nada puede remediarlo. Eso no tiene remedio, y jamás lo tendrá mientras no se acabe el mundo. El que las personas se sientan atraídas por un cuerpo bonito, tampoco.
            »Duele, duele mucho sentirse inferior a los demás. Sentirse, no serlo —matizó con un tono radical—. Las virtudes y los defectos son una rifa, cada persona un número y el azar los reparte.
            »¿Es que nunca has visto a chicos feos de la mano de chicas bonitas?
            Iván sacó la cabeza. Al hacerlo, recibió una bocanada de frescor, igual que si acabara de estar tomando baños de eucalipto y recibiera el contraste del calor al tiempo corriente. Asintió por desesperación—. Sí, ¿verdad? Claro que sí. —Santiago volvió a cruzarse de brazos antes de añadir—: ¿Ves como me das la razón?
            —No he dicho nada porque sigo sin estar de acuerdo —aseguró.
            —Sí lo has dicho, y además estás de mi parte —sonrió—. Acabas de llamar “feos” a ciertos chicos, y eso es juzgar por el físico, lo mismo que hicieron contigo. —Iván quedó mudo y avergonzado—. Ahora, pasemos a un castigo algo diferente, y también, más doloroso.

            ¿Más?

Capítulo 5: El mayor dolor

Santiago agarró las dos gigantescas solapas del libro. Parecía ser poseedor de una fuerza sobrehumana, ya que a la vista, debía pesar una tonelada; pero no, de camino al cielo —en esa parada— todo era tan ligero como una pluma. Bastante diferente a estar pisando la Luna, donde la fuerza de la gravedad hace que cada movimiento parezca un sueño angustioso: uno donde quieres avanzar para escapar de algo y el cuerpo se siente plomizo.
            Lo cerró como quien cierra un ejemplar de 200g; por ello, Iván quedó estupefacto. Era como haber visto a un forzudo doblar una barra de hierro sin ningún tipo de esfuerzo. Santiago era más bien enclenque, pero como el asustado espectador desconocía el poder del firmamento, el miedo se apoderó de él.
            Si el castigo es físico me espera una buena, pensó.
            —Quiero que prestes atención a todo lo que veas aquí —dijo el guardián mientras sacaba otro libro, de menor tamaño que el anterior pero también bastante grande. Lo dejó caer. La vista de Iván esperaba una rápida caída y un estruendo contra el suelo; pero no, el libro fue descendiendo poco a poco, como si un ascensor invisible lo bajara hasta la superficie nubosa. Era como magia; y una vez que llegó a su fin, Santiago lo abrió—. Elegiré un capítulo al azar, aunque creo que el más efectivo para castigarte.
            —¿Qué es? —preguntó Iván, atemorizado.
            —Si te lo dijera no tendría gracia —respondió el sabio—; bueno, gracia va a tener poca. Se trata de que te duela. —Iván cada vez estaba más aterrado. Aún no sabía en qué consistía el castigo y ya lo estaba sufriendo—. Página… —Dejó caer el sabio mientras pensaba—. … Sí, aquí está.
            »Acércate.
            Iván no se movía. Era como si de pronto se hubiera quedado paralizado.
            —No, no quiero —dijo, nervioso pero convencido.
            Santiago se irguió; acto seguido, colocó los brazos en jarras mientras torcía la boca y movía el pie derecho.
            —¿Sabes? —le preguntó—. Tenía pensado dar de lleno en el castigo, pero en este momento vas a tener dos por uno.
            —¿Otro más? —Aumentó el miedo de Iván.
            —Sí. Tú te lo has buscado —aseguró—. Voy a hacerte recordar algo que, a cualquier otro mortal, le daría lo mismo. A ti, sin embargo, te duele, y por ello estás aquí.
            »Si no te acercas tendré que utilizar las palabras mágicas.
            ¿Palabras mágicas?, se dijo.
            A Iván le había encantado siempre la magia. En uno de sus mayores momentos de soledad, vio cómo un ilusionista mezclaba dos mazos de cartas entre ellos y después volvían a separarse por colores, y además, en orden. Desde ese día empezó a creer en la magia: en la magia buena. Ya tenía como mala a la bruja malvada.
            Ahora, en vez de mezclarse los mazos, se mezcló lo bueno y lo malo en su cabeza. Las palabras mágicas no podían ser malas; sin embargo, según Santiago, no le esperaba nada bueno después de pronunciarlas.
            —No voy. No puedo —aseguró, temblando.
            —Está bien —dijo Santiago, respirando con resignación—. No me dejas más remedio.
            »Ven. Acércate y compórtate como un hombre.
            «—¡Solo intento que sea un hombre!
            —Eso ya lo será. Todo a su debido tiempo.
            —¡No! ¡Se lo que le va a ocurrir si sigue así! ¡No tiene cojones!».
            «¡¡TÚ ESTÁS MAL HECHO Y NO SIRVES PARA NADA, Y ÉL ERA UN HOMBRE CON LOS COJONES QUE A TI TE FALTAN!!»
«—Llorica. Así nunca serás un hombre. Lloras como las niñas y tienes cuerpo de mujer. Eres una niña.
            —¡No soy una niña! ¡Soy un niño!
            —¡Eres un fracasado! ¡No sirves para nada!
            —¡Sí que sirvo! Mi yayo también me dice eso, ¡pero sí que sirvo! ¡Me meo pero soy un chico, y seré un hombre! ¡Tengo tetas pero seré un hombre!».
            Santiago dejó que Iván recordara todo el pasado. El gran sabio estaba seguro de que iba a bloquearse al escuchar las “palabras mágicas”. 
            —No he querido hacerlo, pero me has obligado —le dijo—. Cerraré este episodio diciendo algo que dijiste tú: «Tengo tetas pero seré un hombre». Lo dijiste con nueve años; acabas de morir con dieciocho. No digo más.
            »Ahora, acércate. Soy sincero y te advierto que lo que vas a ver te hará daño de verdad, pero es necesario. No te voy a maltratar, Iván; no soy un maltratador. Este es mi trabajo, y en él, doy su medicina a quienes se han cansado del mundo.
            »Tiene que dolerte, pero al mismo tiempo, es un regalo que a todo muerto le gustaría tener.
            —¿Un regalo? —se sorprendió Iván.
            —Acércate ya, por favor. —Iván lo hizo. Muy despacio, pero llegó hasta allí—. Mira esta página —se la señaló.
            —Está vacía —dijo Iván.
            —De momento sí, y si la miro yo lo estará siempre. Solo tú puedes ver lo que esconde, y no con tinta invisible, sino con tinta de amor.
            —¿De amor? Jamás me ha amado nadie —respondió entristecido—. ¿El castigo es ver a parejas amándose? Eso ya me ha dolido bastante durante toda mi vida, así que si…
            —Sigues dando por hecho demasiadas cosas —le recriminó el guardián—. No te hablo de amor en pareja. ¿Qué es eso de que nadie te ha amado nunca? Mira esa página y verás si te ha amado, te ama y la has amado y sigues amando tú.
            Miró. La página comenzó a cambiar su tonalidad; pasó del blanco inmaculado a un amarillo pergamino, y después, a un tono más llamativo. Iván dio un respingo al sentir el aire de una ligera explosión. Fue para él como revivir las veces que su abuela acercaba la cerilla a los fuegos de la cocina y el susto de un círculo azulado la echaba para atrás; afloró una llama lenta y baja, crepitando en lo que reducía a cenizas los bordes del papel. Se quemaba igual que el mapa del opening de aquella serie de vaqueros que tanto le gustaba ver a su abuelo al mediodía. Iván prefería el «tantaratán-tarán-tarantantantan-tan».
            Empezó a formarse una nube, y no de humo. El papel, por momentos, se convirtió en una especie de reflejo de agua, con este último en movimiento como si pequeñas olas se batieran contra la orilla. Apareció una imagen abstracta, pero con la sensación para la vista de ser colores al óleo diluyéndose por culpa del agua. Iván lo veía como si sus ojos estuvieran llenos de lágrimas y todo el globo ocular navegara hasta soltarlas. El fuego fue bajando, tanto, que desapareció del todo sin que su atento espectador se percatara de ello. Cuando quiso darse cuenta, la imagen se había congelado, como todo su ser.
            —Ma… —Ahora sí que los ojos se le llenaron de lágrimas, y al tiempo que la voz se le quebraba—. …má. —Ana aparecía en una cama de hospital, inconsciente y monitorizada—. ¿Qué le pasa? —Miró a Santiago, quien permanecía con la cabeza gacha—. ¡¿Qué le ocurre a mi madre?! —gritó; acto seguido volvió a ver la imagen con detenimiento. Apretó los puños que solo él sentía al no ser más que las manos de un fantasma, y lloró—. Mamá… —volvió a decir con creciente angustia.
            —Cuando alguien se quita la vida condena a muerte a sus seres queridos.
            Iván seguía llorando.