A toda madre que haya perdido a uno o más hijos,
porque solo ellas pueden explicar que, aparte del dolor físico y el dolor
psicológico, existe el dolor de madre, y para ese no hay pastillas curativas,
solo heroínas sin más remedio que levantarse y seguir caminando.
Mi cariño para todas
ellas.
José Luis Losada
Maestro (José Losada. Valladolid,
03/10/1986) Es auxiliar de enfermería en salud mental y toxicomanías, y técnico
en emergencias sanitarias.
Comenzó a escribir por desahogo personal, convirtiéndolo después en algo
imprescindible. «Al borde de la locura»
(Ediciones Atlantis) es su primera novela (finalista entre las seis mejores
novelas de terror del 2017); «El diario
de un fracasado»es su segunda novela, y la que autopublica por decisión
personal; con «Amor en la oscuridad»
(novela corta que anteriormente publicó en su blog por entregas) cambia al
miedo por los sentimientos bajo el seudónimo de Santiago Bernal; así mismo,
publica relatos de terror en minirelatosterrorificos.blogspot.com y ha
publicado relatos en seis antologías:
Subway IV (El gato blanco); La
librería más bonita del mundo (Todo lo necesario para ser feliz); Kalpa 16, ecos de Bécquer (Melodía
difunta). Leyendas y mitos de nuestra
tierra (Una piedra fría para un corazón helado), en la antología erótica Ángel de nieve y (La torre del diablo)
para Relatos satánicos de Castilla y
León: Kalpa III.
Es el profesor
del Cibertaller literario de Twitter. Con «Sueños de escritor» (anterior taller
de creatividad literaria), participó en la Cylcon 2015, 2016 y 2017.
Twitter: @joselosada86
«¿Para qué tanta
palabra si no puedes oírme? ¿Para qué estas páginas que tal vez nunca leas? Mi vida
se hace al contarla y mi memoria se fija con la escritura; lo que no pongo en
palabras sobre papel, lo borra el tiempo».
Isabel Allende (Paula).
Nota del autor
“Alma” es una palabra femenina, pero el lector de «El diario de un fracasado» sabe que, si me refiero a Iván en femenino, a
pesar de que nunca le ha hecho daño a nadie a mí me cruzaría la cara.
Lo he intentado, lo
juro, y me ha sido imposible. En el primer borrador lo hice, pero después tuve
que reescribir cada parte donde me refería al alma de Iván de esa forma y darle
otro sentido, tanto a los diálogos como a la trama. El lector sabe que Iván
siempre luchó por ser un hombre, y no podía hacerle eso. No me quedé a gusto
hasta que lo traté en masculino.
Espero que me
perdones, lector; tanto por esto que acabo de contarte, como por los errores
que haya cometido a la hora de imaginarme el cielo que, si me das la
oportunidad, leerás a lo largo de la historia.
Mil disculpas y mil
gracias.
«El ser humano a veces es muy cruel, y te hace daño
aunque le seas fiel»
Los Trotamúsicos. (Los dibujos
favoritos de Iván).
«Cada día sabemos más y entendemos menos»
Albert Einstein.
«El hombre sabio que observa el espacio no considera
lo pequeño como demasiado poco; ni lo grande como enorme porque sabe que no
existen límites a las dimensiones».
Anónimo.
«Un hombre solo tiene derecho a mirar a otro hacia
abajo cuando ha de ayudarle a levantarse».
Gabriel García Márquez.
«Las palabras más sinceras salen de personas rotas».
Benjamín Griss.
«Sacas de tu vida lo bueno mientras entra en ti lo
malo. Los cuentos de hadas no existen, y los buenos no siempre ganan. Cuando tu
corazón llore, mi hombro para limpiarte ya habrá cruzado las estrellas».
Pichapequeña con sentimientos.
«Es mejor tenerla pequeña y juguetona»
Miss
Hipócrita 1999-00. Cónyuge: Mister Polla de honor 1999 (y creciendo).
En el corazón de Iván
Diástole
El tamaño no importa.
Sístole
A mí mejor dame la grande,
la pequeña para las demás.
Pero no te preocupes, que el
tamaño no importa.
Tu mamá estará orgullosa de
ti, y siempre serás un “mini pequeño minúsculo gran amigo” para las chicas.
«El tamaño no importa
mientras sea grande y hermosa» (Sinceridad Absoluta).
«Conozco un planeta
donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una
estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que
sumas. Y todo el día se lo pasa repitiendo como tú: “¡Yo soy un hombre serio, yo
soy un hombre serio!”… Al parecer esto
le llenaba de orgullo. Pero eso no es un hombre, ¡es un hongo!»
Antoine De Saint
Exupéry (El Principito).
La puerta de los vestuarios
se abrió de golpe. Tras empujarla, fusil en mano, como si fuera un cazador a la
espera de ver aparecer a un conejo indefenso, Iván apuntaba a los presentes.
Estos, tras un respingo, levantaron las manos suplicando para sus adentros.
—Ba...ja eso, ¿quieres? —dijo el rubio, lívido y con voz queda,
reculando sigilosamente.
Iván mostraba un rostro nuevo. Sus cejas tiritaban,
subiendo y bajando como dos palancas de Pinball en continuos intentos por
golpear la bola; los ojos no dejaban de virar, alocados, igual que quien sigue
a una mosca aturdida en lo que vuela de un lado a otro. Los pómulos le
temblaban al resoplar, moviéndose como un bíceps poco desarrollado después de
haberlo trabajado varios minutos. Al mismo tiempo los dientes le castañeteaban,
y dado el relieve que se apreciaba en su cuello, parecía tener dentro una sonda en vez de una vena. Las de
los brazos se le marcaron al tensionarse y mover los dedos en busca del
gatillo, momento en que crecieron las muecas de terror en el rostro de sus compañeros.
—No querrás dispararnos, ¿verdad? —preguntó Dani con
sonrisa miedosa. Era eso o ponerse a llorar de rodillas—. Es... estás de coña,
¿sí?
Los veinte hombres se habían estremecido al escuchar el
estruendo; ahora miraban como pasmarotes a la espera de que Iván hiciera o
dijera algo. Sus piernas tiritaban como si estuviera expuesto a un frío
invernan en plena calle. El cañón del arma apuntaba a Dani, pero al moverse
tanto por culpa de los nervios, parecía estar recorriéndole el cuerpo con un
puntero láser.
Mátalos
a todos. Coge el fúsil, maldito fracasado. Coge el arma, apunta y aprieta sin
miramientos. Esa idea regresó a su cabeza mientras un goterón de
sudor le bajaba por los pliegues de la frente.
—Venga, chico —volvió a decir el rubio.
Iván ya no tenía bonitas tetas y no era una putita. Con un arma no. Como el
miedo asomaba, era un chico—. Deja eso en el suelo, que las armas las carga el diablo.
Pero
el fusil seguía apuntando a Dani, quien no dejaba de tragar saliva al tiempo
que movía los ojos arriba y abajo, combinando una mirada aterrante entre el
cañón y el furioso rostro de Iván.
Tienes
que matarlos. ¡Quieres hacerlo! Todo el mundo te desprecia, ¡no tienes vida!
¡Mátalos! —Parpadeó con
fuerza, sudando copiosamente—. ¡Sé
que ansías hacerlo!
No dejaba de caerle sudor mientras
luchaba por frenar esos pensamientos traicioneros.
Es
la única forma de que te vengues de la perfección que jamás ni siquiera
llegarás a oler. Eres imperfecto, Iván, y solo se referirán a ti a base de
insultos, risas y desprecios.
Temblando cada vez más, con Dani
viéndose cosido a balazos por medio cuerpo, Iván recordó alguno de los insultos
que le habían destrozado la vida.
«Los niños normales tenemos la
picha grande. Tú no tienes más que una arruga de piel, y jamás podrás estar con
una chica». Escuchaba las risas de
Grandullón y demás compañeros.
«Di
que tienes tetas, que la tienes pequeña y que no follarás nunca».
Apretó el fusil con fuerza al tiempo
que juntaba sus hileras dentales y, como si de un perro rabioso se tratara, se
las mostró a sus aterrados compañeros.
—Tío, me estás
acojonando —se sinceró
Dani.
Mata, Iván. Mata y quédate tranquilo.
Quítate esa espina que no hace más que punzarte por dentro. Olvida eso de no
hacer daño y hazlo de una vez. Haz todo el daño que puedas, e incluso más…
Apretó los párpados. Se arrugaban
mientras los pómulos los sepultaban sin intención. Un estertor brotó de su
pecho como si fuera un asno que acabara de rebuznar; abrió la boca y la rabia
que llevaba concentrando a base de saliva le cayó en hilillos silenciosos. Tras
un par de segundos de aparente calma, y en lo que todo el vestuario rezaba para
que la broma pesada terminase de una vez, cogió aire, su tórax se hinchó y
volvió a levantar los párpados. El llanto se esfumó en cuanto sus ojos vieron
el rostro del rubio; eso, y que al temblarle el cuerpo volvía a presenciar lo
que era un fusil de carne en movimiento.
¿Es
que no te da rabia ver cuerpos diferentes al tuyo a cada lugar que vas, eh?
—Para ya —le suplicó el perfecto. Iván medio bufaba.
¿No
te da envidia ver que los demás son normales y tú eres un anormal, eh?
—Baja el arma —pidió otro. Iván, por el contrario, intentaba fijar el cañón en el
pecho de Dani.
¿No
te da rabia que los demás puedan relacionarse, tener pareja, utilizar eso que a
ti ni siquiera te cuelga y ser felices, EH?
—¡Hadle caso! —gritó el rubio.
¿¿NO
TE DA RABIA??
Iván apuntó lleno de ira. Bufaba con rostro animalado.
¿EH?
—¡Baja el arma, coño! —suplicó otro, aterrorizado.
¿EH?
Jadeaba mientras el índice de su diestra acariciaba el gatillo.
¿¿¿EH???
—¡Ya está bien, hombre!
Los párpados de Iván se levantaron al máximo mientras su tez
palidecía. La tensión de los brazos se detuvo y el cañón bajó para apuntar entre
las piernas de Dani. La palabra «hombre» los había salvado.
«No
eres un hombre con cojones. Eres una niña con tetas y la picha pequeña».
—No… —Escupió con la calidez de su aliento. Dejó de hablar en lo que
levantaba la barbilla y subía el cañón hasta el pecho de su compañero. Este, al
ver de nuevo la muerte de cerca, comenzó a hacer muecas como un niño con
puchero—. No soy… —Iván hizo una nueva pausa. Cayó una lágrima, pestañeó y, sosteniendo
el fusil con fuerza, añadió—: no
soy un hombre.
Apretó el gatillo. Una bala atravesó el pecho de Dani y, mientras
vomitaba una queja sangrienta, lo arrastró unos dos metros hasta hacerlo caer.
Todos gritaron al unísono. Algunos, emprendiendo una carrera por
la supervivencia que los hizo resbalar como si acabaran de dar un frenazo en
seco con unos patines, echaron a correr en dirección a las duchas.
—¡Me dijisteis que no era un hombre,
HIJOS DE PUTAAA! —gritó Iván y disparó dos veces. Derribó
a sus compañeros como si estos fueran una lata de cerveza agujereada a
perdigonazos—. ¡Os reísteis de mí! —Lo recordaba al mismo tiempo que daba
gritos de rabia profunda
«Eh, chicos, ¡la maricona se tapa!/ ¡Así aprenderás a no mirar a los
hombres, puta maricona fracasada!»
—SOIS
MUY HOMBRES, ¿¿EH?? —vociferó
mientras cargaba el fusil.
«Creo que su fusil cuenta con dos pequeñas recámaras llenas de munición/
Sí, y sin estrenar. Un fusil demasiado limpio/ No ha follado en su puta vida. ¡Es un jodido
fracasado de nacimiento!».
—¡TOMAD EL FUSIL! —gritó y disparó una vez más. La
bala desfiguró el rostro de uno de los muchachos y le hizo caer de rodillas. Su
cara reventó como un jarrón de porcelana haciéndose añicos—. ¡HIJOS DE PUTAAAA! —Disparó
a los fluorescentes regalando una lluvia de chispas para aumentar el horror.
Miró
al que acababa de matar. No era más que un cuerpo decapitado por un balazo. El
plomo le había arrancado la cabeza de un solo disparo, y no pudo por menos de
retroceder en el tiempo y ver el cuerpo ensangrentado de su progenitor como
regalo por su quinto cumpleaños. No lo rodeaban policías; por el contrario,
todos se alejaban de él por si el espanto que transmitía llegaba a
repercutirlos.
Jadeaba
sin forma de controlar ni su pulso ni su respiración. Tenía delante a un ser
humano con una especie de pelota de playa desinflada encima de los hombros; él
mismo se había encargado de afearlo, y sin embargo, observando el resto de su
cuerpo, seguía viendo algo perfecto. El imperfecto era él.
«¡Qué asco!/
Esto no es una persona/ Es
un feto descompuesto entre tetitas y una picha diminuta/ Puto virgen. Jodido
fracasado de nacimiento… Fusil pequeño y amariconado».
El corazón de Iván bombeaba en el pecho pero
parecía tenerlo en el cerebro. El cráneo, en unión con ese bulto inquieto, vibraba
sin descanso. Rugió como una bestia, cargó el arma y prosiguió su sed de
venganza.
—¡Para! —suplicó uno, de rodillas y con
las manos juntas, rezando en lo que sus ojos delataban el miedo que padecía—. ¡No me mat…! —Pero Iván no lo dejó terminar, ya que la siguiente bala, se
encargó de que llevara las últimas palabras a la tumba.
—¡¡OS ODIOOOO!! —vociferó en mitad del vestuario. No
tenía nada que ver con el Iván que habían conocido el día anterior. Este era un
completo lunático rumiando el dolor que llevaba incrustado en la memoria, y que
a pesar de su metro setenta y cinco de altura, no le había dejado crecer como
persona. Algunos aprovecharon para salir corriendo. Era uno contra veinte,
y ya habían caído seis.
Miró al siguiente, acurrucado contra una de las esquinas.
—Por… favor —gritó, temblando como si estuviera apoyado en una pared de hielo.
Iván se vio reflejado en él; o quizá, se vio a sí mismo años atrás.
«Jajajaja,
¡el gafotas meón la tiene pequeña!»,
recordó. El vestuario se convirtió en el aula del centro, y todos los que
luchaban por sobrevivir eran sus compañeros de clase.
Miraba al gafitas que se había salvado de las
burlas porque ver un chico con tetas era más gracioso. Le escaneó con la vista.
No tenía senos y sus genitales eran de hombre saliéndose de la media, algo
realmente maravilloso para la afortunada que tenía como novia. Apuntó a la
parte baja mientras un cálido aliento se le escapaba por los huecos que dejaban
sus apretados dientes. La supuesta víctima chilló más que si el cañón apuntara
a su pecho.
—¡No! —Lloró—.
¡No me dispar…!
«¡¡Ellos son hombres de verdad, tú no!! ¡No eres
hombre! ¡No tienes polla!»
El de las gafas sí la tenía, y bien gorda y hermosa;
por ello, sin piedad, y mientras este se tapaba sus partes con las dos manos,
le disparó a la cabeza para terminar con su vida. Los
cristales de las gafas se hicieron añicos como las tantas veces que Grandullón
le pisó los suyos en el recreo.
Había
más de ocho escondidos en las duchas, pero por suerte para Iván y desgracia
para el rubio, a este último aún no le había dado tiempo a escapar.
Reculaba sin dejar de mirar a Iván, quien, con los párpados
entreabiertos y mostrando ojos de odio profundo, semiencorvado y con respiración jadeante, avanzaba hacia él con
parsimonia.
—¡Perdóname! —suplicó el rubio antes de resbalarse con la sangre de uno de sus
compañeros y caer de espaldas—.
¡Tienes que perdonarme! —Comenzó
a llorar, histérico. Iván se detuvo ante él—. E…era broma, hombre. —Tras
la última palabra, varios dientes le salieron despedidos. Iván le propinó un
culatazo en plena boca.
—AHORA SÍ SOY HOMBRE, ¿VERDAD? —volvió a golpearlo—. ¡AHORA SÍ, HIJO DE PUTA! —Le
disparó en una pierna. El afectado profirió un aullido ronco y reverberante;
instantes después, Iván se abalanzó contra él y le agarró de la garganta.
«Zo…zoy niño gueno», recordó al revivir el
momento en que a él lo agarraron así y convirtieron su rostro en un ocho. Aquel
día su agresor apretó más; él hacía lo mismo.
El rubio se ahogaba. Sus
ojos habían cambiado de azul claro a oscuro, y con la esclerótica llena de rojo
a rebosar. Parecían los colores de una bandera empobrecida. La cabeza le
tiritaba a medida que iba adoptando un rostro cianótico. Iván le soltó a pesar
de la rabia. Inmediatamente escuchó un abrupto ronquido reverberando en un
acceso de tos, como a quien le acaban de extraer una cánula de Guedel al
recuperar la consciencia.
Con una mano en la garganta
y la otra en la herida de la pierna, el rubio levantó la cabeza para mirar a
Iván, el mismo que cargaba el arma instantes previos a volverlo a apuntar con
ella.
—Pa… —Volvió a sufrir otro acceso
de tos. Él mismo se había añusgado con la saliva por culpa de los nervios—. …ra. Te lo suplico.
«Escupidle varias veces».
Iván le escupió. Después,
cargando el pecho de aire, soltó con brusquedad:
—¡ESTÁS MUERTO, CHULO DE MIERDA!
El rubio lloró con más
fuerza.
—No… ¡Nooo! —gritó—.
¡No lo hagas! ¡Mamá!
Iván dio un respingo con un
sonido similar al hipo. Era como si se hubiera tragado un caramelo sin querer y
el susto del momento le dejara lívido como un cadáver.
«Jamás,
jamás de los jamases me harás daño; ni a mí ni a nadie. ¿Me has oído? Nunca en
la vida. No eres malo, ni lo serás. Serás bueno siempre, cariño. Siempre».
Recordó. Su madre era la pieza fundamental de su vida.
—Los… los
he matado, mamá —se dijo, a
punto de sufrir un paro cardiaco de tanto horror—. Los he… ¡LOS HE MATADO!
¡Asesino!
Miró a todos los cadáveres. Al gafitas no le quedaba rostro
para distinguirlo; Dani tenía el corazón reventado y el verde de las baldosas
se había teñido de rojo con huellas esparcidas.
—¡Están
muertos por mi culpa! —gritó—. ¡¡POR MI CULPA!!
Se le cayó el fusil. Se disparó solo y el sonido le devolvió
al mundo real.
Durante minutos se había visto aniquilando a todos sus compañeros
como si fuera un auténtico demente.
—No… No lo he hecho, ¿no? —Se palpó el cuerpo como si estuviera
cacheándose. Movió la cabeza en todas las direcciones posibles para asegurarse
de que no estaba en los vestuarios. Efectivamente, se hallaba en la habitación.
Respiró algo más tranquilo al saber que solo había sido una pesadilla.
—¡No puedo hacerlo! —gritó. Su corazón latía desbocado mientras las náuseas se
apoderaban de él. Tenía un nudo en el estómago. Le había parecido vivir una
realidad atroz—. No quiero hacerle daño a nadie.
»¡No soy un asesino! Y no lo seré. ¿Verdad, hermana?
Preliminares de un 3 de octubre
«Con los años y los grandes
avances, en vez de comprender que todos los terráqueos sois iguales,
independientemente de la raza, sexo o religión, y luchar por una vida en común,
justa y equilibrada para todos, cada vez os habéis distanciado y diferenciado
más unos de otros. No comprendemos las discriminaciones, no entendemos por qué
unos valen más que otros…»
Laura Martín (Entre
los nuestros).
FOTOGRAFÍA DE UNA PINTADA EN LA TAQUILLA DE IVÁN
JUÁREZ. CUARTEL MILITAR
1
—Te voy a echar
mucho de menos, mucho —le dijo Esther a su novio, y luego se abrazó a él con
todas sus fuerzas. Le rodeó el cuello con los brazos y se arrimó más.
—Vale, muñeca,
que me vas a desarmar —protestó el chico. Lo veía excesivo; sobre todo porque ella
estaba enamorada hasta los huesos y, para él, solo era una putita (como la
llamaba en pensamiento) más. Una de tantas.
—No voy a poder
aguantar tanto tiempo sin ti —insistió la chica—. Será... —Se retiró y empezó a
llorar. Sus labios tiritaban como si estuviera parada en plena calle a unos
cuantos grados bajo cero. A él no le preocupaba el llanto; por el contrario,
disfrutaba de la vista al ver cómo los senos botaban ligeramente gracias al
angustioso ajetreo. Para Esther resultaba un suplicio poder hablar. Jugueteaba
con los dedos, manteniendo la cabeza gacha para que no la viera llorar—. Voy a
estar muy sola. —Levantó la vista. Una lágrima se desprendió de cada ojo
después de parpadear, momento en que volvió a agachar la cabeza, hipando.
Sigue
así, nena. Me guardaré de recuerdo tu movimiento sexy.
—Yo también te
echaré de menos —respondió el chico con falsedad. —El día anterior, tanto él
como varios de sus compañeros pasaron un muy buen rato hojeando los desnudos
integrales de su querida Penehouse, como
se había referido a ella en tono burlón. Encontraron a una “diosa” (según
dijeron) en la página 120, como su medida de pecho calculado a ojo. En aquellos
instantes eran los senos de esta los que importaban, no los de sus chicas (de
las que ni se acordaban). Enseguida se convirtió en la reina de la fiesta, y
entre ocho o diez tíos se desahogaron ante los posteriores dieciocho meses de
abstinencia sexual. Los rumores de toda la vida les hacía saber que, en la
mili, a los hombres no les funciona el fusil de carne (como Iván llamaba al
superpene de sus compañeros). Cierta sustancia se encarga de dejarlo en relax,
en tiempo muerto hasta nueva orden, por ello la visita de sus novias hacía
olvidar a la reina de la fiesta. Sus queridas niñas volvían a cobrar
protagonismo en sus vidas (y sus senos bailones). «Con la recámara vacía se
vuelve a pensar» proverbio
de la universidad de la vida—, pero te prometo que seré fuerte. Cerraré los ojos,
y cuando vuelva a abrirlos, estaremos juntos de nuevo.
—Pero
para mí va a ser...
—¡No! ¡No lo
haré, cabrón! ¡No lo haré, hijo de la grandísima puta!¿¿CONTENTO??
Esther
enmudeció, los gritos la asustaron. Su chico miró a uno de los compañeros más
cercanos, quien se encogió de hombros. Varios de los demás presentes, en
compañía de sus respectivas parejas, llevaron la vista hacia la ventana por la que
habían salido los insultos.
—¿Y
eso? —preguntó Esther, intimidada.
—Nada,
un zumbao —afirmó él—. Nada
importante. Dame un beso, anda.
—¡¡OS ODIOOOO!!
¡¡ODIO A TODOS LOS HOMBRES!!
—Además
de deforme está loco perdido.
—Tú
lo has dicho, Dani —respondió el novio de Esther, el famoso militar rubio. A su
chica ya se le habían empezado a saltar las lágrimas al haberlo visto con el
cabello al cero; aun así, esa fina capa seguía manteniendo un precioso tono
dorado. Era su Rizitos de oro versión masculina. Las nuevas lágrimas
llegaron por la tristeza de no poder verlo en más de dieciocho meses—. Como una
puta cabra. —Miró hacia la ventana—. El jodido virgen con tetas acaba de darse
cuenta de lo solo que está —añadió, casi susurró sin apartar la vista—.
Púdrete, fracasado.
El
Sol empezó a ocultarse como si su brillo natural poseyera en verdad el don de
la clarividencia, acabara de presagiar una tragedia y hubiera decidido
apartarse. Este, como la mente humana, no deja de ser una fuente de energía de
la que aún no se conoce ni la mitad de su poder; las nubes, poco a poco, se
adueñaron de la escena dejando una malsana esponjosidad en lo alto del
firmamento. Varias cabezas presentes miraron hacia el cielo con la sensación de
estar a un solo palmo de distancia respecto a ellas.
—Se
va a preparar una fuerte tormenta —comentó una chica.
—Uff…
Y yo tan a cuerpo —añadió otra sacudiendo sus hombros desnudos.
—¡A LA MIERDA EL
MUNDO! ¡A LA MIERDA LOS HOMBRES! ¡¡¡A LA MIERDA YOOOOO!!!
—¡La
que está armando ese subnormal! —gritó otro. Soltó a su chica y se dirigió
hacia Dani y el rubio mandamás—. ¡Vaya gritos!
—Pillársela,
seguro que no se la ha pillado.
—Muy
bueno, Dani. Sí señor —comentó el rubio, riendo.
—¿Qué
pasa? —preguntó Esther—. ¿Es un compañero vuestro?
—Bueno…
—respondió su chico, pero sin mirarla—, algo así.
—¿Algo
así? —se sorprendió. Miró a los demás, quienes reían a placer.
—Es...
—Hizo una pausa. No sabía cómo explicárselo—. Digamos que...
—Tiene
un buen par de tetas y una especie de gusanito de piel como rabo. —La respuesta
de Dani provocó risas en los presentes, excepto en Esther y las demás chicas.
—Y
un huevo en la cabeza —añadió otro—. Es... ¡Da un puto asco que lo flipas! —Su
cara así lo indicaba. Pensó en Iván al nombrarlo y le entraron náuseas. Sus
muecas faciales eran las mismas que puede mostrar alguien al probar algo
amargo.
—¿Y
eso os hace gracia? —Esther no daba
crédito. Su novio giró la cabeza para mirarla; tenía el rostro serio, igual que
cuando él no hacía las cosas bien y se disgustaba—. Está mal, está sufriendo.
¿No lo escucháis? Ese chico seguramen...
—No
es un chico —interrumpió Dani—, es una mezcla entre un niño con micropene infantil
y una adolescente de 2 de E.S.O.
Los
demás contenían la risa.
—¡¡GRACIAS POR
JODERME LA VIDA, MUNDO!!
—¿Lo
habéis escuchado? —preguntó Esther—. Con dos minutos lo he comprendido todo,
pero veo que vosotros no entendéis una mierda de nada.
—Opino
lo mismo —dijo la novia de Dani, una muchacha bastante alta y con
el cabello ondulado. Su abundante melena color caoba le caía en cascada por los
hombros—. Os estáis pasando.
—¡Venga!
—protestó el rubio—. Si no es más que cachondeo. —Hizo
ademán de agarrarle las manos a su chica, pero ella se apartó. El rechazo lo
dejó frío y cortado.
Escucharon
un trueno. Sonó como el inicio de una fuerte detonación, reverberando durante
segundos de apariencia infinita. Era como si el cielo estuviera a punto de
reventar, que las nubes estallaran repartiendo partículas de algodón
ennegrecido por el aire.
—Dios…
—rezongó uno, con un párpado cerrado y apretando los dientes—. Qué pinchazo en
el oído. ¡Vaya puto trueno!
—No
te reconozco, Julián. —El rubio también tenía nombre. Al igual que detrás de
ese «pichapequeña» había un chico llamado Iván, detrás de «mandamás» había uno
con nombre de Julián—. Tú no eres así.
—Pues
entonces lo disimula muy mal —intervino Dani, riendo; Julián le atravesó con
los ojos.
—Sois
una panda de sinvergüenzas —dijo otra de las
chicas.
—Exacto
—corroboró Esther—: sinvergüenzas y miserables.
—Bueno,
vamos a ver. —Julián se enfureció. Elevó el tono de voz y recuperó el color en
el rostro—. No me vengas ahora con idioteces ni quieras ser la Madre Teresa,
¿ok, bonita? —Esther se cruzó de brazos mientras le echaba una mirada
penetrante—. Es un mierda que está deforme, y me río porque me sale de la
polla. —Se envalentonó, chulesco—. De esta. —Agarró sus partes y movió las manos
unas cuantas veces—. La mía es bien grande y gruesa, no como la de ese puto
virgen. Me río por eso, y punto. Tú, chitón.
—¡¡PERDÓNAMEEEEE!!
—Grande
y gruesa, sí —reconoció su novia—, pero no la sabes utilizar.
—¡¡Tomaaa!!
—comentó Dani. Todos los de alrededor rieron, incluso las chicas.
Julián
se mordió el labio inferior mientras apretaba los puños. Le temblaban las
piernas de pura rabia. Quería que su chica se tragara lo que acababa de decir.
Le había ridiculizado en público.
—Esta
te la guardo —respondió, en tono bajo pero con voz gruesa (y esa sí la sabía
utilizar bien, sobre todo para insultar)—. De mí no se ríe nadie, y menos una
mujer.
—Así
que de fusil de rápido disparo, ¿no, compi? —le preguntó Dani, encorvándose de
tanto reír. Esther también rio, lo que le hizo a Julián golpear a su compañero
con el codo. Dani recibió un codazo seco en el mentón; le cortó la risa y
trastabilló antes de caer al suelo.
—¡Como
vuelvas a reírte de mí te arranco las pelotas! —gritó Julián. Se hizo un
silencio. Dieciocho chicos y dieciocho chicas, todos en corro en la entrada, le
miraban con atención.
Un
mayor tronido al anterior atemorizó a medio cuartel. El cielo parecía cada vez
más bajo. Eran las 17:05 del 3 de octubre del 2000. Para todos los presentes no
era más que un simple 3 de octubre, una fecha que a priori no les decía nada,
tan solo que el día anterior habían llegado al cuartel para empezar la mili, y que
ahora, se despedían de sus novias mientras veían cómo la montaban dos cafres a
los que tenían por compañeros. No obstante, un 3 de octubre, Edgar Allan Poe —el
escritor favorito del protagonista de esta historia, gracias a la compañía que
le ofrecieron sus relatos durante tantos años de soledad— fue encontrado delirando en una taberna.
Siglos después, el 3 de octubre de 1982, Iván, un niño con medio cuerpo de
chico y medio de chica, llegaba al mundo para sufrir un calvario; ese mismo día
pero en 1987, su padre se despidió del planeta Tierra después de perder la
cabeza que jamás utilizó en sus veinticinco años de existencia. Ahora, otro 3
de octubre, Iván —al igual que su escritor favorito, pidiendo a gritos el
«nunca más» de El cuervo— deliraba a
voz en cuello mientras el cielo iba preparándose para recibirlo. Eran los
truenos de la muerte, los cuartos en forma de aviso antes de la campanada
final. En vez de «clon» sería «pum».
Pasaría
a los anales de la historia como una fecha crítica. Al lado de los martes y
viernes 13, el 3 de octubre se abriría un hueco como día de mala suerte.
—No me busques cuando salgas de aquí, Julián —dijo
Esther—. Hemos terminado.
—¡Pues
muy bien! —vociferó él, lleno de ira—. ¡Me es indiferente! ¡Por mí como si
subes a mamar las canicas de ese jodi...!
¡¡Pumm!!
Un
estruendo dejó que la amenaza de Julián se ahogara en su garganta. Los
presentes (Dani y el mandamás inclusive) se sobresaltaron. Elevaron y
contrajeron los hombros como si les hubiera dado un espasmo global. Se lo había
provocado un disparo, estaban seguros.
—No...,
no ha sido un trueno, ¿no? —preguntó una chica. Acto seguido, el chillido de
otra de ellas demostró que no. Gritaba escandalosamente y con el índice de su
diestra señalaba la ventana, por la cual, unos cuantos goterones se escurrían
de una considerable mancha sangrienta. Un grupo de chicas se unió al grito.
—¡¿Qué
pasa aquí?! —preguntó el sargento llegando a toda prisa. Las miradas le dieron
la respuesta. Todos observaban cómo la mancha de sangre seguía escurriendo por
la hoja abierta de la ventana.
Comenzó
a llover. Las gotas de lluvia caían finas y en aparente silencio. Representaban
tristeza, muy escasas en fuerza para hacerse notar. La congregación de
soldados, al igual que sus novias, se dio cuenta de que llovía al sentir
humedad, no ruido. El verdadero ruido importante había sonado una sola vez, suficiente
como para dejar a todos atemorizados.
—¡¡Alguien
ha disparado, mi teniente!! —gritó. El teniente coronel, caminando con medio
cuerpo adelantado, miró el cristal. La escandalosa mancha de sangre, en unión
al silencio que reinaba en el interior del habitáculo desde el que se había
efectuado el disparo, hizo de sus ojos dos esferas inquietas. Le titilaban las pupilas
como si dentro de ellas la llama de una vela luchase contra la fuerza de un
soplido que quisiera apagarla. Tragó saliva, aunque le pareció que un par de
alfileres le atravesaban las amígdalas. Se tambaleó, bajando los párpados un
segundo antes de decir:
—Su...Suban.
—Nadie movió un músculo tras la orden. Era la típica situación donde, cuanto
más lejos, mejor, igual que los urólogos ante una prostatitis crónica.
¿Cuál
es el mejor tratamiento para la prostatitis crónica? Que lo mire otro urólogo,
ese es el mejor. Ven a mi consulta con una epididimitis aguda en la que parezca
que uno de tus testículos es una berenjena, incluso con una torsión que te lo
esté retorciendo como si fuera una ubre a la que escurrir. Puedes venir con la
vejiga a punto de reventar, pero si tienes prostatitis crónica, que te vea
otro, a mí déjame de líos.
Se lavaban las
manos. El teniente coronel tenía las mismas ganas de subir y ver un cadáver
como de morirse: cero.
Que
vaya el sargento, se dijo.
—Se...,
se ha matado —balbuceó Dani desde el suelo, sin fuerzas.
De
nuevo un silencio incómodo, tan incómodo que el teniente se veía en la palestra. Los presentes dejaron de
mirar la sangre para mirarlo a él y, con ojos expectantes, decirle que venga,
que subiera y les informase de lo sucedido.
—¡Suba
a ver qué cojones ha ocurrido, sargento! —gritó presionado.
—Ss...Si...
¡Sí, mi señor! —El aludido se cuadró ante su superior: juntó las piernas,
saludó y, al momento, corrió hacia el interior.
Por
culpa de la lluvia, la mancha de la ventana se antojó como si fuera acuarela
roja, no sangre. Todos miraban cómo perdía color al mezclarse con el agua; sin
embargo, nadie supo observar que el destino había formado un dibujo macabro.
2
La taza de café se escurrió entre sus
manos cuando el corazón actuó como alarma. Los párpados de Ana se petrificaron
después de elevarse al máximo; era como si le hubieran anestesiado los ojos y
no fuera capaz de parpadear por más que quisiera.
—Iván—
susurró con angustia. Tenía el rostro desencajado; las líneas faciales marcaron su cara como si la desgracia que
sentía las hubiera esculpido a traición.
—¿Qué
ocurre? —preguntó Mariano, quien acudió al escuchar el sonido
de la porcelana al estallar contra el suelo. Su novia no respondía, había
quedado de pie, ausente, con la boca entreabierta y la sensación de poseer una
bomba dentro del seno izquierdo. Su corazón latía aceleradamente. Una gotita de
sangre se deslizaba por su empeine derecho tras haberse cortado con un pedazo
de taza al rebotar—. Cariño, ¿estás bien? —insistió.
Ella hacía caso omiso. En sus ojos se reflejaba el gris del cielo que entraba
por la ventana del patio, pero no era más que el tono del sufrimiento. El motor
de su cuerpo parecía repiquetear, añadiendo punzadas dolorosas como si en vez
de un órgano bombeando tuviera un cuchillo asestándole puñalada tras puñalada.
Eran más dañinas que las verdaderas que sufrió en el pasado.
—Iván
—repitió. Sus ojos se llenaron de lágrimas, igual que
esponjas a las que hubiera apretado con suavidad y empezaran a soltar agua.
Titilaban como si las dos escleróticas estuvieran envueltas entre plástico
duro, irrompible a la vista. Los párpados no resistieron más tiempo y parpadeó
una vez, un visto y no visto; y entonces, el sufrimiento rompió esa especie de
barrera invisible que lo retenía, brotando dolor de la misma forma que seguía
manando la sangre de su pierna.
—¿Por
qué lloras? ¿Qué le ocurre a Iván? —Mariano no sabía a cuál de las dos
preguntas quería que le respondiera primero, pero después de formularlas,
dedujo que con conocer la respuesta de la segunda, entendería la primera. —Iván
se despidió de ellos un día antes para ir al servicio militar, y fue este quien
lloró mientras Mariano le recordaba aquello de que los hombres no lloran. Ana
se hizo la fuerte todo lo que pudo, pero terminó por encerrarse en la
habitación de su hijo y echarse a llorar. Cuando su novio entró, la pilló
colocando ropa de Iván, y su abrazo sentido calmó las lágrimas. Su niño se
había ido, pero además justo un día antes de su cumpleaños. El 3 de octubre de
1982 Ana recuperó la sonrisa; desde 1987, los 3 de octubre ya no eran el día en
que había traído a su hijo al mundo, sino la fecha donde ella volvió a nacer
después de estar con medio pie en la tumba. Por ello, cada año celebraba dos
cumpleaños: el 24 de agosto (el verdadero) y el mencionado 3 de octubre.
Prefirió olvidar que esta última fecha también marcaba algo terrorífico. Su marido
había muerto mucho antes de suicidarse, por ello no fue muy difícil enterrarlo
para siempre. Le costó pegar ojo y había amanecido con tristeza—. Le echas de
menos, ¿es eso? —La agarró de los hombros. Nada más tocar su piel se le helaron
las manos—. Cariño, ¡estás helada! —gritó, asustado—. ¿Puedes decirme qué te
ocurre?
Ana
perdió el color. Las manos empezaron a tiritarle, tan blancas como su tez, a
excepción de los nudillos, en donde un abultado color se resistía a palidecer. Los
pliegues del rostro descendieron al comenzar a abrir más la boca; era como si
la piel se estuviera derritiendo por momentos, algo semejante a llevar una
mascarilla que empezara a agrietarse por no respetar su tiempo de uso. Abrió
más la boca; su lengua —seca y pastosa—
se encogió hasta rozar la campanilla. Formó una “S” horizontal, como un
pergamino enrollado. El extremo comenzó a elevarse mientras un caldeado suspiro
se escapaba por la escasez de huecos que dejaban los labios. Los pómulos se
comían a los ojos, hundiéndolos dentro de lo que antes habían sido dos párpados
firmes. Emitía sonidos guturales en lo que sus órganos de visión, atrapados
entre dos paredes de carne, se antojaban como dos perlas vidriosas en el
interior de una ostra.
«Te quiero mucho, mamá. Quiero que sonrías siempre,
que estés alegre y que yo lo sienta desde…
… que yo lo sienta desde…
…desde…»
Recordaba las últimas palabras de su hijo mientras
luchaba por recuperar el oxígeno. Sería fácil poder hacerlo al poseer una especie
de ventanilla de emergencia en caso de disgustos, pero el ser humano no cuenta
con ninguna, y cuando no se puede respirar, el cerebro exige oxígeno mientras
algo rebelde, llamado adrenalina, se dispara alocadamente. En el caso de Ana, recordar lo último que dijo
Iván no hacía sino empeorar la situación.
Mariano tenía frente a él al vivo rostro del horror.
Su novia, esa mujer de treinta y cinco años recién cumplidos y con especial
hermosura gracias a sus rechonchos carrillos — los cuales realzaban su beldad—
se había convertido en una especie de cadáver firme, como si sus pies se
hubieran fundido con las baldosas del piso. Su cara ya no poseía los orondos
mofletes que le daban ese toque sexy, sino unos hoyuelos remarcados, como si su
propia carne se los acabara de succionar. Era una calavera forrada en una fina
capa de piel, con las venas de la frente en relieve, latentes y en forma del
mismo relámpago que paralizó a Mariano al verlo manifestarse en el patio a modo
de luminoso fogonazo. Se estremeció instantes previos a zarandear a su chica y
decirle:
—¡¿Qué te ocurre, Ana?! ¡Reacciona, por el amor de
Dios!
Pero le era imposible reaccionar. Mantenía una
beligerante batalla entre los recuerdos y la sensación de acabar de entender
las últimas palabras de su hijo. Sabía que desde pequeño había sido alguien
especial, un niño sensible pero con el don o la desgracia de ver las cosas
antes de que estas ocurrieran. Iván se había despedido de ella; la corazonada
se lo acababa de dejar en bandeja, y solo tuvo que revivir su voz para darse cuenta
de que no volvería a escucharlo ni a verlo vivo nunca más.
«Desde allí…
Desde allí… Que yo lo sienta desde allí».
La lengua de Ana se sacudió con un ligero espasmo.
Su garganta marcó el movimiento al tragar por instinto y al tiempo que abría y
cerraba las manos.
“Allí” no era la mili, “allí” era el cielo.
Profirió un ahogado ronquido. Atronó en su pecho
como si se lo hubiera partido antes de llegar al exterior. Vomitó el
sufrimiento que se estaba ensañando con ella, con tanta dureza que la dejó
encorvada.
—¡¡SE HA MATADOOOO!! —aulló enloquecida—. ¡¡MI HIJO SE HA
MATADO!!
Agarró un brazo de su chico con la diestra,
apretándolo tan fuerte que al movimiento parecía que acabara de agarrar un
cable de alta tensión.
—Qué… —Mariano hizo una pausa. Sus palabras
salieron a modo de quedos balbuceos; después, digiriendo lo que acababa de
escuchar, reaccionó gritando—: ¡¿Qué dices?!
—SehamatadoSehamatado… —repetía, atropellándose a
sí misma—. Mi ni… Mi niño se ha matado. ¡¡SE HA MATADO!! —Sacudía el brazo de
su novio con cada grito—. ¡¡SE HA MATADOOO!!
»¡¡IVÁAAAN!!
Se dejó caer. Las rótulas golpearon las baldosas
con un sonido similar al de una bola de petanca al chocar contra otra; acto
seguido los puños hicieron lo mismo, solo que, insatisfechos, repitieron el
proceso una y otra vez, y a gritos de: «Iván, Iván».
—¡Tranquilízate! —Se agachó para abrazarla.
—¡¡MI NIÑO ESTÁ MUERTO!! —Daba puñetazos al suelo,
igual que Iván los dio antes de morir—. ¡¡ESTÁ MUERTOOOO!!
—¡¿PERO POR QUÉ LO SABES?! —Mariano también estaba
histérico. No entendía nada.
—Mi ni… —Se detuvo. El corazón volvió a sacudirle
el pecho con fuerza. La boca que antes había estado tan abierta se fue cerrando
al tiempo que la piel se destensaba para que las arrugas regresaran a su
posición habitual.
—Ana —Mariano se preocupó—. ¡¡Anaaa!!
Ella soltó una serie de estertores, rígida y con la
vista perdida. Sus ojos miraban pero no veían; era su cerebro quien terminaba
de revivir las últimas palabras de Iván.
«Saber que
estás feliz y contenta, todos los días de tu vida. Hazlo».
Una lágrima brotó de su ojo derecho. En vez de agua
parecía ser de plomo, ya que mientras se deslizaba por su rostro, Ana perdió el
equilibrio hasta caer de bruces.
3
El sargento llegó hasta la habitación desde donde se había escuchado el
disparo. Tenía la puerta entreabierta, y con tan solo un empujón con la culata
del arma, un triste toque, la madera le haría un hueco lo suficientemente
amplio como para que entrase a desvelar el misterio.
No era la primera vez que se veía en una como esa.
Diez años atrás, mientras hacía las prácticas para entrar en el cuerpo de
policía, un aviso a las cinco de la madrugada le dejó frente a una vivienda que
se repitió en su subconsciente noche tras noche, como una digestión demasiado pesada.
«C/Avoceta 26 3ºC». Ahora la dirección afloró en su
mente sin previo aviso, empujando al resto de pensamientos para ser la única
protagonista. El sargento Redondo necesitaba empujar de esa manera: sin avisar.
Aquí estoy yo porque he venido, y no hay
más cojones que los míos.
No los tenía. Ante débiles, cabos y demás militares
desarmados sí, pero después no.
La puerta que tenía delante no era más que un
deteriorado rectángulo de madera, fino y abombado como un pedazo de cartón
humedecido; sin embargo, el terror le hacía verla tal y como vio la de aquella
casa medio destruida: de aluminio agujereado, igual que si la hubieran llenado
de perdigones; con varias abolladuras en la parte baja —seguramente de la gente
que la pataleó por comodidad al no tener timbre— con un agujero del tamaño de
una galleta María en la parte superior, carente de mirilla y, la “C” del 3ºC,
bocabajo, pendiendo de su parte inferior. Verla así era como estar delante del
3º S. Quedó en la pared una marca empobrecida, igual que si alguien hubiera
repasado su contorno con un lápiz 2H y apenas se viera. La pieza medio suelta y
de color plateado, terminaba en un finísimo extremo que le daba aire de
guadaña.
Ese día empujó la puerta quien lo acompañaba. Lo
hizo con la puntera, y acto seguido, apuntó con el arma reglamentaria.
«¡Policía!», gritó. Él lo siguió.
No tenía miedo. Iba acompañado; de ocurrir algo, al
primero que se llevarían por delante sería a su tripudo compañero, no a él.
Para entonces ya habría disparado a matar.
No hubo disparos, y no encontraron sangre, asesinos
ni cadáveres. No obstante, con lo que vieron hubo un antes y un después en la
vida del sargento Redondo. Desde ese día dividió sus primeros veinticinco años
en un bloque, y los quince restantes —hasta la fecha— en otro.
Una mujer baja y rechoncha, con el cabello rubio, y
que con el ajetreo de sus movimientos lo hacía parecer las tiras de trapo de
una fregona vista de espaldas, subía y bajaba el brazo izquierdo en continuas
repeticiones. Lo alzaba, esperaba unos segundos y volvía a bajarlo. Parecía el
brazo del muñeco Chucky apuñalando a
sus víctimas; de hecho, la señora también asestaba puñaladas, solo que a algo
tan inofensivo como…
(Iván, el enclenque con los huevos del
mismo tamaño que los de tu hijo recién nacido, y que ahora se ha volado los
sesos para que seas el primero en ver el cráter de su melón reventado), se le cruzó por la mente y lo desechó
sacudiendo la cabeza.
… una almohada. La había rajado de arriba abajo
infinidad de veces, y continuaba haciéndolo una y otra vez. Con cada puñalada,
volaban pedazos de algodón como si fueran plumas. Cuando la señora se dio la
vuelta, los agentes apreciaron un rostro sonriente y feliz, de gruesos y anchos
labios marcando un esbozo desdentado, pero tan amplio en su reducida cabeza y
de cuello prácticamente inexistente, que daba la sensación de ser solo una
ennegrecida boca con dos lupas tan gordas en los ojos como el culo de dos
botellines de Coca-Cola. El filo del
cuchillo, al que sostenía y ofrecía a los dos hombres como si acabara de sacar un
conejo de una chistera, se curvaba hacia arriba a modo de calzador.
«Mi pobre marido lleva días sin quejarse, y quiero
que se queje, agentes, vaya que sí». Rio, y lo hizo como las típicas brujas de
cuento, esas que ríen a carcajadas en lo que remueven la pócima en un caldero
gigante.
Se trataba de una señora que llevaba ocho años
viuda y que había soportado la agonía de su marido con tanta intensidad, que
aun cerca de una década sin él, todavía revivía sus quejidos como si siguiera a
su lado. Al no escucharlo, acuchilló la almohada en la que él apoyaba la cabeza
pensando que así lo volvería a sentir gritar…
El sargento Redondo se pasó más de tres meses
durmiendo a deshoras y sufriendo pesadillas cada vez que el sueño lo vencía.
Veía sus pies caminando largos minutos por un pasillo, y así hasta que topaba
con un habitáculo donde una señora apuñalaba algo que emitía quejidos ahogados.
Cuando esta se daba la vuelta, el arma que portaba en la mano era en realidad
una avoceta (como la calle) con el pico curvo y manchado de rojo. En la cama,
un esquelético anciano yacía abierto en canal, solo que en vez de escurrirle
sangre por el tórax, le salían plumas. Sus escleróticas eran de color marfil,
pero también con plumas rojas encristaladas en vez de iris, igual que si fueran
la decoración de una canica.
«He desplumado al gallito porque no dejaba de
cacarear, madero. ¿Quí-quiri-quí eres que haga lo mismo contigo?». Después de
hablar, la señora reía mostrando una amplia hilera de plumas rojas.
Cada vez que despertaba de la pesadilla lo hacía
empapado en sudor y con miedo de mirar al lado vacío de la cama por si
encontraba allí a un anciano amortajado con plumas rojas. A veces llegó a tener
la ligera sensación de que alguien le observaba en la noche, de que ese espacio
derecho —ausente de mujer por aquel entonces— se hacía notar con una
respiración entrecortada y quejumbrosa. Apretaba los párpados al máximo y
volvía a recostarse, tiritando como tiritaba cuando de pequeño pasaba largas
horas leyendo novelas de terror bajo la cama, con tan solo el tenue foco
azulado de la linterna que su padre guardaba en la mesilla para casos de
emergencia. Ya por aquel entonces le costaba pegar ojo sin antes temer la
aparición de algún fantasma o monstruo. Al esconder los ojos entre las
persianas de carne, emergía en su mente la imagen de la vieja asesina empuñando
el cuchillo.
«¿Quí-quiri-quíeres que perfore tus cuadradas
abdominales, señor Redondo?», y la imaginaba cortando esa tableta de chocolate
trabajada en duras horas de gimnasio. La vieja reía mientras él sufría ataques
de pánico.
Después de más de seis semanas así, decidió
abandonar el cuerpo de policía sin apenas haber entrado. Para dárselas de chulo,
pensó que era mejor hacerse creer que necesitaba un arma más grande, que una
pipa le sabía a poco, vestir de verde en vez de azul y sostener un fusil con
las dos manos, en las mismas que, ahora, no lograba templar los nervios. Llevaba
el miedo consigo, acompañándolo a cada paso que daba como si fuera una sombra
traicionera. Ese temor le resultaba curioso sabiendo que dentro encontraría al
ser más ridículo que había conocido en su vida, por ello no entendía cómo era
posible que, solo pasados los cuarenta, sus manos temblaran como si en verdad
fueran las de un viejo de ochenta años.
Lo de la «vieja pollera» (como la terminó llamando
para normalizar el problema) fue lo más
duro que había vivido en sus años de existencia; por ello, que ahora se viera
temiendo por un ser que, según él, lo que daba era risa y no miedo, le
intranquilizaba sobremanera, y hasta golpeaba en su orgullo. Se sentía como un
niño que teme al hombre del saco.
Es la puta risión del cuartel, joder, pensó intentando
envalentonarse para entrar en la habitación. Sudaba copiosamente. El arma no
dejaba de moverse a causa de los nervios, sonando como si el hierro copiase el
sonido de un castañeteo de piezas dentales.
¡Tranquilízate, hostias!, se dijo, con la frente empapada entre
gotas de lluvia y sudor frío (muchas más de este último). Solo es
un niño con tetas y largo de huesos, nada más. —En menos de veinticuatro
horas Iván se había convertido en la comidilla del cuartel. La llegada de un
chico con tetas rompía todos los esquemas. Atrás quedaría el salir de la mili
con quinientos gramos más en cada testículo: los militares se excitarían al
compartir habitación con alguien que de cintura para arriba tenía lo que tanto
les gustaba acariciar en sus parejas. Cuando el sargento hizo la mili, tanto él
como sus compañeros aguantaron dieciocho meses sin haberse tocado el miembro
más que para orinar, ni siquiera sintieron la necesidad de aliviarse. No había
nada femenino que despertara su más que muerta testosterona; sin embargo, cada
vez que Iván se cambiara delante de ellos, varios mástiles alzarían la bandera.
A más de uno le provocaría excitación y, después, estrés postraumático por
habérsele levantado mirando las tetas de uno con un colgajo entre las piernas (terrible
trauma para los puros machos)—. Recordó lo que le había comentado al teniente
sobre Iván, y la reacción de este último le arrancó una sonrisa, como en su
momento. Ambos habían reído largo y tendido.
«—¿Un hombre con
pechos? —El teniente se incorporó, lívido. Apretaba los dientes—. ¿Está usted
de guasa, sargento?
—En absoluto, mi
teniente —Tragó saliva, cuadrado ante la imponente figura de su superior. No
había sido fácil decirle lo que acababa de llegarles, pero no tenía otra opción—.
Y… —Volvió a tragar saliva—. No es un hombre, señor.
El teniente se acercó
hasta él. Los cuatro pelos canosos que le quedaban bajo las sienes se movían al
emitir muecas, como si fueran mofletes al masticar. El sargento, todavía
cuadrado, con la vista al frente pero con un continuo sube y baja de su nuez de
Adán, contuvo la respiración.
—¿Me está diciendo que se
ha colado una mujer? —preguntó con voz calmada, lenta—. ¿Una mujer en un grupo
de veinte hombres? ¡¿ME ESTÁ DICIENDO ESO?! —le vociferó al oído.
—No…no, señor —Se
atropelló al responder—. Ti…tiene… —No sabía cómo llamar al sexo de Iván—.
Parece un hombre, pero es… —Volvió a tragar saliva—. No sé lo que es, mi señor,
pero de hombre tiene poco.
El teniente levantó más
los párpados. Sus pobladas cejas —prácticamente una sola unida en dos— se elevaron
hasta hacer desaparecer los pliegues de la frente. Fue como si estos tuvieran
vida propia, vieran algo superior y dijeran: aquí viene la grande, y enfadada. Hay que esconderse. Miró al
sargento apretando los puños, rugiendo como un molesto ronroneo.
—¿Dónde está ese ser? —Las
palabras salieron por los huecos de sus dientes sellados, apenas sin mover los
labios.
—E…en el baño, mi
teniente —Su nuez volvió a subir y bajar con un ruido similar al de la propia
garganta al tragar líquido a la fuerza.
El teniente, después de
observarlo unos ocho o diez segundos más, se dirigió a los vestuarios. El
sargento apretó los párpados, murmurando entre súplicas de: la que se va a armar. No quiero saber nada,
y menos comerme el marrón. Pero apenas un minuto más tarde, una carcajada
del teniente y, la de los restantes diecinueve hombres acompañándola, le
hicieron respirar aliviado».
Borró el recuerdo al
empezar a entrar en la habitación; nada seguro, pero sin otro remedio. Había
salido impune al haber ridiculizado a Iván delante de todos sus compañeros,
aunque si no entraba a ver su supuesto cadáver (todo le indicaba a que así
sería) iba a ganarse varios días de arresto, e incluso podía que hasta
compartir castigo con alguno de los novatos, y ello volvería a herirle el
orgullo. La sonrisa también se le borró.
Se adentró en la habitación.
Desde el umbral golpeó la puerta con la puntera de la bota, torpemente, lo que
hizo que saliera disparada contra la pared, el pomo chocara contra ella y,
este, como si tuviera vida propia para atolondrarse, regresara impactando
contra el antebrazo del sargento. Con el alma encogida y el corazón desbocado,
como si en el pecho tuviera el cañón de una ametralladora disparando contra una
pared acolchada, dio un leve respingo, lo justo para que las cervicales
protestaran con un sonido muy parecido al que deja una fina capa de hielo en la
nevera después de presionarla por varias partes. Expiró, pero la respiración se
le cortó igual que un amago de estornudo.
—Me cago en la ma… —masculló.
—Cuando tenía cerca de nueve años, una vez durante un berrinche en casa de
papá, y en presencia de su querida (no la novia, sino la otra de después),
golpeó la puerta de la habitación con una fortísima patada. La querida de papá
se enfadó y le dijo: «No quieras hacerte tan duro y deja de maltratar la
puerta. Las puertas no devuelven los golpes».
Debías de chuparla muy bien para que mi padre te aguantase tanto,
porque lo que es razón, no has tenido nunca en tu puta vida, pensó.
La puerta le había
devuelto el golpe, pero también sabía de sobra que a veces, cierto tipo de
golpes resultan ser más duros que los físicos. Ver a Iván sin vida, tal vez
despatarrado y bañado en sangre, iba a ser un duro golpe para él.
—No quiero verlo —dijo
con algo más de firmeza en el pulso, pero flaqueándole las piernas.
Claro que no quería
verlo así. Lo quería vivo, verlo llorar con la cabeza gacha mientras se reía de
él delante de sus compañeros. Ver cómo le bailaban los senos con el ajetreo del
pecho al hipar mientras se cubría sus partes con las dos manos, pudiendo
prescindir de una de ellas.
«—¿Tu novia de donde te
ordeña?
—¿Algo así cree que
tiene novia, mi sargento? —respondió Julián con una pregunta—. ¡¡Le daba la
teta a su madre en vez de ella a él!!»
Quería seguir viviendo
escenas así, esas que resultaban desagradables para Iván, no para él.
Avanzó dos pasos más.
Los pies le temblaban como si estuviera pisando por un campo minado. La
habitación se repartía en literas: cinco a un lado y cinco a otro, y al fondo
derecho, medio oculto por la última litera, un triste ventanuco abierto con las
hojas de aluminio. Allí estaba la prueba: las gotas de sangre escurriendo por
el cristal dejaban claro que el chico se había disparado.
—Tiene que estar bajo
la ventana —se dijo, de nuevo inmóvil.
La cama superior más cercana del lado izquierdo
tenía la sábana colgando y prácticamente tapaba la de abajo. Si no fuera por la
sangre de la ventana, el sargento habría pensado que Iván se escondía allí.
Siguió avanzando. Al aproximarse sintió una
opresión en el pecho que iba ascendiendo. Para él era como vivir la extracción
de un endoscopio sin anestesia, la sensación de querer vomitar algo sólido pero
estancando en la garganta. ¡Ese puto
medio medio está cadáver y me toca verlo a mí!, pensó con terror
nauseabundo. El atranque de los nervios se convirtió en arcadas. El estómago le
rugió con violencia, pareció hacerse un nudo y le obligó a sacar pecho mientras
abría la boca. Tenía a un muerto a escasos cinco pasos de distancia, y no a uno
cualquiera, sino a “el muerto”: un tío con tetas naturales y con el vello público tan poblado que le
ocultaba la mitad de su micropene. Para el sargento Redondo era como ver un
clítoris rodeado de dos quistes epidérmicos. Y después estaba ese medio balón
de rugby en el coco, latente y con venas tan gordas como tallos. Lo había visto
latir con sus propios ojos, y era lo que ahora imaginaba muerto.
«Pero, ¿qué cojones se supone que eres?», le había
preguntado al vérselo, llegando a pensar que una persona así podía tener el
corazón en la cabeza. Pensaba de Iván lo mismo que pensaron de él sus
compañeros de colegio: un mal polvo en
una noche de borrachera.
«—A tu madre la debieron de joder en una postura
aún por descubrir, pero de seguro que con más trajín que el de una montaña Rusa.
—Me gustaría saber cómo es la madre, sargento —dijo
Dani.
—A mí me gustaría más saber cómo es su padre —respondió
el sargento—, y darle dos hostias por no saber meterla bien. —Se quedó mirando
a Iván con seriedad mientras los demás reían.
—Es… está muerto —respondió Iván, reprimiendo las
lágrimas, con la cabeza gacha y las manos cubriendo sus partes.
—Mejor —respondió el sargento—, porque si no lo
mataría yo mismo por tener que aguantar ahora a su fruto podrido. —Iván empezó
a llorar—. No llevas su recuerdo en el pecho, ¡llevas el requesón que un día
necesitó ser leche para preñar en condiciones a tu puta madre! —Todos reían—. Eres
un rompecabezas humano, con los pectorales abolsados y el nabo encogido de por
vida. Y… —Apiñó los párpados para observar el bulto de Iván con atención—.
Pero… —Palideció al verlo palpitar. Se movía como si alguien lo empujara desde
dentro. El sargento puso una cara ignota para él mismo. De haberse visto en el
espejo en ese instante, se le habría detenido el corazón—. Qué… ¿Qué coño
tienes ahí?».
Se lo seguía preguntando. Recordándolo, volvió a
sufrir una arcada.
Si te has volado los sesos, ese bulto…
No le quedaba más remedio que comprobarlo.
Apretó los párpados con renuencia antes de dar un
nuevo paso, y después otro. Sabía que al abrirlos encontraría el cadáver, a no
ser que, además de mal hecho, también contara con una vida extra y estuviera
vivito y coleando.
Exudó de nuevo. Por la frente le corrían gotas
frías, igual que si estuviera a cuarenta grados a pleno sol. No parecía llevar
un fusil, sino un cencerro de metro veinte. Las manos se aferraban a él con
tanta fuerza que las venas copiaban el grosor de las de…
el puto bulto, pensó mientras le tiritaban sin manera de
calmar el pulso.
Avanzó otro paso más. Juntó las piernas de la mima
forma que las unía para cuadrarse ante el teniente, solo que esta vez, le temblaban
tanto que hacían sonar lo que llevaba en los bolsillos bajeros del pantalón. Apretó
los dientes. Una gota de sudor empezó a deslizarse por su párpado izquierdo, y
al notar el contacto, se estremeció. Había sido una simple gota de sudor;
cuando mirase a Iván, vería cientos de ellas repartidas en, seguramente, más de
un sanguinolento charco.
El cielo atronó en compañía de un resplandor
mortífero, tan repentino e inesperado, que el sargento se vio en la misma
situación en que se había visto Iván durante toda su vida y, sin ir más lejos,
delante de él. Se orinó en los calzoncillos. Él si los llenaba, bien ajustados
a sus partes, pero a la hora de la verdad, la orina era exacta a la de Iván; el
miedo también. Acababa de orinarse delante de la persona a la que agredió por
haberlo hecho en su presencia.
«Los hombres no se mean encima, miedica».
Apretó más los párpados, con ganas incluso hasta de
llorar, y llorar de miedo. Si sus palabras de verdad eran ciertas, él tampoco
era un hombre.
Joder… ¡Joder!
El agobio, la desesperación, quizá el terror o una
mezcla de todo lo descrito, le hizo levantar los párpados. Desde el inicio
tenía pensado hacerlo poco a poco, pero lo culminó de un rápido movimiento. Al
levantarlos, las elucubraciones de todo el camino dieron a luz a la pesadilla.
En lo de que los hombres no se mean encima no tenía razón, ni tampoco al haber
afirmado que el cuerpo de Iván había venido al mundo para provocar risas y no
miedo, ya que nada más mirarlo, se aterró por completo.
La hilera de dientes de abajo fue apartándose de
sus compañeros superiores, cayendo la mandíbula con tanta lentitud que parecía
un grito en slow. Cuando los labios
terminaron de separarse, le dejaron el rostro petrificado. Era como si el
tiempo se hubiera detenido y el sargento fuera un mimo aguantando las ganas de
moverse a propia voluntad, ya que el terror interno le hacía tiritar igual que
un espantapájaros ante una ráfaga de viento.
—Qué…—Se le cortó la voz. Tanto horror contenido,
tantos nervios soportados durante el trayecto, terminaron por agarrotar sus
manos. Quedaron dos rígidas y heladas garras incapaces de sostener el fusil por
más tiempo. El arma, por culpa de la tiritona, cayó al suelo para dejar al
hombre (desde hacía segundos como nuevo miembro del club de los hombres meones)
indefenso a la par de acongojado. Intentó decir: «¿Qué demonios te has hecho?»,
pero ese “qué” fue lo único que arrancó a pronunciar. Quería gritar, llorar,
despegar las suelas que parecían haberse fundido con la tarima del piso y echar
a correr. Correr sin mirar atrás ni volver a pisar nunca la habitación.
Bajo el pequeño ventanuco, sentado en el suelo, con
la espalda apoyada en la pared y sosteniendo el arma que había acabado con su
vida, Iván yacía ensangrentado. Era él, el sargento no tenía la menor duda. Quería
mirar alrededor y visualizarlo todo, pero le era imposible. Sus ojos sí tenían
intención de responder, pero su cuello no. La cabeza entera le vibraba y le
hacía pensar que el cerebro navegaba por libre dentro del cráneo. Lo sentía
moverse como un fruto dentro de un tarro de almíbar; y es que con el continuo
tembleteo, la calavera se antojó suelta. Era como si de pronto la capa de carne
que la mantenía sujeta acabara de hincharse y el conjunto de huesos hubiera
quedado suelto, golpeándose de un lado a otro como el compartimento secreto de
una caja con doble fondo en movimiento. Contemplaba algo tan aterrador que el
miedo le invadía por dentro y por fuera.
Es… es…, balbució entre dientes.
Los ojos se desplazaron al lado derecho. Solo los
ojos, sin giro de cuello. Sentía tirantez, frío en la esclerótica y dolor en la
mitad del globo. Forzar la vista así no era nada bueno, pero mucho peor era que
el flexo con el que se había ayudado Iván para escribir su historia, enfocara
directamente hacia la parte que, o bien tendría que imaginar el sargento, o
bien recordarla. No tenía intención de cumplir ninguna de las dos opciones,
solo apretar los párpados con fuerza y desaparecer. Esa sí. Lo firmaría sin
dudarlo. Lo que restaba de ese cilíndrico foco de luz alumbraba la mancha de
sangre que el cadáver tenía encima de los hombros, repartida por la pared. Al
haber oscurecido a causa de la tormenta, al contraste del tenue haz de luz se
antojaba como una sombra color magenta. El sargento no quería mirar más a Iván,
o mejor dicho, a lo que quedaba de él…
Después de haber visto lo que intentaba borrar de
su mente, vio de refilón cómo el fusil corto, apoyada entre el hueco de las
piernas abiertas, ocultaba los genitales, y cualquiera que no conociera a Iván
podría llegar a pensar que se trataba del cuerpo de una mujer algo ancha de
espaldas. Tres cuartas partes del arma descansaban entre ese canalillo que
nunca debería haber tenido; los antebrazos elevaban los senos y la sangre
escurría por ellos con la misma velocidad con que un puré se desliza por el
recipiente al que vuelcan para servirlo. El sargento jamás había visto una
sangre tan espesa.
Ahora, minutos después de haberlo visto, mientras
seguía mirando al flexo de la mesilla, el cielo volvió a hacerse notar. Un
trueno estalló en sus aguzados oídos, el terror le invadió del todo y comenzó a
llorar. Lloraba con vergüenza, sufriendo como nunca había sufrido de niño.
Por primera vez en su vida se lamentaba de haber
tomado la errónea (ahora era errónea) decisión de abandonar el cuerpo de
policía. Bienvenida fuera por siempre la vieja descuartizadora de almohadas. Sí, vuelve tú y raja lo que quieras. Vuelve
a mi recuerdo. A ti te pude olvidar, pero lo que acabo de ver y estoy viendo,
no lo olvidaré mientras viva. Regresa y llévatelo. Prefería volver a tener
pesadillas con ella que tenerlas con Iván. Barruntaba que así sería, por ello
no dejaba de llorar como si fuera un crío de no más de cinco años, un niño que,
por ejemplo, acababa de ver cómo su padre era un cuerpo sin vida, pero que lo
que le había aterrado horas antes estuviera separado de su cuerpo y rodeado por
dos agentes de policía; llorando como un niño que no entendía por qué su papá
ya no tenía cabeza, y a esta, le escurría un charco de sangre bajo la nuez del
poco cuello que le quedaba.
«La bruja malvada se llevó la cabeza de mi papá».
Así lo arregló Iván antes de empezar a sentirse culpable del suicidio y ver al
fantasma de su progenitor llamándole asesino, y hasta ofreciéndole los besos
que nunca antes le quiso dar.
Iván lo logró en parte durante su infancia, pero…
¿Cómo lo vas a hacer tú, presidente del
club de los hombres meones?
Era como si se lo preguntara su propia y remordida
conciencia.
¿Cómo me vas a decir a mí, a tu querida
mente, que borre esta imagen?
—No le que… —Quiso decirlo del tirón. —Sabía que lo
mejor ante situaciones tan duras era hablarlo. El ser humano tiende a ocultar,
a callarse todo, pero la mejor cura no es cebarse a antidepresivos de la felicidad
y ansiolíticos que te dejen como una malva, sino hablar y hablar. Esa es la mejor
medicina—; quiso, esperanzado de abrir paso a lo que podría ser una nueva
temporada de insomnio y delirios del subconsciente, pero no pudo. Dentro del
vibrante cráneo sí; los pensamientos son la respuesta al temor: una especie de
desahogo enmudecido que se manifiesta sin previo aviso, aflora en la mente y
toma el control del individuo. Intenta
hacer algo sin contar conmigo, que jamás podrás. Nadie es capaz de hacer callar
a su cabeza.
Eso no es cierto, y el sargento sabía que no lo
era. El ridículo sin cojones le acababa de demostrar que tenía más que todo el
cuartel al completo. Encogidos, apenas apreciables, pero bien gordos en cuanto
a simbolismo y valentía. Toda su vida fue un gallina para sus compañeros de
colegio, para su abuelo, para su padre. Dicen que suicidarse es de cobardes,
pero las agallas de quien lo hace no pueden discutirse. ¿Pensarlo? Muchos,
prácticamente todo el mundo en algún momento, ya sea en un mal día, en una
época de subidas y bajadas, con abundancia de estas últimas hasta ansiar
desaparecer. ¿Hacerlo? Muy pocos, pero llegar a ese punto y solo imaginarlo,
provoca más escalofríos que cualquier escena terrorífica.
No le queda cabeza, se dijo el sargento para sí mismo, con
miedo de escuchárselo en voz alta. Era tan terrible que no sentía fuerzas para
articular palabra. Tenía delante la prueba de que sí hay gente capaz de callar
a su cabeza. Iván lo había hecho, y con tantas ganas, que la redujo a polvo.
El sargento no lo quería mirar porque Iván se había
asignado un final muy parecido al que tuvo su progenitor. Trece años más tarde
(aliándose el tan temido trece al 3 de octubre, el nuevo número de la mala
suerte) una bala finalizó sus quebraderos de cabeza.
«Métetelo en la cabeza», y se lo metió. Necesitaba
meterse una bala, perforarse la sesera y desaprisionar los recuerdos que no
habían hecho sino martirizarlo. Dieciocho años enjaulados como un pájaro sin
libertad, de un lado a otro, golpeando las paredes del cráneo y provocándole un
gravísimo dolor emocional. Mientras crecía el orgullo de las personas que lo
despreciaban, las burlas y los insultos iban alimentándose de la debilidad de
Iván, creciendo ellos hasta inflamarse y, resignados, dar la sensación de
explotar. Un cúmulo de recuerdos es peor que mil bacterias concentradas en una
parte del cuerpo. No descansa hasta que se abre una herida, sangra, duele un
tiempo y luego sana, forjando una cicatriz que preside el momento de la
intervención. Me acuerdo de ti porque
eres un signo y te veo, no un síntoma que llevo por dentro. Eso se dice la
mayoría de personas cuando, años después de sufrirlo, recuerdan un golpe al
caer de un columpio, los siete puntos en la frente por jugar a tirarse piedras o
los tres implantes que sustituyen a las piezas que se dejó en un banco de
piedra por hacerse el duro delante de las chicas… Los recuerdos no se borran a
no ser que, la tan temida amnesia, aparezca cuando más la deseas y te borre el
disco duro. De otra forma, es imposible formatear la memoria si no le dices
adiós al mundo.
Tras el disparo, los exasperantes recuerdos
salieron a presión igual que pus después de haber reventado un doloroso y molesto
absceso. Los «pichapequeña», el que no era un hombre, que no servía para más
que llorar y mearse, que la tenía pequeña y que no follaría nunca, chocaron
contra la pared como si fueran pintura roja tras reventar una bola en una
batalla a disparos de colores.
Iván se había encañonado a sí mismo metiéndose el
arma en la boca. Sus dientes, castañeteando de puro nerviosismo, estuvieron
golpeando el cañón mientras sufrían dentera. Parecían una máquina de coser en
pleno funcionamiento, solo que reproduciendo un sonido idéntico al de una uña
golpeando una pieza de porcelana sin descanso: “KikKikKik”. Tragó varias veces sin
mover la boca (lo había hecho siempre que le lavaban el cabello en la peluquería,
y ello le irritaba porque cada vez que apoyaba el cuello en el reposacabezas,
tenía la sensación de que se le iba a partir la garganta. La boca se le abría
sola como si fuera uno de esos muñecos de juguete a los que se les bajan los párpados
cuando los tumban, y le tocaba ingeniárselas para tragar), provocando un ronco
sonido gutural mientras sus párpados subían y bajaban una y otra vez. Las
lágrimas le quemaban los ojos; le lloraban solos como si se los hubiera frotado
con las manos sucias y estos respondieran con escozor. Los dos pulgares de cada mano —ambos
acariciando el gatillo como quien acaricia con ligereza la rueda de un mechero
pero asegurándose de que no se encienda— tiritaron descompasadamente. Iván
sabía que ellos eran el cerebro de su final, los encargados de poner el último
punto a su historia. Solo tenía que apretar y dejaría de existir.
Apretó, después de maldiciones, insultos a la
humanidad y a sí mismo. Sonó el disparo, la bala golpeó la campanilla como si
fuera la trampilla baja de una puerta por donde los perros de las películas
americanas entran a toda velocidad y, adentrándose entre carne, músculo y hueso
siguiendo un camino en diagonal, lo perforó todo hasta agujerear la parte
pariental. Desarmó la cabeza igual que si fuera un pollito empujando el
cascarón que lo aprisiona de la libertad, y lo redujo a polvo. En la pared, el
sargento no veía los sesos ni fragmentos de hueso, solo espesor rojizo. Era
imposible diferenciarlo porque estaba hecho papilla. Lo único que tenía claro era
que la pared no se trataba de un croma ni Iván ningún actor de cine; por lo
tanto, el que de labios para arriba el cadáver no tuviera más que sangre, y que
lo que le quedaba de piel y músculo pendiera en colgajo como la cáscara de un
plátano una vez pelado, no era ningún efecto visual ni truco de cámara, sino la
cruda realidad.
El sargento Redondo vomitó tras forzarse a volver a
verlo.
¿Tiene o no tiene cojones, eh?, pareció decirle la mente en lo que
expulsaba todo su malestar.
Ha callado a su cabeza con un par, y a ti
te ha dejado mudo para siempre.
Encorvado y con los brazos en jarras, intentaba
controlar los abruptos movimientos de su estómago. El órgano, hecho un nudo, se
retorcía con saña. Lo sentía como una especie de bayeta exprimiendo todo el
jugo gástrico, pero ya no eran más que amagos que le hacían pitar los oídos y
le formaban una bola en la garganta; después, comenzó a sufrir un severo ataque
de tos.
—Est… (cahúm) —Tosía—. Jo… (Cu-Úm) der.
Un relámpago sacudió la atmósfera. El crepúsculo se
vio tocado por un chispazo de luz y la claridad iluminó momentáneamente la
trágica escena que vivía el sargento. Preocupado por calmarse, pasó por alto
aquello de que a quien debe temerse es a los vivos, que los muertos, muertos
son. Son muchos quienes lo afirman, pero pocos los valientes que no sienten
temor al mirar un cadáver. El sargento dejó de pensar que Iván era algo que
provocaba risas para bautizarlo como lo más terrorífico que había presenciado
nunca. Sin embargo, seguía sin tenerle miedo. Temía a su deformado cuerpo y
ahora también temía al deshecho de su cabeza, pero no a él.
Un quejido fugaz, algo así como un llanto de un
microsegundo, le hizo levantar la cabeza en lo que su corazón volvía a
desbocarse.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó alarmado. Movió el
cuello en todas las direcciones posibles en busca del culpable, pero no vio a
nadie. Creía estar volviéndose loco. En la habitación no estaban más que el
cadáver y él, aunque si seguía en plena cordura, juraría que quien acababa de
llorar era un niño.
Lo escuchó de nuevo. Sus oídos agudizaron y supo
que lo había captado en la dirección en que se hallaba el cadáver; de hecho,
pensaba que era este el dueño del llanto.
Negó con la cabeza. Primero muy despacio, y después
agilizando el proceso hasta
contradecirse con bruscos movimientos de un lado a otro. El llanto emergió de
nuevo, y esta vez lo escuchó con claridad. Atronó como lo que llevaba rato
quejándose en el cielo, pero reverberando entre el hueco de lo que ya no
existía. Lloraba un bebé. ¡¡Lo tenía clarísimo!! Así lo había hecho su pequeño
seis meses antes nada más llegar al mundo.
El viento sopló con fuerza. La hoja de la ventana
chocó contra el respaldo de la pared, momento en que el sargento, con la sangre
helada, se irguió del susto emitiendo un respingo. Quedó firme, de nuevo como
una de las tantas veces que se había cuadrado ante su teniente. Con el
característico vaivén de una pluma, varios folios del manuscrito que Iván tenía
encima de la mesilla volaron por la habitación. El sargento, mudo, los miraba
con la sensación de que se estaban burlando de él. Era como tener delante algo
que lo toreaba. Adelante, atrás;
adelante, atrás. Ahora sí, ahora no. Me río de ti porque Iván no es el único
imbécil que hay en el mundo, y tú le ganas con creces.
Uno de los papeles aterrizó sobre su bota derecha. Con
demasiado temor, como si lo que acabara de posarse encima de su pie fuera una
araña, tarántula o cualquier insecto de muchas patas a los que tenía fobia, fue
bajando la vista lentamente. Las mejillas le vibraban al negar repetidas veces
por medio de un tic nervioso.
A pesar de echarlo un primer vistazo con aparente
calma por culpa del miedo, se agachó a por ello a la velocidad del rayo. Tras
apoderarse del papel y medio estrujarlo con la brusquedad con que lo había
atrapado, volvió a erguirse. Lo cogió como el que con nervios recoge algo con
rapidez antes de que quien le da la espalda se gire y le pille con las manos en
la masa. Tenía miedo, mucho, y seguía sin saber por qué.
Los muertos no hacen nada, se dijo. No se comen a nadie; no muerden, no respiran.
—No lloran —susurró.
Empezó a leer.
«—Sabes que mamá sufrió dos
principios de aborto, ¿no es cierto?
Tardé en responder. A pesar
de saber que no soñaba, me era difícil aceptar la realidad, y además tan de
repente.
—¿Eh? —pregunté, aturdido y
como si no prestase mucha atención a lo que me decía—. Sí, sí. Lo sé. —Volví a
llevarme las manos a aquello que me hablaba. Desprendía mucho calor
—En
el primero de ellos, uno de los gemelos, que era yo —siguió diciéndome—, quedó
para siempre como un feto. —No podía creérmelo. Seguía contradiciéndome en que
no era más que un sueño, una de tantas pesadillas vividas; sin embargo, era
cierto (lo es, lector)—. Tú seguiste creciendo a pesar de las palizas de papá a
mamá, y de los disgustos —Escuchaba con atención—; te llevaste muchos golpes
estando en el vientre de mamá, muchos golpes. Creciste a base de lágrimas por
su parte, llantos y maldiciones. Que una criatura soporte eso mucho antes de
nacer, es de valientes y fuertes. No eres débil, Iván.
—¡Esto es una pesadilla! —Me llevé
las manos a la cabeza, desesperado y al mismo tiempo aturdido. Los gritos me
seguían doliendo, y mucho más el que me dijera que yo era una persona fuerte—.
¡Deja de decir mentiras!
—No son mentiras. Te lo digo de
verdad. Hazle caso a tu hermana».
Dio la vuelta a la hoja y siguió
leyendo.
«—¿Her…mana? —No podía creérmelo.
Debí de quedarme tan blanco como la leche—. ¿Cómo que hermana?— pregunté en un
mar de dudas repentinas.
—La que perdí fui yo: tu hermana
—insistió—.Que tú nacieras no significa que no hayas tenido que pelear por
hacerlo, y lo conseguiste, por eso te digo que eres fuerte. Ahora bien, ¿en qué
condiciones? Piénsalo. Hazlo, y lo sabrás.
—No puedo. ¡No soy capaz de pensar
en estos instantes!—Enloquecí—.¡No me vengas con estupideces de que si soy
fuerte! ¡Te vas a reír de mí, como todos!
—No. Jamás.
—¡No puedo más! ¡Mi cabeza me pide acabar con todo el puto
mundo que me ha hecho llegar a ser un jodido fracasado!
—No eres un fracasado —volvió a
decirme ella (sí, ya no la llamo “bulto”) —. Eres la mezcla de dos personas: de
chico y chica. Tus malformaciones no son más que la unión entre tú y yo, el
acercamiento entre dos cigotos sufridores —¡Era eso! ¡Por ello me veía como una
chica delante del espejo. Increíble—. Ambos nos alimentamos de la desgracia de
mamá. Yo no pude nacer a pesar de quedarme con un hilo de vida en el interior,
y tú, tú sacaste al exterior partes de mí que jamás debieron nacer.
—¿Me estás diciendo que llevo toda
mi puta vida sufriendo por tener el pecho que te correspondía a ti? ¿Eso
intentas decirme? ¡¡Júralo!! —vociferé, rabioso».
—¡¿QUÉ
COÑO ES ESTO?! —gritó con los brazos en tensión—. ¡Es el testimonio de alguien
al borde de la locura! ¡El delirio de un…! —Se detuvo al observar el cadáver.
Seguía en la misma posición. Era un muerto, y como tal, el sargento sabía que
no se movería. Lo veía como uno de esos maniquíes decapitados, pero repleto de
sangre; sin embargo, utilizó su memoria visual para completar lo que le
faltaba. Le colocó la cabeza, gacha, incluso llorando. Nada en él era normal:
sus pechos, sus genitales sin desarrollar, pero sobre todo…—. El bulto de la
cabeza —escupió de carrerilla y en un tono empobrecido, afónico. Se lo había
visto, él y todo el cuartel. Era posible que lo que acababa de leer no fuera
ninguna mentira—. E…e… —Volvió a detenerse. El folio se escapó de sus manos de
la misma forma que se escapó el fusil nada más ver el cadáver. Observó de nuevo
los restos del cuello y cómo estos pendían por él como tiras de tela con
cascabeles en el gorro de un bufón. Si lo que decía ese testimonio era cierto,
allí, entre el puré cerebral, habría reventado el pequeño cuerpecito de una
niña que no pasó de ser un feto. Pero el sargento no veía nada más que pedazos
de órganos descompuestos.
Es… Esto es absurdo.
—So… solo eres un cadáver —dijo
en voz alta—. Un cadáver deforme. —Se serenó. Recordó una vez más al Iván vivo
y su cuerpo ridículo. Volvía a ser algo que no daba más que risa—. ¡Un cadáver
ridículo! —Comenzó a reír. Reía sin apartar la vista de lo que le había hecho
orinarse encima—. ¡Solo el cadáver de un majara desproporcionado! Feto… —Comentó
con ironía—. ¡Tú sí que eres un feto! —Rio más—. ¡Vete a tomar por culo! —Flexionó las piernas para
desternillarse a gusto. Su carcajada sí que daba miedo. Reía como un auténtico
demente que no sabe si ríe o llora, ruborizado, con los ojos inyectados en
sangre y las venas del cuello y de las sienes en tensión—. ¡Pero qué puto
desgraciado! —Reía sin voz. Lloraba de risa, dándose manotazos en los muslos
involuntariamente. Era como quien se defiende de unas cosquillas en los pies
cuando en verdad le gusta y no sabe por qué desea que paren de hacérselas. Vomitó
aire con brusquedad en lo que su torso se tensaba. Sonó como un burro que
comienza a rebuznar; tras ello, la risa fue escapándose a intervalos mientras
se sostenía los costados doloridos—. Ahí te quedas, cosa boba. —Y se despidió
con un manotazo al aire.
Dio
media vuelta sin dejar de reír. Quería abandonar la habitación y contarle al
teniente que sí, que lo que había sonado era un disparo y la sangre de la
ventana pertenecía a un monstruo gracioso que vivía en un mundo imaginario,
donde los fetos nacen y mueren en la cabeza, se quedan en ella y se los conoce
como “hermana”.
Quiso
volver a llamarle «ridículo», ya de espaldas a él. Quiso, pero no pudo. Una
figura enlutada se cruzó en su camino. Pasó por su vista con la rapidez de un
relámpago, y se detuvo para cortarle más que el paso: la risa también, y de
forma radical. El rostro del sargento comenzó a perder el color mientras sentía
aspereza en la piel. Se le erizó el vello de los brazos. «¿Quí-quiri-quíeres que haga lo mismo
contigo?». Así: la piel de gallina. Pero no se trataba de la asesina de
almohadas, sino aquello a lo que durante tantos años Iván llamó «bruja malvada».
El sargento no la conocía, pero había vuelto.
Tenía
delante una túnica tan negra como el carbón, y con un resplandeciente óvalo en
la abertura de su capucha; la luz artificial del exterior le daba ese toque
luminoso. Llevaba la cabeza gacha, como el propio Iván la llevó toda la vida.
La bruja malvada no era más que la mezcla andrógina de ese cuerpo que provocó
tantas risas, aunque eso pasó a la historia. Ahora provocaba terror.
—Qui
qui —Podía cacarear perfectamente, y hasta ni él mismo se creía que fuera capaz
de pronunciar las palabras que tantas veces le habían aterrado; sin embargo, le
salió al atropellarse. Eran ese tipo de palabras que no salen más que una vez
en la vida, como las que pueda ofrecer un escritor en su más preciada novela.
Un creador de historias cambia y suple cientos de palabras en los retoques del
borrador, pero alguna de ellas aparece para no morir nunca, y son
insustituibles porque nacen del alma. Iván era insustituible e imprescindible.
Toda la vida le tuvieron como el bicho raro, como el patito feo, pero fue tan
bello como el cisne del cuento. Tuvo los rasgos afeminados de su hermana
circulando por su pálido rostro; los labios más coloridos de lo normal, tirando
a rosa fuerte y algo pronunciados. Los ojos bien redondos, aunque de mirada
triste; no obstante, siempre tuvo un
brillo que le perlaba las pupilas. La melena, lacia, le ocultó en la
adolescencia parte de sus pómulos, lo que hizo que, al contraste del castaño
rojizo, su rostro pareciera aún más lívido y bonito. No tenía ningún fallo en
la cara: fue muy guapo, por mucho que el mundo que le rodeaba le hiciera creer
lo contrario. Tal vez de no haberse quitado la vida, alguna mujer, muy lejos de
toda esa calaña que se ensañó con él, quisiera al Iván externo e interno. Fue
el diferente. ¿Lo fue? Sí, lo fue, solo que no para mal. Fue especial, con la
cara linda y unos pechos igual de bonitos que los de una mujer. Los tenía en un
cuerpo de hombre, claro que sí, pero si en vez de habérselos mirado para
burlarse los hubieran prestado la debida atención que merecían, habrían visto
que eran preciosos. El pene y los testículos de un bebé… ¿Las personas no
lloran de emoción cuando ven un niño recién nacido? ¿No les da ternura observar
una cosita tan pequeña entre sus brazos? Lo mismo que con los senos: les faltó
prestarles la debida atención.
¿Fue
un chico? ¿Tal vez una chica? ¿Las dos cosas? Fue algo: una persona, única e
irrepetible. Ahora, su mezcla fantasmagórica de bruja malvada seguía siendo
bella. Levantó la cabeza. El sargento, de nuevo entre ligeras sacudidas (fruto
de los nervios), apreció los labios rosáceos que he detallado con anterioridad.
Parecían pintados, como si un carmín con brillantina recreara su sensualidad. A
ojos de cualquier espectador —en otra escena ajena a lo terrorífico— serían
labios femeninos. Eran los de Iván: una mezcla “no ridícula”.
Podía
intuirse la nariz, no apreciarse. El borde de la capucha provocaba una sombra
difusa, y ello hacía que de la nariz a los ojos no fuera más que un negruzco
borrón a imaginar. El sargento lo imaginaba. En su mente apartaba la prenda
como si quitase el velo a una novia antes de besarla, y ahí veía a Iván, con el
rostro compungido y los ojos llenos de lágrimas…
Deseaba
que fuera así, tener delante de él a ese ser mal rematado y reírse,
desternillarse de risa hasta el día del juicio final. Pero si en verdad era
cierto, tendría delante a un fantasma. Nunca había creído en ellos, pero
tampoco creyó nunca que fuera a orinarse en los pantalones con cuarenta años, y
lo había hecho.
Es una pesadilla, se dijo con la esperanza de despertar de un momento a otro.
No
estaba en su habitación, ni en la cama; lo que tenía delante no se esfumaría
porque bajara los párpados, los apretara con fuerza y pidiese el deseo de que
desapareciera, como un niño antes de soplar la vela de una tarta de cumpleaños.
Le funcionó cuando quiso apartar de la imaginación el llegar a encontrarse a un
viejo amortajado con plumas rojas; en el pasado sí, pero aquí, por más que
intentó alejarse de la escena, desear su exterminio con los párpados sellados y
regresar al mundo al levantarlos, la bruja malvada seguía presente.
—¿Qui-quién eres? —volvió a atropellarse.
La túnica fue encogiendo desde el suelo.
Era como ver a una mujer sostener la falda antes de inclinarse, solo que sin manos.
Al sargento le parecía estar delante de un macabro número de ilusionismo,
aunque a la inversa: en vez de bajarse la lona negra, se subía.
Los párpados, entreabiertos después de
haber deseado con todas sus fuerzas que no fuera más que una pesadilla, se
elevaban al compás de la túnica: cuanto más se recogía esta, más se veían los
aterrados ojos del sargento. El aire del ambiente parecía sacudírselos a
latigazos. Un gélido soplo los azotó antes de pasar directamente a un calor
abrasante. No era capaz de bajar los párpados, ya que los sentía como si los
tuviera anestesiados y, algo, a saber el qué, le obligaba a ver lo que iba
descubriéndose.
Nunca le había hecho gracia castigarse en
gimnasios con cristalera porque todo el mundo veía lo que estaba haciendo.
Detrás del espíritu se hallaba la pared, y el sargento la veía porque la
túnica, enrollándose como si fuera un pergamino de tela, no tenía cuerpo. Era
tan transparente como uno de aquellos cristales que tanto le irritaban y a los
que no encontraba el sentido. Sus párpados se elevaron más. Las pestañas se
doblaban con los pliegues de su frente.
—¡No puede ser! —vociferó, taquicárdico y con tanto temblor que
parecía un terremoto humano.
La túnica llegó a su tope. Quedó enrollada
a ras del cuello, pero como si fuera una persiana de lona. Si el sargento
pasaba la mano debajo de esos labios carnosos, tocaría el vacío de la
habitación.
Le flaqueaban las piernas; de repente las
sentía como si fueran las cartas inferiores de una torre de naipes. Al menor
soplo, se desvanecería.
No fue aire lo que consiguió tumbarlo, sino
ver la realidad. Se convenció de que aquello era real, y de que delante de él
tenía un fantasma. No obstante, no era un fantasma cualquiera; llevaba túnica y
no sábana, no arrastraba una bola pesada con una cadena ni tenía los ojos
vacíos. No era más que una cabeza, tan solo eso, y oculta hasta el momento por
esa capucha traicionera.
Cuando se retiró y cayó al suelo como un
peso muerto, igual que quien se quita de golpe un albornoz, quedó al
descubierto la cabeza decapitada de Iván. En ese instante el sargento cayó de
rodillas. La mano derecha oprimía su pectoral izquierdo. Se le escapó un
quejido airoso, como quien sopla el cristal de una gafa para empañarlo.
Al rostro del fantasma no le ocurría nada,
sin embargo, tenía el cráneo a la mitad. Mirarlo era como ver un ángulo de 180º
con 90º inexistentes, igual que si le hubieran arrancado a mordiscos el pedazo
que le faltaba. Lo poco que tenía de cuello se giró, dejando el interior del
agujero a la vista del sargento. Dentro, acurrucado como si se resguardara del
frío, un bebé de unos 16cm se quejaba. Levantó los párpados, algo que el
sargento copió; sin embargo, mientras los suyos dejaban ver unos ojos
vidriosos, apenas sin vida, los del feto se antojaron amarillentos, como los de
su padre antes de quitarse la vida.
El sargento profirió un último suspiro. En
su pecho, quejumbroso y agitado, el corazón se jubiló prematuramente. Cuarenta años. No tengo cuerda para más.
Hasta el último instante, antes de que su
tabique nasal se adentrara en el cerebro a casusa del golpe al caer de bruces,
contempló el amarillo resplandeciente que, como no podía ser de otra manera,
ese ser deforme tenía en el interior de su cabeza.
Un chico con tetas, con genitales de bebé y
con un feto metido en el cráneo.
Único e irrepetible.
El viento volvió a soplar con fuerza.
Varias hojas del manuscrito volaron, una vez más, indecisas. Una de ellas
aterrizó en la espalda del sargento. Decía así:
(MUERTE DE UN JODIDO FRACASADO).
4
Una ambulancia llegó a
casa de Ana.
—¡Rápido! ¡Hagan algo, por Dios! —gritó Mariano a pleno
pulmón. Los vecinos se asomaron al escuchar sus gritos y los rotativos de la
UVI móvil—. ¡Se me muere!
—¿Qué le ha pasado a mi Anita? ¡Cristo Santo! —gritó la
vecina de enfrente mientras se recolocaba el batín. Tenía el cabello aplastado
después de una plácida siesta, pero no importaba. Conocía a Ana y a sus
hermanos desde que usaban pañales.
Bajaron del vehículo tres sanitarios equipados con varios
maletines y botellas de oxígeno.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó uno de ellos sin detenerse.
Pasó por delante de Mariano como una escopeta; los otros dos, algo más despacio
y con un maletín naranja cada uno, lo seguían sin articular palabra.
—¡Está en el suelo! —gritó Mariano corriendo en dirección
hacia donde yacía su novia—. Ha… —Hizo una pausa, extasiado y aturdido al mismo
tiempo. Quería decir tanto, y tan deprisa, que su cabeza juntó el cable veinte
con el doscientos cuarenta y seis del cerebro, el sesenta con el treinta y
cinco y el doce con el ciento veintiocho, de tal forma que le provocó un severo
bloqueo—. Ha empezado a…, a decir que… —Lo recordó. Revivió la angustiosa
imagen de Ana mientras ella perdía la conciencia. La sanitaria se agachó para
tomarle el pulso a la enferma—. No sé lo que ha ocurrido —continuó Mariano—.
Es… es como si estuviera delirando.
—Tiene pulso —confirmó la chica al hallar pulso radial.
Mariano respiró llevándose las manos a la cabeza. Estaba empapado en sudor.
—Y también respiración —añadió otro de los sanitarios.
—Menos mal —comentó Mariano—. Joder… Qué susto, coño. Si
es que… Ha sido todo muy rápido.
»Hacía rato que habíamos terminado de comer, y como de
costumbre, fui al salón a enfrascarme en una nueva aventura detectivesca. Me
encantan las historias de misterio, y estoy coleccionando varias joyas de la
literatura por fascículos. Ya me llego por la cuarta entrega, y… —Se detuvo de
nuevo, ruborizado. Hablaba y no se daba cuenta que lo que explicaba no venía a
cuento—. So…son los nervios —añadió. La sangre, por debajo de la piel, salpicó
su rostro como si fuera quimioterapia a 43º. Se le saltaban hasta las lágrimas
por culpa de la vergüenza—. Les decía que… —Se enjugó la frente con la manga de
la camisa y prosiguió—, estaba leyendo, cuando un estallido de cristales me
sacó de la lectura. En un principio no lo di importancia, tan solo pensé: se
habrá roto un plato; pero me asomé y vi a Ana de pie, inmóvil, como si el
tiempo se hubiera detenido para ella. Me acerqué para preguntarle qué le
ocurría, de momento tranquilo, sin más. Cuando vi que no reaccionaba a mis
preguntas, que se mostraba como abducida, me empecé a asustar. A los pocos
segundos dijo que su hijo se había matado, y ahí me asusté del todo.
—¿Su hijo? —preguntó la sanitaria. Él asintió con la
cabeza.
—Y,
¿está aquí en casa? —preguntó el otro sanitario haciendo ademán de incorporarse
para echar un vistazo al cuerpo. Si era verdad, tendrían que explorarlo.
—No, qué va —respondió Mariano—, eso es lo extraño. —Ambos
sanitarios cruzaron miradas—. Ayer marchó al servicio militar y no hemos
recibido ningún tipo de llamada que confirme un suceso tan terrible. —Los
sanitarios seguían mirándose—. Hoy es su cumpleaños, y que yo sepa, Ana y él
nunca se han separado. Tiene que ser que lo echa de menos, no encuentro otra
explicación.
—Pero de echar de menos a sufrir un ataque, además
diciendo algo que, según usted, es incierto… —dejó caer el tercer sanitario,
que hasta ese instante no había intervenido en nada, solo miraba con atención
tanto a Mariano como a sus compañeros—. No es muy normal comportarse así, ¿no
le parece?
—Pues no —respondió el aludido, más serio de lo normal.
No le había gustado la intervención de ese gigante al que el chaleco del
uniforme le quedaba pequeño. Si estiraba los brazos lo partiría como un forzudo
partiendo la camisa con los bíceps—, pero puedo asegurarle que mi novia está en
sus cabales.
—No dudo de su palabra —continuó—, pero necesitamos
llevarla al hospital para que le hagan pruebas.
—Claro, lo que sea menester —contestó él. Sacó un
cigarrillo y, dejándolo colgando sobre la comisura, al darse cuenta de que
igual era peligroso encenderlo, preguntó—: Sí puedo fumar, ¿no?
—Es su casa, o la de su pareja —intervino la chica
encogiéndose de hombros.
—Claro, claro. Lo decía por si…
—Es un ataque de pánico en toda regla —confirmó a sus
compañeros el que tomaba la tensión a Ana, interrumpiendo a Mariano sin
miramientos—. 165/96 de tensión, 120 pulsaciones y 95 de saturación. Hay que
trasladarla.
—¿Eso es malo? —preguntó el novio de la enferma, muy
alarmado. No dejaba de dar caladas.
—No, es una reacción del corazón ante un excesivo estado
de estrés —explicó quien la había atendido—. Los corazones jóvenes reaccionan
ante situaciones así igual que una caldera se bloquea por un escape de gas,
¿comprende? —El hombre asintió con la cabeza, calada tras calada—. Tanto el
paciente como su alrededor lo sienten como que van a morir, y se asemeja mucho
a los síntomas del infarto, pero nada más lejos de la realidad. Solo es una
explosión de nervios.
—Ni que lo diga… —añadió el nervioso novio—. Cada vez que
me acuerdo de su cara mientras le daba el ataque… —Se llevó las manos al rostro—.
Creí que se quedaba en el sitio.
»A Iván, su hijo, le dieron muy mala vida en el colegio,
por lo poco que me ha llegado a contar —continuó. Dio una nueva calada—. Creo
que tiene mucho miedo a que le ocurra algo similar en el cuartel. Es un chico…
especial.
—Puede que sea por eso, sí —añadió la chica—. De todas
formas, ya le informará el médico de urgencias con las pruebas
correspondientes. Nosotros le confirmamos lo que vemos en una primera
valoración: ataque de ansiedad con pérdida de conciencia, sin herida abierta en
la cabeza tras el golpe. La paciente tiene pulso y respira, pero no coopera.
Tienen que hacerle pruebas para que vuelva a su estado normal, ¿de acuerdo? —Mariano
asintió de nuevo—. Pues en marcha.
El que estaba de pie salió en busca del conductor. A los
pocos segundos, y teniendo los gritos de la vecina histérica como telón de
fondo, entraron con la camilla cuchara.
—De haber estado aquí Iván, él mismo habría intervenido —dijo
Mariano, sonriendo.
—¿Ah, sí? —preguntó el sanitario que estuvo todo el
tiempo de pie, ahora formando un bloque para dar la vuelta a Ana y colocar una
pala de la camilla bajo ella—. ¿También es sanitario?
—Sí, es voluntario de Cruz Roja, y estuvo… no sé el
tiempo, pero trabajó en una empresa de ambulancias hasta hace poco. No me
hagáis mucho caso porque no estoy muy puesto en el tema, pero vamos, que en
Cruz Roja de fijo que sí. He visto las fotos que guarda su madre con el
uniforme, y las que tiene en el salón y el pasillo.
—Pues no me suena ningún Iván —intervino el conductor,
resoplando al encajar las dos palas de la camilla—. Una, dos… ¡Tres!
Levantaron a Ana y la llevaron en volandas.
—Haga el favor y tranquilice a la señora pesada que está
en la puerta —le indicó uno de los sanitarios a Mariano—, que así no nos va a
dejar trabajar. —El aludido se adelantó a ellos y salió a la calle.
—¡Ay, mi pobre Anita! —gritó la señora, con el típico
gesto cómico de toda vecina cotilla: mano en el pecho, párpados entrecerrados y
boca arrugada, fingiendo que siente mucho lo que ha ocurrido, pero no es más
que la pamema de una de tantas muchas que sobreviven del marujeo—. ¡Qué
desgracia más grande! —añadió. Se mordió el labio inferior para sobreactuar.
—Nada, no es nada —contestó Mariano—. Pronto estará bien.
Una simple lipotimia. —Mintió—. Ahora unas cuantas pruebas en el hospi…
—¡Cuidado, Raquel!
Tanto Mariano como la vecina miraron en busca de los gritos,
y también, del sonoro golpe que los acompañó. La sanitaria quedó eclipsada
mirando una de las fotografías que había sobre la mesa del pasillo, lo que hizo
que sus brazos perdieran fuerza, flojeara y la camilla resbalara por su lado.
Afortunadamente no le ocurrió nada a la paciente porque otro de los compañeros
(veloz a pesar de su hipermetropía, pero al parecer con los reflejos de un
lince), echó mano enseguida para nivelar el peso.
—¡¿Qué demonios te pasa, tía?! —No fue una pregunta, sino
que su compañero no entendía qué le había pasado para despreocuparse así de su
trabajo y cometer una torpeza tan seria. Ella continuaba mirando la fotografía—.
¿En qué estás pensando? —Mariano entró.
—E… ¿ese es Iván? —le preguntó la chica al recién
llegado, lívida, sin dejar de mirar una fotografía de Iván.
—Sí, ese es —confirmó Mariano—. ¿Lo conoces?
La joven asintió con la cabeza, sin recuperar el color.
Sus ojos, negros y brillantes como el betún, no se apartaban del retrato.
—Hi… hizo el curso de primeros auxilios conmigo —terminó
por decir.
—Pues ni que se hubiera muerto de verdad —comentó otro de
los sanitarios—. Parece que estuvieras viendo un fantasma. —Ella siguió
mirándolo—. Fíjate que a mí no me suena de nada.
—¡Venga, vamos! —gritó el conductor. Levantaron la
camilla de nuevo y salieron.
—Puedo ir con ella, ¿verdad? —preguntó Mariano, momento
en que tiraba el cigarrillo al suelo.
—Sí, por supuesto —respondió el de la vista de lince con
cristales 4x4—, pero adelante, junto al conductor.
—Muy bien.
—¡Ay, mi Anita! —gritó la dramática vecina haciendo
aspavientos—. ¡Pobrecita mía de mi vida!
—¡Apártese, señora! —vociferó el conductor—. No está
muerta, ¡pero pesa como tal!
—¡Quítese de en medio, señora Rosa! —gritó Mariano,
enfurecido—. ¡Joder! —Ella, mirándolo con ojos de loba, de odio profundo, fue
reculando sin articular palabra—. Siempre pendiente de todo, coño.
—Es lo que tienen los pueblos y los barrios —comentó el
conductor—. Sube conmigo.
Subieron a Ana.
—Estás alelada, Raquel —le dijo el ojos de lince mientras
daba una palmada cerca de sus ojos—. ¿Qué te pasa? —Ella negó con la cabeza
para restar importancia, pero se acordaba de Iván; no solo de él, sino de lo
que le había hecho, que no fue nada bonito precisamente.
—Nos vamos —anunció el conductor.
Pusieron rumbo al hospital.
5
—¡¿Qué coño pasa con el sargento?! —gritó
el teniente coronel en mitad del patio. Había dejado de llover con fuerza, y
tan solo un pequeño grupo de gotas, cayendo con lentitud, como si pertenecieran
a un grifo mal cerrado en mitad de las nubes, no desistía a la hora de
refrescar el ambiente—. ¡¿A qué espera para regresar?! —Se quitó la gorra y,
rápido como uno de los rayos que había soportado repetidas veces mientras se
mantenía a la espera, peinó su acaracolado cabello de un solo movimiento.
Sintió aspereza y un ligero tirón cuando los nudillos apelmazaron la mata de pelo
en la coronilla, pero culminó la acción sin darlo importancia. Prefería bramar
en cólera—. ¡Me cago en su puta madre! —Tiró la gorra al suelo y la pisó.
Retorcía el pie con salvajismo, como si se estuviera asegurando de apagar una
colilla traicionera. A continuación, y ante la atónita mirada de los presentes,
salió en busca del sargento.
Voy a joderte pero bien, se dijo
apretando los puños con furia animal.
Empujó
la doble puerta como si la envistieran las astas de un toro enrabietado. Ambas
chocaron contra la pared provocando un sonoro estruendo en el espacioso
habitáculo; después, volvieron a cerrarse cuando el teniente ya había entrado.
—¡Voy
a joderle, sargento! ¡Ya lo creo que sí!—vociferó a un paso de la escalera—.
¡Me está haciendo perder el tiempo! —Comenzó a subir. Las botas se arrugaban en
la parte del empeine como si fueran el gordo pellejo de un felino sin
esterilizar, rechinado con un sonido similar al que pueden provocar los muelles
de un viejo sofá soportando peso—. ¡No le va a reconocer ni su Santa madre,
sargento! —rugió en mitad del descansillo—. ¡Pienso meterle el cañón del fusil
por el culo! Y dispararé… Por mis muertos que dispararé, cabronazo —masculló.
El
aire se le escapaba por la garganta convertido en abrasante vapor. Era como si
tuviera gas en vez de oxígeno. Llevaba una cálida ola concentrada entre la boca
y el pecho, donde el corazón, omnipresente porque parecía estar por varias
partes del cuerpo, bombeaba extasiado. —El teniente era un ser agrio y
amargado. Ningún soldado le había visto reír nunca hasta que entró en el
cuartel el chico con tetas. Al verlo rio más que en todos sus años de
existencia. Sin embargo, parecía haberle durado poco la guasa—. Terminó de
subir, acalorado, con fatiga y los ojos llorosos. Era como si hubiera estado
corriendo durante más de diez minutos, sintiera los mofletes como dos piedras
bajo las cuencas y los labios secos y agrietados.
—Te
voy a dar pal pelo —se dijo delante
de la habitación.
Quiso
entrar disparado. Iba desprotegido. La rabia le había hecho olvidar que, quizá,
el sargento hubiera tenido problemas con el militar nuevo, y que tal vez, este
último podría haber hecho uso del arma y aniquilar a su oficial. No se dio
cuenta hasta frenar en seco después de caminar dos pasos. Con medio pie
izquierdo en el umbral y el otro dentro del infierno, se detuvo como si su
corazón hubiera dicho «basta» en el momento preciso. El cuerpo muerto del
sargento lo dejó petrificado. Los párpados se le elevaron al máximo. El
puntiagudo final de sus pobladas cejas acariciaba el flequillo mientras perdía
el color. Todo el rubor colérico descendía como si su tez fuera el mercurio de
un termómetro a la hora de enfriarse. La pieza inferior de su dentadura postiza
parecía pesar quilos, por ello dejó caer la mandíbula en lo que lo observaba
todo. Deseaba quedarse ciego, no verlo para no devolver la vida al sargento y
después rematarlo a golpes. Lo llamaba estúpido en pensamiento a la vez que
sentía miedo. Estaba muerto, sí, muerto por completo. Los ojos del cadáver no
tenían vida; no obstante, esa mirada vidriosa era de las más letales y
aterradoras que había visto nunca. Se reflejaba su silueta en las pupilas, y al
verse temblar, era como si estas aún vivieran, solo que en el cuerpo de alguien
que acababa de despedirse de la Tierra recientemente.
—Qué…
—escupió. Una opresión le cerró la garganta en mitad del habla. Tragó saliva y
continuó—: ¿Qué cojones ha ocurrido? —Las palabras le salieron con silbido. Su
voz se antojó como la de un laringectomizado inexperto a la espera de aprender
a manejarse para hablar.
La
fuerza del viento empujó lo poco que quedaba al descubierto de la persiana y la
hizo vibrar. Por momentos, le recordó al portón metálico que siempre veía a la
mitad en la panadería de su hermano.
En invierno de 1942, recién cumplidos los
ocho años de edad, el teniente —por aquel entonces solo conocido como Adolfito—
corrió hacia el establecimiento tras la orden de su madre. «Adolfito, ve en
busca de tu hermano y tráelo para la
casa. Es hora de cenar». El niño acató la orden (treinta y cinco años antes de
darlas él), encontró el portón bajado hasta más de la mitad. Su hermano siempre
lo dejaba así mientras recogía todo y hacía cuentas. Esa noche llevaba cerca de
dos horas de retraso. Terminaba el trabajo a las siete de la tarde y pasaban
las nueve menos cuarto. El viento embestía contra las débiles puertas y
ventanucos de madera como si se tratase de olas de mar chocando contra rocas.
El portón temblaba, y el pequeño se lo imaginó como si los bordes que lo
sujetaban fueran los brazos de dicho hermano cuando lo zarandeaba, y el
rectángulo de hierro, su cuerpo aguantando el castigo. Con ocho años hay poca
diferencia entre la realidad y la ficción, lo real y lo imaginario. Un portón
de hierro tirita porque tiene pupa y miedo al zarandearlo. Para un niño es así;
para Adolfito era así. Apenas tuvo que agacharse demasiado para poder pasar.
Olía a huerta, tanto, que entraba por sus fosas nasales y le picaban los ojos. Agustín, madre te llama, comentó, pero
ni veía a su hermano ni le respondía. Por el suelo se repartían trozos de
verduras y hortalizas, lo que le indicaba que Agustín aún no lo había barrido.
Se adentró más en la tienda, con sigilo; al fondo, donde empezaba a verse la
trastienda, iluminaba un foco intermitente. Era como ver la claridad del día a
través de una ventana por la que no deja de pasar gente y nubla las vistas. ¿Agustín?, preguntó de nuevo y dio unos
cuantos pasos más. Una sombra, algo que no sabía identificar, se manifestaba y
se escondía; burlona, o así lo creía él. Cuando llegó al umbral, el aire que
retenía se le escapó como si su pecho fuera un globo al que fuerzan para
extraer el aire. En vez de sonar ronco como en la actualidad, su voz infantil
emitió un ligero pitido; sin embargo, la densidad de sus cejas —ya con pocos
años de vida— sí se pareció bastante al gesto que acababa de vivir tras ver al
sargento muerto. Se elevaron al máximo al levantar los párpados y abrir una
boca descomunal. Su hermano mayor pendía del techo a modo de péndulo. Se había
atado una soga al cuello no hacía mucho, ya que su cuerpo aún no dejaba de dar
vueltas. En cada una de estas, la soga se deslizaba forzosamente por la madera
y emitía un irritante sonido, muy parecido al de la piel de sus botas cuando
subió los escalones. La de por sí pálida tez de Agustín, había cambiado a un
tono un tanto azul, con el rostro abotargado y una mueca de asfixia capturada
en el último instante de vida, y donde una lengua que, vista en esas
condiciones, daba la sensación de estar inflamada y ser más grande que la boca
en la que se había atascado, empujaba a los carrillos dibujando media pelota de
tenis en cada uno de ellos. Era como si quisiera haber soltado una pedorreta a
modo de despedida macabra y el cuerpo no hubiera dado más de sí. Jódete y baila. Balancéate de un lado a otro
como si fueras un saco de boxeo recién golpeado. La vida te golpeó duro, ¿eh?
Perdedor. Adolfito vio que tenía los
párpados caídos, tan arrugados como la piel entera de la abuela, la misma que
ese mismo día no se enteró del suicidio de su nieto porque hacía siete años que
su cerebro se había secado; el cuerpo iba por el mismo camino al no ser capaz
de dar un solo paso sin ayuda. Sin embargo, el niño los vio abiertos. Primero
fueron varios meses seguidos imaginando que Agustín enderezaba el cuello que le
había visto colgando como un pollo recién estrangulado, metía la lengua,
levantaba los párpados y, mientras sonreía observándole a contraluz, con unos
ojos ansiosos como los de alguien en delirium tremis, le susurraba: eres muy malo, pequeño, y te voy a canear de
lo lindo; a continuación, se balanceaba imitando el característico
tembleteo que sufría el cuerpo de Adolfito cada vez que este lo zarandeaba… Con
los años lo imaginó muy de vez en cuando, antes de ser solo de vez en cuando, y
así hasta la edad adulta, donde la imagen desapareció casi por completo.
Delante del cuerpo del sargento, y con el incesante ruido de la persiana, no,
ahí regresó como el primer recuerdo que vuelve a la mente de alguien que ha
sufrido un largo periodo de amnesia. Su cabeza se llenó de horror y lo repartió
en angustia por todo el cuerpo. Había visto como cuatro o cinco cadáveres
después del de su hermano, y con ninguno sintió lo que sentía ahora. Temía que
el sargento se levantara, que esos ojos en los que veía su reflejo refulgieran
como los de Agustín, y que la boca articulara algo, daba igual lo que fuera.
Los muertos no pueden hablar, y escucharlos decir algo, aunque solo sea un
susurro, ya es para acompañarlos en muerte.
Pendiente de que la boca del cadáver se
moviera, escuchó un llanto fugaz. Se irguió de pronto con el alma encogida. Era
como si le hubieran agarrado de sus partes desde atrás, y al no esperarlo,
diese un ligero saltito. Volvía a ser el llanto de un bebé, el mismo que había
escuchado el sargento antes de morir. Venía del fondo de la habitación, pero
para el teniente había salido de la boca del muerto. Sí, lo creía igual que
creyó durante años que su difunto hermano le hablaba en sueños. No conocía
muchos llantos de recién nacidos. Hacía veinte años que había participado en la
creación de un porrero sinvergüenza después de decirle a su esposa que solo
metería la puntita, y fue esta quien se encargó de cambiarle los pañales y
aguantar sus llantos; él roncaba como un tronco todas las noches, por lo tanto,
no era muy digno de asegurar si había llorado un bebé o qué cosa.
Lo escuchó una vez más. En el cuartel no
había más que hombres, y desde hacía un día, uno de ellos con tetas. Niños,
ninguno. No entendía qué era eso que lloraba.
—¡¿Estamos de guasa, EH?! —Al terminar los
gritos, su nuez subió y bajó como si dentro de la garganta tuviera una pelota.
Quería hacerse el duro, pero lo de fingir nunca había sido su fuerte. Por un
momento pensó que, al ser ridículo que le hizo reír después de muchos años de
amargura, le había dado por revelarse y pasar al bando de los graciosos.
Acababa de matar al sargento y ahora le estaba preparando una encerrona a él—.
Así que quieres jugar, ¿eh? —preguntó mientras se arrodillaba para coger el
fusil del sargento—. Pues conmigo lo llevas claro, medio-medio. —Agarró el arma
con fuerza y lo cargó—. Si se te ocurre hacer alguna tontería, te agujeraré
esas tetas de putita hasta que las balas te sepulten las areolas de los
pezones. ¿Me oyes? —No obtuvo respuesta. La habitación quedó en pleno silencio.
La lluvia amainó, e incluso el viento había dejado de soplar—. ¡Que si me oyes,
hijo de perra! —vociferó. Mantenía su postura de hombre duro, pero el temblor
de sus manos no estaba de acuerdo—. Has armado todo este jaleo para que alguien
subiera y así cargártelo —miró a ambos lados, muy deprisa—. Porque estás
cansado de tu jodida vida, ¿verdad? —Continuaba el silencio—. Pues no te
preocupes, porque pronto llegará a su fin. Has asesinado a un sargento, y eso
es un pecado de los gordos. Yo mismo voy a darte matarile, cabrón de mierda… —Avanzó
dos pasos—. ¡Sal, hijo de puta! —gritó mientras apuntaba con el arma. Sus
manos, al igual que sus piernas, temblaban como recién salido de una cámara
frigorífica—. ¡Da la cara, cabrón! —Volvió a escuchar el llanto del bebé. Su
cuerpo dio un nuevo respingo, como el último que había sufrido. Estuvo a punto
de írsele la mano y disparar—. ¡¿PERO A QUÉ COJONES ESTÁS JUGANDO?! —Dio un
nuevo paso, y entonces topó con el horror. Su cara se descompuso hasta el punto
de parecer haberse cambiado los papeles con el sargento y ser él el nuevo
cadáver. Le entró flojera en las manos y el fusil le bailaba sobre ellas como
si estuviera sosteniendo un pedazo de cartón afectado por el soplido del viento—.
Por los clavos de Cristo —Soltó sin hacer una triste pausa. Veía el cadáver
ensangrentado de Iván; y sobre todo, sufría al ver el hueco de un horror
profundo, inexplicable para todo aquel consciente de que una de las partes
fundamentales de las que se compone el ser humano, es la cabeza. Iván se la
había hecho puré visceral, y el ser ridículo, tal y como le ocurrió al
sargento, ahora era lo más terrorífico que había visto en su vida.
Delante de él, mientras lo contemplaba con
estupor, pero deseando apartar semejante vista, volvió a escuchar el llanto,
solo que esta vez, asomando por esos pliegues de piel en colgajo que quedaban
de la cabeza. Una bola negra de pelo ascendía sin prisa pero con libertad. El
teniente se irguió llevado por el susto. El fusil se le resbaló de las manos
mientras ya no solo tiritaba su cuerpo, sino también sus párpados, levantándose
y bajándose con rapidez a modo de parabrisas. Esa bola de pelo tenía dos puntos
rojos que lo miraban con fijeza.
—Satanás —masculló—. Es… ¡Satanás! —gritó a
viva voz.
A los dos puntos enrojecidos se sumaron
unos finos y no muy largos colmillos, en una boca no muy ancha pero lo
suficiente como para aterrar. Tras la imagen, un bufido; y cuando el teniente
quiso darse cuenta, aquello pegó un salto fugaz y salió disparado, haciendo
«fu» como gato que era.
El hombre se mantuvo unos cuantos segundos
en silencio, los justos para avergonzarse de haber pasado miedo por un animal
indefenso. Después, aún con vergüenza pero consciente de que no había peligro,
bajó los párpados, apretó los dientes y, con suavidad, prácticamente para ni
siquiera escucharse él, masculló:
—Un minino —apretó los puños—. Un puto
minino.
Respiró con resignación, recuperando el
color en el rostro.
El viento volvió a soplar con fuerza. La persiana
se movió y, por momentos, el recuerdo y terror del suicidio de su hermano se
unieron a la tensión. Duró décimas de segundo, hasta que, al igual que le
ocurrió al sargento, vio volar hojas del manuscrito de Iván.
La noche va a ser movida en el cuartel, pensó mirando los dos cadáveres.
6
—I… Iván —balbuceó Ana de camino al
hospital. Tenía los labios secos, y articular palabra era para ella como intentar
hacerlo nada más salir del dentista arrastrando la anestesia bucal—. SsSSe-e…e-e
—añadió. Raquel levantó la cabeza tras escuchar el susurro, y entonces volvió a
palidecer. No había logrado recuperar el color del todo desde que supo quién
era ese tal Iván tan misterioso—. …ha ma-aa-a…ta…o —concluyó justo antes de volver a perder la consciencia.
—Está
agotada —comentó el de la vista de lince. Raquel y él viajaban atrás, al
cuidado de Ana—. Le va a costar mucho volver en sí. —La chica asintió con la
vista perdida, rumiando esa clase de recuerdos que aún le pesaban; y de ser
verdad que Iván había muerto, tal y como decía su madre, le pesarían mucho más.
«¿En serio pretendes seducirme? ¿Es que te lo
has llegado incluso a plantear? Por favor, que me gustan los hombres, los
hombres de verdad. Chaval… El muñeco de prácticas la tiene más grande y dura
que tú. Tienes un problema, y yo que tú me lo replantearía. Eres muy tierno y
bueno, eso sí, pero cuando una mujer tiene dentro a un hombre, da igual la
ternura, el amor y los sentimientos. Una mujer quiere una buena pieza para
gozar, grande y hermosa; si hace falta la mueve ella, pero ya sabes: más vale
que sobre y no que falte… Lo siento, pero soy muy radical y sincera. Follar
contigo sería como hacerlo con mi hermano de diez años. Olvídate», recordó
una de otras tantas palabras que tuvo con Iván, alguien a quien cogió cariño
después de todo. Terminó diciendo que era la mejor persona que había conocido
nunca, pero los chicos con requisitos de bondad, amabilidad y en continuo
ascenso a competir por el título al mejor o peor gilipollas, suelen ser siempre
las mejores personas del mundo, los que más «te quiero como un amigo» escuchan
y a los que recuerdan por ser un buen hombro donde las chicas lloran penas
originadas por penes que caducan en una noche, nada más.
Se
acordaba bastante de él, mucho más de lo que se hubiera acordado la anterior
«Raquel radical» de no haberlo conocido. No se portó bien con Iván, por ello, a
pesar de que hacía dos años que acabaron las prácticas, el peso que soportaba
era como seguir llevando la mochila con material de curas a la espalda.
—Así
que el hijo de la paciente hizo el curso contigo, ¿eh? —preguntó el de la vista
de lince. Se sostenía agarrado a dos barras del techo, como las de los
autobuses pero en tamaño mini (diseñadas para Iván por ser mini, según le dijo
Raquel en una guardia nocturna). Los meneos a un lado y a otro por culpa de las
curvas también se asemejaban a los de viajar en un vehículo urbano—. No he
coincidido con él en ningún preventivo, a ver si hay suerte algún día.
—No
creo —respondió ella, sin mirarlo y con un quedo sonido—. Solo hizo las
prácticas. —Tenía la vocecilla de una niña entristecida.
—¿Ya
no volvió? —Raquel negó con la cabeza—. Vaya, otro listillo entonces. En cuanto
les dan el uniforme, se largan y si te he visto no me acuerdo. —La ambulancia
tomó una curva y su cadera se movió con brusquedad—. ¡Joder! —protestó en mitad
de la conversación.
—Sorry —se disculpó el conductor a través
del comunicador. Quien iba de pie, más calmado, siguió diciendo:
—Tienen mucha cara, ya me los conozco.
—No
fue por eso —Raquel seguía sin levantar la cabeza. Visualizó el rostro de Iván.
Nunca le vio sonreír; en su cabeza había un adolescente solitario, con quizá
ochenta años acumulados en un rostro que debería seguir siendo infantil. El
Iván que conoció tendría que tener granos, no arrugas. La mezcla andrógina y su
carencia de vello facial le daban cierta beldad, pero por momentos, se le veía
envejecido: dobleces en la frente, bolsas en los ojos y líneas muy marcadas al
lado de la boca. Era un adolescente marcado por el sufrimiento, y en la memoria
de Raquel, lo recordaba apoyado en una esquina del centro de formación, la que
dividía el pasillo del aula de cursos para voluntariado con el de la sala de
ayuda. Los toxicómanos esperaban su
vasito de metadona mientras a varias prostitutas y enfermas de VIH les
facilitaban profilácticos para evitar enfermedades de transmisión sexual. Iván,
con la cabeza gacha, se dividía entre lo recién aprendido en el día o en
adelantarse y ayudar a esos hombres y mujeres que ya lo necesitaban. —En nueve
meses de curso regaló alrededor de doce o quince cigarrillos a aquellos que
luchaban por rehabilitarse, los invitó a algún que otro café de la máquina y
les dio varios euros. Una prostituta con mallas agujereadas por varias partes y
sin ropa interior debajo, de escote pecoso y descamado, parecido a la psoriasis
de alguien con calvicie, extendió sus manos llagadas uno de tantos días que Iván
se apoyó en «La esquina del descanso» (como él la llamaba) para agarrarle el
rostro. La mujer no tenía nada que envidiarle a la bruja malvada en cuanto a
espanto se refería, pero en cambio, algo hizo que el chico tan solo temiera
escasos segundos; cuando las manos le atraparon el rostro, dejó de temblar para
que fueran ellas quienes lo hicieran. Calculó a ojo que no tendría más de
treinta y cinco o cuarenta años, y al igual que a él le había envejecido el
calvario, la soledad y el sufrimiento del mártir, a ella, la mala vida que, en
la gran mayoría de quienes ejercer tan degradante oficio, el «no» se les
prohíbe como si al pronunciarlo cometieran un delito mortal. Todas las mujeres
obligadas a aliviar el deseo sexual de los hombres, por desgracia, se consumen
y estropean igual de rápido que quien sufre mañana, tarde y noche, sea cual sea
el mal que lo hace menguar y verse desaparecido del mundo, aun con vida, voz y
voto; por ello, en su historia, Iván dijo que «puta» no es aquella que tiene
que acostarse con un hombre por dinero, que el significado de esas cuatro
letras está mal empleado. «¿Qué le dice el sufrimiento a la agonía?», le
preguntó a Iván, sosteniendo su cara como si fuese un delicado trofeo que no
quisiera dañar. Se lo preguntó una boca de piezas amarillentas y con cierto mal
olor, pero para él, lo formularon los titilantes ojos donde podía verse brillar.
Por momentos, una sensación extraña pero nada desagradable, lo convertía en una
estrella. Negó con la cabeza y a ella se le saltaron las lágrimas. «La agonía
niega conocer el dolor y el sufrimiento se expresa llorando», vuelve a decirle
antes de mirarlo con fijeza, llorar con más fuerza y, segundos después,
desaparecer. Iván lo comprendió más adelante, de nuevo apoyado en la esquina
que separaba los dos pasillos, pensando (siempre pensando) en lo que sus
compañeros empleaban la media hora de descanso para almorzar—. En el recuerdo
de la joven, el chico levantaba la cabeza cuando ella y tres compañeros más
pasaban por su lado sin dirigirle la palabra—. Nadie quería hacer guardias con
él —continuó, todavía viéndolo con rostro de tristeza, de sentirse bastante
pequeño o en un mundo demasiado grande para él. O cara de ver que había más
cosas grandes que el mundo (sobre todo eso).
—¿Y eso? —El lince la miró, ceñudo. Se
movió con violencia por culpa de un frenazo—. ¡Cuidado! —protestó mientras
chascaba la lengua; a los dos segundos miró a Raquel para seguir diciéndole—:
¿Tan malo era?
Ella levantó la cabeza. Lo hizo después de rumiar
bastante su mal comportamiento con Iván. Levantarla no aliviaba demasiado su
conciencia, pero le daba algo de valor para responder.
—Era el mejor —lo dijo con seriedad, y desde lo más profundo
del corazón. Su compañero quedó extrañado. Veía que algo había ocurrido entre
ella y el chico de quien hablaban—. Ayudar era su vida entera, y en lo único
donde siempre lo vi seguro. Enfermo que tocaba, enfermo que aliviaba.
—¿Todo bien, Raquel? —preguntó al ver que ella agachaba
la cabeza de nuevo.
—Supongo que sí —respondió desganada, prácticamente con
un soplido de su aliento—. Recuerdos, nada más.
—¿Y no me los vas a contar? —Hizo puchero para animar el
ambiente.
—Por desgracia, los sabes tú y toda la base —afirmó ella.
—¿En serio? —se sorprendió—. Pero, ¿quién es ese chico?
Llegaron al hospital. El conductor frenó y
las puertas traseras se abrieron mientras Raquel y su compañero de viaje se
miraban como si fueran dos tortolitos que no saben qué decir o quién de los dos
hablar primero.
—¿Se ha despertado? —preguntó Mariano asomándose a la
puerta; ellos seguían mirándose, más bien, Raquel no dejaba de mirarlo sin
atreverse a responder.
—Sí. —Fue una respuesta forzada, de esas que se dicen
teniendo en vista y mente algo diferente a lo que te obligas a responder. En el
caso del lince, la chica era su campo de visión y Mariano un metepatas surgido
en mitad de una importante conversación—, pero ha vuelto a perder el
conocimiento —añadió, esta vez, mirándolo—. Ahora te dirá el médico, pero a
veces suele ser normal. —Bajó de un salto.
—Venga, que la bajo —dijo el conductor. Por lo general se
encargaba de llevar la ambulancia y subir y bajar la camilla. No era ese su
trabajo, pero lo hacía así por costumbre. Raquel también bajó.
—Muchas gracias —les dijo Mariano antes de caminar tras
el conductor y el otro sanitario.
—No hay de qué, y que no sea nada —respondió el lince;
luego miró a Raquel una vez más—. ¿Y bien? —Empezó a quitarse los guantes. Tirar
del último de ellos dejó en el ambiente el sonido de un latigazo. Ella ni
pestañeó.
—Pichina —respondió, seria y avergonzada—, era Pichina. —Así
era como conocían a Iván por el tamaño de su pene.
El lince, al tirar del último guante mientras se mordía
el labio inferior y bajaba los párpados, dejó en el ambiente el sonido de un
nuevo latigazo, muy parecido al que sufrió interiormente al ver desvelado el
misterio. No lo conocía, pero sí había oído hablar de él, y siempre como si fuera
un chiste que nunca perdía gracia en boca de nadie que lo contara. Podían
repetirlo una y otra vez, que Iván siempre se antojaba como peli de comedia
favorita que no se cansaban de repetir. Al ver así a su amiga, esa vez ya no le
hizo nada de gracia. Quizá, ni a él ni a Raquel debería habérsela hecho nunca.
«Noto algo bonito cuando te veo, y cuando no
estás, lo noto feo», recordó ella en boca de Iván y rompió a llorar. Su
compañero la abrazó.
7
El teniente coronel llegaba al patio. Llevaba la intranquilidad consigo,
reflejada en un rostro compungido, lívido y con tan solo algún colorete
justificando que, lo que caminaba, no era un cadáver andante. Sus piernas
parecían las de alguien que vuelve a caminar después de retirarle la escayola
que le ha estado inmovilizando las extremidades
inferiores durante meses: pasos cortos e inseguros, con la tibia y el
peroné urgiendo a las rótulas a hacer lo que ellos quisieran; era como si
hiciera la mención de una sentadilla con cada paso pero un ápice de autocontrol
le dijera: firme, muestra dureza delante
de los que deben cuadrarse ante ti. No nos jodas, teniente. Levantó la vista y vio al expectante grupo de
militares con sus novias a la espera de recibir noticias, y nadie más que él se
las iba a dar.
Me cago en la hostia divina, Adolfo. Dureza, coño. ¡Dureza!
Sacó un pañuelo de tela del bolsillo, lo
utilizó para enjugarse los labios y, tras un carraspeo, se detuvo y gritó:
—¡Firmes! —Los
presentes dieron un respingo antes de cuadrarse—. Se acabó la fiesta; las
mujeres a su puta casa. ¡Ya! —Unas
cuantas salieron escopetadas, excepto Esther y alguna otra—. ¿Tú no oyes? —Se
dirigió hacia Esther. La miró con odio, totalmente enfurecido—. Lárgate cuanto
antes —añadió con voz lenta, pero mientras le temblaba la mandíbula.
—No somos ganado —respondió
la chica. Su novio (o al menos lo era hasta la discusión) la miró copiando la
lividez con que se había presentado el teniente. Este último miró al aludido
antes de que agachara la cabeza como si no la conociera de nada y no fuera con
él.
El teniente, tras
varios segundos mirándola con ojos refulgentes en ira, esbozó una falsa sonrisa
que, instantes después, dio origen a una leve carcajada.
—Nos ha salido con
cojones la muchacha, ¿eh? —La pregunta fue cachonda, sacudiendo el cuerpo al
retener la rabia, mirando en derredor a todo el cuartel. Al finalizar, volvió a
mirarla sin borrar la sonrisa—. Eres la novia de este, ¿no? —Ladeó la cabeza a
modo de tic nervioso para señalar al rubio.
—Lo era —espetó muy
directa y segura de sí misma. El chico se ruborizó mientras sus compañeros le
miraban con el rabillo del ojo—. No puedo seguir queriendo a alguien que se ha
reído de un chico indefenso. Eso demuestra que no tiene corazón, y por lo
tanto, nada para poder amarlo.
Julián seguía con la
cabeza gacha y picor en los ojos debido al sofoco que sufría. El teniente serió
el rostro y giró la cabeza para mirarlo.
—¡Firme, cabrón! —Le
dio un manotazo en el pecho mientras con la otra mano le tiraba de la camisa a
la altura de los costados. El chico se irguió en el acto, pero temblaba igual
que había temblado el teniente, y el mismo que, después de dejarlo atemorizado,
lo miró de frente. Le salía aire rabioso por el hueco de sus desalineados
dientes—. Qué le hiciste a ese chico. —No fue ni siquiera una pregunta; las
palabras salieron lentas y en un tono bajo, pero agudo. Julián no respondía—.
¡¿QUÉ LE HICISTE A ESE CHICO, HIJO DE PERRA?! —vociferó delante de sus narices.
La saliva le salió disparada como perdigones de escopeta. Jadeaba con el rostro
amoratado, dejando un pitido en el pecho al igual que el silbido de un
bronquítico. En un rápido movimiento, le clavó el pulgar y el índice de la
diestra al final del cuello, apretando con salvajismo mientras le decía—:
escúchame bien, maldito cabrón de mierda. —El joven tiritaba—: ¡Se ha matado!
¿Me escuchas? —Apretaba más—. ¡¡SE HA DEJADO LA CABEZA HECHA PURÉ!! —Esther se
llevó las manos a la boca, horrorizada. Julián lloriqueaba como un niño de
cinco años—. ¿Y sabes qué más, eh? —Seguía apretando. Le hundía las uñas en el
cuello—. ¡El sargento ha muerto al verlo! —Los presentes saltaron de asombro—.
¡¡Y YO TAMBIÉN HE TENIDO QUE TRAGÁRMELO, PEDAZO DE MIERDA!! —Se le salían los
ojos a causa de la ira. Eran como dos balas directas a impactar contra Julián—.
Te voy a llevar arrastras arriba para que recojas los dos cadáveres,
¡¿ESCUCHAS?! —Apretaba más.
—To…todos nos reímos de
él, mi teniente. —Fue la voz de Dani. El teniente redujo la fuerza en lo que se
giraba para mirar al dueño de las últimas palabras.
—¡Y yo, maldita sea! —reconoció
el superior—. ¡Pero una vez! —Se acercó a él—. ¿Qué cojones le hicisteis?
¡Nadie se mata por una burla! —Dani agachó la cabeza; el teniente le propinó un
rodillazo en el estómago—. ¡Habla! ¡Habla o te quito la vida aquí mismo,
desgraciado!
—¡Le agredimos,
teniente! —gritó Julián, llorando—. ¡Le agredimos mientras nos reíamos de él! —Volvió
a bajar la cabeza para seguir llorando.
—E… —empezó a decir
Dani, retorciéndose en el suelo—, el sargen…, to también. —Le dio un acceso de
tos.
El teniente miraba a
Julián intentando serenarse.
—Si él también lo hizo —añadió
con voz suave y más calmada—, acaba de pagar su culpa. —Respiró—. Ahora la
pagarés vosotros—. Tú, llorica. —Empujó a Julián—. Sube arriba. ¡Vamos! —El
chico obedeció y salió disparado—. Y tú lo mismo —le dijo a Dani. Obedeció
igual, pero caminando encorvado. Esther los miraba. Rompió a llorar antes de
esfumarse del cuartel y de la vida de Julián. Las demás la siguieron.
Panda de hijos de puta, pensó el teniente mientras caminaba.
*****
El teniente metió a Julián y
a Dani arrastras en la habitación.
—Entrad, hijos de perra —dijo mientras empujaba al rubio
del cuello. Lo tenía agarrado con fuerza, y nada más pisar el cuarto, lo empujó
como si fuera un saco de boxeo balanceándose antes de golpearlo. El muchacho
trastabilló unos tres pasos hasta recuperar el control. Seguía llorando como un
niño, y en cuanto vio el cuerpo muerto del sargento, no quiso levantar la
mirada—. ¡Levanta la vista, cabrón! —Le dio un revés en la boca con la fuerza
de sus nudillos; acto seguido, empujó a Dani, quien se acercó más y fue el
primero en ver lo que quedaba de Iván. Este, al contrario que su compañero, en
vez de bajar la cabeza la mantuvo fija en la escena, en estado de shock. El
teniente se acercó apretando los puños—. Lo ves, ¿eh? —Tras varios segundos sin
pestañear, el joven asintió con la cabeza mientras tragaba saliva—. Se ha
volado los sesos —le susurró al oído—. ¡Y la culpa la tienes tú! —le vociferó.
Dani se echó para atrás—. ¡Tú y este! —Empujó al rubio hasta hacerlo caer de
bruces delante del cuerpo de Iván. Se le cortó el llanto en cuanto lo vio de
frente. Enseguida le vino a la memoria el haberlo visto en el vestuario
mientras todos se reían de él; y después, pasando lista con todos desnudos,
siendo el sargento el cabecilla de una serie de insultos que los demás
secundaron para crecerse delante del débil. El teniente se agachó con rapidez,
atrapó la cabeza de Julián y se la sostuvo a la fuerza, con el fin de que
mirara fijamente lo que había conseguido—. Míralo, desgraciado. ¡Míralo, hijo
de puta! —Le apretaba en lo que él volvía a llorar—. Lo estás viendo, ¿EH? —Le
zarandeó la cabeza—. ¡CONTESTA , MALDITO CABRÓN!
—¡SIIIII! —afirmó, llorando a lágrima viva—. Lo ve...o —Se
le atragantó la última sílaba. Se derrumbó de forma emocional.
—Ahora a llorar, ¿verdad? —Volvió a zarandearlo—. ¡Ahora
ten huevos, cabrón de mierda! —Le zarandeó más—. Escúchame bien, caracabrón,
porque tienes una cara de cabrón que no puedes con ella. —El chico seguía
llorando—. Voy a hacerte la vida imposible mientras estés aquí. ¡Te lo juro por
mi Santa madre! —Lloraba más—. Y ahí sí que vas a caer lágrimas, sudor y
sangre. Si de verdad tienes valor, métete un tiro en la cabeza como ha hecho
ese al que te oí decir que no tenía cojones. Si no lo haces —Le apretó más—,
vivirás una tortura para toda tu vida... ¡Jodio
mierda! —Le soltó con brusquedad.
»Y tú —le dijo a Dani—. Te digo lo mismo. —Se acercó a él—.
Aquí se insulta con mi permiso, se ríe con mi permiso y se caga con mi permiso.
—El muchacho agachó la cabeza—. Lo habéis hecho todo sin mi consentimiento. Y
ahora, con mi permiso, voy a joderos pero bien. ¡A los dos! —Dani se echó para
atrás, estremecido—. No os vais a mover de aquí hasta que levanten los
cadáveres. Comienza vuestra tortura.
El teniente cerró con llave y se fue. Dani no articulaba
palabra y Julián no dejaba de llorar.
8
Los párpados de Ana dieron repetidas y fugaces sacudidas antes de
empezar a levantarse. Los ojos, protegidos por estos, habían dado vueltas
alocados, como la luz de una linterna al moverla de un lado a otro sin rumbo
fijo. El doctor de urgencias que llevaba su caso los vio vibrar, momento en que
dejó de rellenar el informe para dar la bienvenida a su paciente. Solo sabía lo
que le habían comentado los de la ambulancia (con Raquel como una estatua de
sal durante el camino, en el hospital y, seguramente, varios días más. Iván
también fue el de la picha pequeña en el curso de primeros auxilios, y ella un
calco a la niña que se rio de él cuando enseñó el pene por primera vez, solo
que un calco de diecisiete años por aquel entonces, casi dos más de los que
tenía Iván. Primero llegaron las risas y más tarde los lloros. Raquel no lo
olvidaría nunca). Ana tenía las escleróticas enrojecidas, y al contacto con la
luz, su rostro emitió una mueca de desagrado. Sintió un agudo dolor de cabeza,
como si los pliegues de su frente sostuvieran un rectángulo entre las cejas y
estas mismas.
—¿Cómo
te encuentras, Ana? —Una pregunta estúpida que, en sus veinte años de carrera,
no había dejado de formular, por mucho que la primera vez le costara vergüenza.
Cuando empezó, no siendo más que un simple residente de primer año, le preguntó
lo mismo a un señor con fractura abierta de fémur. Podía verse perfectamente un
astillado hueso sobresaliendo entre la rótula y el recto femoral, al que había
atravesado como si una máquina de hacer agujeros hubiera agujereado algo de
látex. Los gritos (berridos) tenían nombre y apellidos. El Dr. Jiménez (que así
se llamaba) tuvo la mala suerte de preguntarle que cómo se encontraba delante
de su adjunto.
«Está en el hospital, lo que indica que bien
no se encuentra, palurdo», le dijo fuera de la consulta. «¿Es que no ves los gritos? ¡Está a punto de
desmayarse! Cambia tu pregunta por un: ¿Qué le ocurre?»
El
Dr. Jiménez se calló el devolverle ese «palurdo» a su superior, pensando que
quizá, algún paciente desvergonzado, llegara a decirle algún día: «¿Que qué me
ocurre? Dígamelo usted, que para eso es el médico». Por lo tanto, siguió con la
pregunta que él quería hacer.
Adormilada,
con la sensación de ser una de esas muñecas con la cabeza de porcelana y el
resto del cuerpo de trapo, ligero y sin vida, Ana giró el cuello muy despacio.
A un lado vio los frascos de suero y una careta de oxígeno. Por momentos la
imaginó burbujeante, como cuando su padre la tenía en el rostro y el aerosol
pompeaba como el ácido de una pastilla efervescente. Su mente retrocedió tres
años, la ambientó en un segundo a ese día recordado y creyó ser la familiar
visitante que atendía a su progenitor enfermo. Desechando la idea tras un
parpadeo, miró hacia el otro lado, donde el doctor, con tal vez diez o quince
años más que el que atendió a su padre en sus últimos días, le demostró que no,
que el pasado no era más que eso, y que el presente, desencadenaba un nuevo
desenlace. Un terrible desenlace.
La
flojera de los párpados se esfumó al instante. Atrás quedaron dos pesadas telillas
de carne cuando los ojos las enterraron. Las pupilas se contrajeron, quedando
como meros puntitos abatidos por dos arandelas color miel. En la blancura que
llenaba el resto del globo ocular aparecieron finas venillas de color rojo. Se ramificaban
como las líneas que rompen las palmas de una mano y, según quienes saben
leerlas, dicen que representan la vida. La de Ana se vio truncada por un
repentino ataque de lucidez, de esos donde el corazón, latiendo
precipitadamente como una bomba de relojería, parece ser el encargado de dar la
orden, y no el cerebro. Se incorporó sobresaltada. Apenas movió las piernas, lo
que jamás consiguió nunca en sus frustrados intentos por hacer una abdominal
como era debido. Copió el mismo movimiento que, trece años atrás, dio sin
remedio cuando su marido la estaba apuñalando.
—¡Iván!
—Esta vez no lo gritó por miedo a perder la vida delante de su pequeño, sino
por temor a que él la hubiera perdido—. ¡Iván! —repitió, volviendo a girar el
cuello de un lado a otro, con los ojos sin mirar hacia ninguna parte. Era como
si de pronto se hubiera quedado sin vista.
—Ana,
¡tranquilízate! —gritó el doctor colocándole las manos en los antebrazos, pero
ella se las apartó de una sonora palmada, como quien juega con otro en un calientamanos.
—¡Mi
hijo se ha matado! —Salió de entre las sábanas de un solo movimiento. La ropa
cubrió al doctor, quien respiró hondo como si fuera a prepararse para que una
pesada ola lo sepultara—. ¡Lo ha hecho! —Continuó gritando mientras se
arrancaba la vía. El esparadrapo se había adherido a la muñeca igual que unos
labios atrapados por los de la persona amada. Cuando se deja de besar, el goce
de la pasión se esfuma como si jamás hubiera existido, como una parte de un
sueño camuflado por otra de mayor intensidad; ese cosquilleo instantáneo que la
invadió en décimas de segundo cuando tiraba, se cambió por dolor, y lo bueno
desapareció de su memoria (como esos labios que dejan de besar). El canutillo
de plástico salió disparado por la presión de la sangre, igual que un
supositorio a la inversa, y la vena escupió un ligero chorro escarlata antes de
que la joven saltara de la cama.
El
doctor peleaba por quitarse las sábanas de encima. Hasta liberarse, se sacudió
de un lado a otro de la misma forma que quien intenta quitarse una camiseta
demasiado ajustada. En el cuello siempre hace tope; la mandíbula parece
ensancharse y las orejas se antojan como dos estorbos. La cabeza al completo es
un estorbo, y por momentos, se desearía no tenerla.
Ella no la tiene. ¡La ha perdido!, pensó
llamándole loca. Cabía la posibilidad de que se creyera una falsa vidente,
alguien con el don de predecir el futuro o percibir algo antes de que
ocurriera. Según afirmaba su pareja, no habían tenido noticias de Iván desde el
día anterior. Estaría empezando el servicio militar, y nada más. Pero… Si su
hijo tuvo premoniciones toda su vida, ¿por qué ella no podía tenerlas?
—¡Detente!
—gritó el doctor, tirando la ropa al suelo con rabia. La paciente salió
disparada hacia la puerta. Asió el pesado picaporte y tiró hacia ella. No
obstante, cuando la madera se separó del marco, la mano del doctor la empujó
para cerrarla.
—¡Quite!
—vociferó Ana, histérica—. ¡Tengo que irme! —Ambos forcejeaban.
—¡No
puedes ir a ninguna parte aún! —gritó el doctor. El forcejeo hacía que la
puerta se abriera y cerrara—. ¡No tienes el alta!
Ni te lo pienso dar, se dijo. Vas a dormir en
psiquiatría.
Al sentir el jaleo, una enfermera de
estatura baja y con una montura dorada que encristalaba las perlas verdosas que
tenía como ojos, acudió sin prisa pero sin pausa. Era muy conocida en el
hospital precisamente por las gafas, ya que le daban un aire de maestra a la
antigua usanza. Verla en la sala de reuniones era como revivir la niñez, colocarse
todos rectos en los pupitres y no rechistar.
Ella sí rechistó: profirió un gruñido
mientras le temblaba el pellejo abolsado que caía por su papada a modo de
iguana.
—¡Qué ocurre, doctor! —Más bien salió como
una pregunta alarmante y de tono elevado. Al terminarla, su palma izquierda
golpeó la puerta. Sintió picor en ella por la brusquedad del golpe.
—Haloperidol (1). ¡Rápido!
La enfermera salió apresurada en busca del
inyectable.
—¡Tiene que creerme! —gritó Ana—. ¡Sé que
mi hijo se ha matado!
—¡Es solo tu miedo como madre! —aseguró el
doctor—. ¡Es tu conciencia!
—¡Sé lo que estoy diciendo!
En uno de los forcejeos, el doctor vio que
la enfermera ya estaba al otro lado de la puerta. Dejó que Ana la abriera y,
audaz, le quitó a su compañera la jeringa de las manos. Con agilidad, y
mientras la chica se preparaba para salir corriendo, le clavó la aguja en el
hombro y empujó el émbolo con rapidez para inyectarle el relajante. Su histeria
se fue reduciendo y sus quejidos salieron roncos y débiles, como la voz de un
magnetófono que va perdiendo pilas. A los pocos instantes, un irremediable
cansancio se apoderó de ella.
Las rodillas le pesaban una tonelada cada una, y se
flexionaron por debilidad, perdiendo la estabilidad del cuerpo como si fuera un
crucificado al que acaban de romper las rótulas para que todo el peso penda de
los brazos y los pulmones no resistan el ahogo. El doctor la sujetó antes de
que se desvaneciera.
—¿Qué le ocurre a esta chica? —preguntó la
enfermera.
El doctor no quiso responder, ansiaba recibir
ayuda cuanto antes para que se la llevaran.
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1-Haloperidol: medicina antipsicótica.
Mi hijo se ha matado
«Muchas maravillas hay en el universo, pero la obra
maestra de la creación, es el corazón materno».
Ernest Belsot.
Capítulo 1: Paz
Por primera vez en dieciocho años, Iván sentía paz (demasiada paz). Era triste que tuviera que haber muerto para sentirse a gusto, respirar tranquilo y tener la sensación de ser el rey del mundo. Por una parte, es una pena que una persona tenga que renunciar a vivir para encontrar el equilibrio, que no le quede más remedio que decir: adiós, hasta siempre, mundo, para empezar a vivir de verdad; por la otra, una inmensa alegría. Cruzar las puertas del cielo era para él como volver a nacer, solo que sin una mente que lo hubiera torturado antes ni después.
Tras
pasarlas sin ser consciente de dónde se encontraba, comenzó a adentrarse por
una pasarela esponjosa. Levitaba como urgido a un destino inconcluso, pero sin
miedo, descartando la preocupación de que fuera a ocurrirle algo malo al llegar
al final. Su mente al fin se había despejado, los recuerdos trágicos no le
dolían porque ni siquiera tenía tiempo para centrarse en lo malo: estaba exento
de dolor. Su cerebro parecía haberse aplanado de repente, como si lo hubieran
estrujado y, vomitando todo el daño que contenía, ahora no fuera más que una
herida sanada.
—Es…
¡Es increíble! —gritó. Esbozó una amplia sonrisa; y lo mejor de todo es que no
tuvo que forzarla, le salió del alma (y nunca mejor dicho).
Una fuerza invisible lo arrastraba
hacia allí, con ternura y mostrándole afecto a la vez. Se sentía querido (dieciocho
años después de burlas, insultos, palizas y desprecios, Iván se sentía
querido). El camino se componía de nubes parecidas a pedazos de algodón. Antes
solo lo había sentido cuando se daba golpecitos con él para curarse las
heridas, ni siquiera el algodón de azúcar que tanto Grandullón como demás
compañeros comían en los recreos. Sus padres los llevaban a la feria para que
montaran en los coches de choque, el tren de la bruja o la noria. Iván solo
había conocido los choques a la fuerza mientras lo empotraban contra las
paredes o los postes de la portería, o cuando hacían de él un sándwich humano;
no sabía de otras brujas que no fueran la de Blancanieves y aquella que le aterró tantos años: la malvada. Y,
por supuesto, jamás había subido a la noria; sin embargo, ahora alcanzaba una
altura mayor. Estaba por encima del mundo entero, y aunque el egoísmo jamás
penetró en él, estar tan arriba le hacía más importante.
Las nubes le rodeaban. Era mágico para él sentirse
rodeado sin terminar por el suelo o con el cuerpo dolorido. «Sentir el abrazo de un amigo». Lo quiso
pero jamás lo sintió. Ahora sentía algo similar.
—¡Me
abrazan! —gritó entusiasmado—. Y están suaves.
»¿Así se siente el abrazo de un amigo?
Rodeaban su cuerpo transparente con ademán
cariñoso, le hacían cosquillas agradables y hasta le abrían paso como si se
tratara de alguien a quien mostrar excesivo respeto.
—¿Por qué os apartáis? —Ello le confundía,
sí, pero solo con verlas, sabía que no se alejaban porque fuera un bicho raro.
No tenía nada que ver con lo que había sufrido en el colegio cada vez que lo
abandonaban (nada que ver). Se retiraban para hacerle hueco, para que su camino
estuviera libre de obstáculos por mucho que los deseara porque era agradable
sentirlo. Iván no era ningún ídolo, ningún héroe, y no tenía mayor importancia
que la que tenían las demás almas en el cielo. Simplemente era uno más.
Por fin era uno más, no uno menos.
—Me siento alegre —anunció, con la cabeza
bien alta. Anteriormente su habitual postura era mantenerla gacha, sin decir
cómo estaba, tan solo la tristeza se reflejaba por sí sola—. ¿Esto es ser feliz?
¿Se siente así la felicidad?
Llegó hasta un arco luminoso. Era, sin
duda, el pase al nuevo mundo.
Lo observaba anonadado. La paz que llevaba
sintiendo se intensificó, como si todos los litros de sangre que tuvo en el
cuerpo mientras vivía se hubieran cambiado por esa luminosidad y fuera la
sustancia que lo mantenía activo. Era capaz de apreciar en su interior la
fuerza que transmitía ese hueco.
—Estoy en la gloria —insistió, como un niño
entusiasmado con su nuevo juguete.
Cuando quiso darse cuenta, lo había
traspasado.
Capítulo 2: Un Iván nuevo
Algo lo había arrastrado hasta allí; fue como si el
claror que sobresalía por el hueco actuase a modo de imán. «VENTE CONMIGO», le
dio a entender sin necesidad de palabras, y era la primera vez que veía cómo
algo tiraba de su cuerpo sin intención de dañarlo. Se dejó. Respondió a esa
fuerza con un gesto de: «Haz conmigo lo
que quieras. Soy todo tuyo». Se había entregado porque, una vez más, no
hallaba ningún tipo de peligro. Seguía feliz (era feliz).
Traspasarlo
fue para su cuerpo como despegar una deportiva después de haber pisado una
parte pegajosa del suelo. Durante la infancia le había ocurrido muy a menudo
por culpa de pisar antes de que su abuela protegiera el hule con papel de
periódico. Iván lo pisaba y, tras ello, escuchaba un «friík”» que intentaba
resistirse. Ahora lo había sentido en su contorno.
Nada
más cruzar, se miró las manos: tan trasparentes como la carcasa que envolvía
los órganos del muñeco con que aprendió más sobre el cuerpo humano en su
cursillo como técnico sanitario. Era un varón de juguete de unos 30cm, y el
mismo que parecía estar forrado con un fino papel de liar cigarrillos. En
verdad, la carcasa era dura y resistente, pero dejaba a la vista todo su
interior. A Iván le encantaba mirar cómo se le transparentaban los pulmones, el
corazón (al mismo que imaginaba en funcionamiento) y los intestinos. Sin darse
cuenta, cada vez que lo miraba se estaba diciendo que no importaba ese plástico
que los protegía, sino lo que este guardaba. Lo importante era el interior, y
sin embargo, no tenía ni idea de ello.
«En el corazón sales ganando, mi amor. Ahí sales ganando en tamaño».
Fue lo que le dijo su
madre, y llevaba razón. Iván tenía un corazón enorme. Daba igual el resto de su
cuerpo, que fuera de chico a la mitad o con partes de chica. Tal vez las leyes
del cuerpo humano dicen que el pecho de las mujeres tiene que desarrollarse, no
el de los hombres. No obstante, por más anomalías que experimenten ambos sexos,
corazón tienen que tener los dos para poder vivir. Se puede vivir sin senos; se
puede seguir en la Tierra teniendo un pene de 3cm y te hagan sentir que eres la
puta risión, pero nadie vive sin corazón.
Iván poseyó el corazón
más grande que jamás ha existido, y de esos que no dejan de latir nunca aunque
certifiquen su muerte.
A través de sus manos,
su vista se deleitaba con la resplandeciente blancura de la habitación. No
tenía cuatro paredes, sino neblina agradable; le era imposible apreciar su
final, pero nada que ver con el infinito pasillo de «El piso de los gritos y la
sangre». La parte esponjosa que le rodeaba era un lugar acto para pasar allí el
resto de la eternidad.
Soy como Casper, pensó al ver que era un fantasma. No tenía
capacidad para pensar en otro tipo de espectro (allí no) por muy mucho que los
últimos años de su vida los hubiera pasado viendo películas de terror. Ahora
había llegado a un lugar nuevo, un lugar donde no existía más estancia que la
agradable, y en donde los únicos fantasmas que lo habitaban, eran buenos.
Sonreía al ver que sus
dedos no eran lánguidos y alargados. Sus metacarpianos ya no tenían ningún tipo
de deformidad. Antes, mirárselos (las muchas veces que él mismo se hacía un
gesto obsceno con el dedo medio delante del espejo) era verlos con forma de
cono, y acordarse automáticamente de las peonzas que jamás llegó a bailar nunca,
aunque sus dedos fueran más delgados que el juguete. Había llevado el pico de
una de ellas en la nariz desde los siete años a los dieciocho; pero no le dolía
ahí, sino cada vez que se miró las manos. Ahora ya no tenía nada más ancho ni
más delgado, era todo por igual.
—No son deformes —se
dijo, excitado—. ¡No son deformes!
Mientras seguía
contemplándolas, un fogonazo le sacó de su ensimismamiento. Pasó volando, como si la hoja de una espada acabara de asestarle
un estoque con su reluciente filo. Se giró sobresaltado, y entonces toda la
felicidad que lo había acompañado hasta ese instante se borró de inmediato. No
tenía ningún cristal delante de él que le dijera que aquello se trataba de un
espejo; sin embargo, enfrente de su atónita mirada se formó una silueta. Tras
dar el respingo llevado por el susto, la imagen se movió tal y como se había
movido él.
Veía un cuerpo
traslúcido, un contorno como dibujado a modo de boceto, apenas apreciable pero
existente. Era como si un pintor hubiera repasado con carboncillo una parte de
la nubosa habitación, pero sin apretar, tal vez con miedo hacia su creación,
con ese mismo temor con que se miraba Iván al verse diferente, pero diferente
en otro sentido. Ansiarlo, y al mismo tiempo temerlo, era lo que le hacía
buscar el origen de su figura, quizá esperanzado de poder borrarlo con una goma
(con su material de dibujo: su compañía durante tantos años) en caso de tampoco
gustarse así y evitar que se rieran de él.
Ahora no se estaba
mirando a propósito para peinarse la raya a un lado con el fin de ocultar el
bulto de su cabeza, ni tampoco tenía delante a su espectro futuro caracterizado
por la belleza que jamás consiguió ver en sí mismo. Aquellas veces se vio guapo
de chica porque le habían hecho odiarse, ser un monstruo físicamente.
«—Se mató
para no verte, porque te odiaba. Vio que eras un monstruo.
—No. No lo soy. Soy como to…
—¡Estás mal hecho! Eres mitad niño mitad niña. ¡Tendrías que estar
muerto tú, y no tu padre!».
Su cara de chico fue idéntica a la que vio en versión femenina, pero
por más que hubiera asegurado en otro momento el calco exacto de dos gotas de
agua, dos gotas gemelas, según Iván, él siempre fue inferior a la beldad que compartía con su hermana. No, imposible
ser guapo. ¿Con senos y su sexo estancado durante el tiempo de gestación? Para
él, por supuesto que no…
Resulta increíble cómo la sociedad es capaz de destruir por completo
el ánimo y tanto el interior como el exterior de una criatura. Los años que fue
cumpliendo Iván no los celebraba con alegría, sino que más bien, fueron los
aniversarios de su muerte.
Ahora ya estaba muerto como quería Grandullón. No tenía belleza; de
hecho, no era nada, y sin embargo, había quedado impactado como si lo fuera
todo. Era un fantasma, transparente como el muñeco anatómico. No se veía su
interior porque no tenía. Todo lo que llenaba a ese contorno era la esponjosidad
de la habitación.
—So… soy yo.
Claro que era él; era su alma, el interior que imaginó infinidad de
veces, rajado de la misma forma que se rajó el espejo del armario de su madre
con la premonición del atropello. Cada vez que sufría una burla, un desprecio o
una paliza, le provocaba tanto dolor en el alma, que si lo que tenía delante en
verdad era real, entonces todo lo vivido no había sido más que un cuento, quizá
la imaginación de un escritor frustrado con deseos de hacerse un hueco en el
mundo, sobre todo, en el mundo del amor y el cariño. Un: estoy aquí, no me ignores que también existo. Y quiéreme: quiéreme como
quieres a los chicos de exterior perfecto tanto arriba como ABAJO. Pero no:
pasado y presente habían sido y eran reales. Iván fue una persona defectuosa y
lo que veía ahora era su alma.
Se miraba con atención, extrañado. Giró su cuerpo abstracto todo lo
que le era permitido. Parecía una muchachita analizando con detalle el cómo le
queda la ropa delante del espejo, el si está más o menos mona o si la falda
nueva le hace demasiado culo. Era un nuevo Iván.
Haberse visto los dedos sin defectos le había alegrado, quizá
restándolos importancia por ser aquello que no les importó demasiado a quienes
toda su vida se creyeron perfectos e importantes. Un par de insultos por tener
más grande los componentes del miembro equivocado. Unos cuantos: «E. T, teléfono,
mi casa». Fin. Lo demasiado largo en Iván jamás llamó la atención a su
alrededor, ellos eran de hacer crecer el problema que, por causas de la
naturaleza, no creció nunca. Pero tenían que machacarlo. Para ellos, hacerlo
era más importante que el comer para poder vivir.
Enmudeció. Quiso ser hombre desde bien niño, en la adolescencia llegó
a sentirse chica (en parte, dada su ginecomastia y su cara bonita) y ahora no
se sentía ni lo uno ni lo otro. Era algo con vida después de muerto, pero solo
“algo”, eso era todo. ¿Dónde estaban sus senos? ¿Dónde estaba el micropene y
los testículos infantiles? Habían desaparecido por arte de magia. Nada por aquí, nada por allá. ¡Sorpresa! Y
en verdad nada por arriba y nada por abajo.
—No ten…go nada —pensó, incapaz de decirlo en voz alta. Estaba plano
(genial. Dieciocho años después lo había conseguido) y asexuado.
«Jamás, jamás de los
jamases, me harás daño; ni a mí ni a nadie. ¿Me has oído? Nunca en la vida. No
eres malo, ni lo serás. Serás bueno siempre, cariño. Siempre».
En una de sus tantas pesadillas con la cabeza decapitada de
su padre y la bruja malvada, Ana (su madre) le dijo que era como un ángel,
porque estos son buenos y no le hacen daño a nadie. Años después, una vez más
en clase de anatomía, la profesora comentó algo referido a la sexualidad:
«Ahora
veremos la diferencia entre el cuerpo masculino y el femenino. Porque aunque
parezca igual, no es lo mismo atender a un hombre que una mujer dependiendo de lo que le ocurra,
como podéis imaginar. Atenderéis a personas, no a ángeles sin sexo”.
Iván, ese día, uniendo lo que le dijo su madre con lo que
acababa de escuchar en boca de la profesora, volvió a hacerse un lío sobre lo
que era, porque si se trataba de un ángel, con lo que había comentado la profe
no podía ser una persona. El «¿qué soy?», siguió en su mente mucho más tiempo,
sobre todo al escuchar la diferencia entre el cuerpo masculino y el femenino.
Quiso tocarse lo que una vez fueron sus odiadas partes, pero
no pudo, pues lo que tenía por manos atravesaron la zona de un solo movimiento,
igual que si la hubiera pasado por una nube de humo. Dentro de sí mismo movió
la mano como si estuviera removiendo las bolas de un sorteo, y allí no estaba
ni su pequeña cosita ni las dos bolitas con defecto de fábrica, marginadas del
bombo al no estar rodeadas por el premio gordo… Reaccionando por instinto, toqueteándose
con rapidez, como si él mismo se estuviera cacheando, llevó las manos al pecho.
Siempre que lo había hecho para tomarse las pulsaciones de su acelerado
corazón, el seno izquierdo le estorbaba. A veces se lo bordeaba y tocaba
suavemente con las yemas, y otras lo estrujaba con rabia. Ahora no podía hacer
ninguna de las dos cosas, ni tampoco mirarse las pulsaciones porque lo más
grande de su cuerpo en cuanto a valor se refería, tampoco estaba allí.
—Dios mío —exclamó, aterrorizado por vez primera desde que
llegó al cielo—, ¡¿en qué me he convertido?!
No solo no tenía sexo ni senos —aunque era lo que más le
preocupaba—, sino que tampoco contaba con ojos, nariz ni boca. Todo su rostro
era un borrón difuminado, y al darse cuenta, su ser se encogió para volver a
sentirse inferior al mundo, tanto al de los vivos como al de los muertos.
—¡No tengo ojos pero lo veo todo! —gritó a la vez que se
masajeaba la cara—. Tampoco nariz, pero no me falta el aire… ¡Carezco de boca
pero puedo hablar y gritar! ¡¿QUÉ ES ESTO?! ¡¡¿DÓNDE ESTÁ MI CUERPO?! —Quería
moverse con rapidez a un lado y a otro llevado por el nerviosismo, pero no lo
conseguía. Luchaba contra la fuerza de la gravedad—. Mi cuerpo es ridículo y
tiene que estar «Él fue quien se encargó de hacerle saber a todo el
mundo que tu cuerpo es ridículo, que tienes tetas siendo un chico y un cacho de
piel fofa entre las piernas». —Volvió a
observarse. No había nada de lo que tanto le habían hecho creer—. Qué soy… —comentó,
sin fuerzas—. Si no soy ridículo, ¡¡QUÉ SOY!! «Un fracasado. Un fracaso de no hombre, un fracaso de cuerpo y un
fracaso de hijo». Por eso me maté —recordó—. Estoy aquí por ser diferente,
pero… —Volvió a cachearse—. Me maté porque no soy un hombre como los de…
Escuchó un sonido plomizo en mitad de la beligerante
lucha que mantenía por hacerse ver la realidad, una especie de portazo. Su
primer pensamiento fue creer que todo volvía a ser difícil y aterrador, que no
era más que un pájaro atrapado en una jaula. Tal vez reviviría el que lo
encerraran dentro de un armario en clase de religión.
«—¡ABRID, ABRIDME LA PUERTAAAA!
—¡Te quedarás ahí para siempre, meón!
—¡¡QUIERO SALIR, QUIERO SALIR!!», recordó mientras un severo
escalofrío hacía acto de presencia. Había olvidado lo que era convivir con el
miedo, la angustia y esa gélida sensación que aflora por la espalda hasta
erizar los pelillos de la nuca mientras el cuerpo tirita. No tenía vello, pero
sí miedo. Antes quiso moverse rápido y su abstracta composición retardó la
velocidad; ahora quería girarse con lentitud y, sin embargo, ocurrió todo lo
contrario. Con tan solo media vuelta vio lo que había causado el golpe.
—¿Y esto?
1
A pesar de no poseer pulmones que controlaran
su respiración, Iván tuvo la sensación de respirar aliviado. Su alma regresó a
la comodidad tras ver que aquello tan sonoro y estremecedor no era más que un
libro: grande y pesado, pero solo un libro. Desde lejos, y al haber quedado
abierto al caer, esa especie de «M» aplanada le hacía parecer las alas de una
gaviota descansando entre la esponjosidad del cielo. Era como si se mantuviera
a la espera para echar a volar de un momento a otro. Tenía los bordes dorados,
del mismo color con que Iván, en sus mayores momentos de soledad durante la
infancia, había dibujado cofres que guardaban un importante tesoro. Dentro de
uno de ellos, cuando tenía tan solo seis años, dibujó a su madre y a sus
abuelos «Aquí la bruja malvada no os encontrará nunca», pensó en su día. Los
dibujó abrazados, con miedo, igual que cuando se abrazaba a su madre porque
sonaba el teléfono verde. Los coloreó con lápices de madera; sin embargo, para
las cabezas utilizó rotuladores. No tenía ni idea, pero se dijo que, al usar
algo más fuerte y grueso, las estaba protegiendo, y nunca, jamás, las vería
separadas del cuerpo. «La bruja no os las quitará». En el interior de otro
dibujó un balón de reglamento, y en otro, muchos niños y niñas. Lo llenó de
amigos, con color diferente de piel, rellenos y flacos. En el último cofre
dibujó unos labios, casi idénticos a los de su madre, pero imaginándolos como
los de una chica. Su abuela le había dicho que los hombres, cuando crecen, se
casan con una mujer, los besan y tienen hijos. Fue la misma mentira que cuando
le aseguró que el pene sirve para hacer pis. Olvidó decirle que, ni el sexo
masculino sirve solo para orinar, ni que los hombres solo se casan con mujeres
en la edad adulta. Para gustos los colores, y al igual que él elegía el dorado
para dibujar cofres, en ese instante, mientras lo hacía, en otros lugares de
cualquier parte del planeta, niños y adolescentes guardaban sus deseos en otros
cofres, tal vez mentales por miedo a lo que dijera el mundo al desear besarse y
casarse con alguien de su mismo sexo, y a los que después, en sus colegios e
institutos, hacían la vida imposible por, según la sociedad, ser diferentes.
Ni
Iván ni ellos seguramente pudieron abrir los cofres y disfrutar del deseo (desde
luego, él no). Sus dibujos fueron destrozados por un hombre de verdad llamado
Grandullón, quien ya desde niño jugaba a los deportes de hombres, tenía los
genitales del tamaño indicado y una boca como el vagón del metro, donde podía
leerse «machista bocazas». Pero desde pequeño todo le fue bien, y a Iván no.
Vio
el libro abierto y recordó los deseos que guardó en los cofres. —Desde su
llegada al cielo pasó de no recordar nada a hacerlo con momentos que creía
olvidados. Con cuatro años fue capaz de recordar su nacimiento, y sin embargo,
más adelante olvidó todo lo que había deseado. Fue como lo que puede ocurrirle
a una chica enamorada: recuerda todas las conversaciones que tiene con su amor
platónico, pero a veces, es incapaz de acordarse de lo que ha comido el día
anterior. El proteger a su madre y sus abuelos se esfumó con el paso de los
años. La bruja malvada dejó de ser tan peligrosa para ponerse él como mayor
criminal de la historia. El temor y las visiones le habían hecho creer que era
un auténtico asesino, y que ese espectro encapuchado poco tenía que ver con
haber decapitado a su padre… Querer un balón de verdad pasó a la historia por
estar más pendiente de que su micropene diera el estirón sin que se lo
retorcieran, y el tener amigos le quedó bastante claro —y demasiado pronto— que
era imposible. «Es que sé que
se van a reír de mí, mamá. Vaya donde vaya, me pasará, y ya no lo puedo
soportar más». Lo dijo con casi dieciocho años, pero lo sabía desde los seis, desde el
primer aviso de su enuresis (2) sobre los coches teledirigidos. Ahí lo
bautizaron de por vida.
Se
dirigió hacia el libro, optimista. El haber recordado lo de los cofres le
dejaba la esperanza de, tal vez, encontrar allí sus anteriores deseos. Poco o
nada importaban ya porque estaba muerto, y eso —a pesar de que en el cielo se
sintiera más vivo que nunca— relega cualquier tipo de ilusión en vida.
No
solo relucía el borde de la tapa: dura, como un ejemplar escrito por un autor
consagrado y, de cuyo alto precio, en un escritorcillo como Iván es difícil de
oler, por más que escriba. Las memorias de un fracasado no le interesan a
nadie, quizá por ello, medio manuscrito terminó en una de las papeleras del
cuartel. También relucían sus páginas, y ello, le hizo por momentos volver a
ansiar ser escritor, como en los viejos tiempos. —A los doce años, mientras
cogía fuerzas para regresar al colegio después de que Grandullón le hubiera
deseado un nuevo abuso sexual, escribió su primer manuscrito: «El libro que
enseñaré a mi hijo». Había deseado tener uno desde temprana edad, antes de que
ese globo de agua estampado en la cabeza le robara la ilusión, antes de que los
«pichapequeña» y «jamás podrás estar con una chica» le calaran tan hondo que no
hubiera vuelta atrás, y antes de que Grandullón le dijera que con un pene tan
pequeño jamás podría tener un hijo porque el bebé saldría mal. «¡Con una picha tan pequeña no podrás tener
hijos, rabocorto. ¡El niño saldría tan defectuoso como tú!». De pequeño los insultos le dolían, pero
siempre había un pequeño foco —aunque
tenue— al final del túnel. Era una especie de saber pero no querer creer, de
tal vez sí lo consiga, de que tener menos que los demás no es no poder… Atender
a niños con un pene tres veces mayor al suyo y no dejar de ver a parejas por la
calle besándose y abrazándose con su misma edad, pero unidos mientras él no
dejaba de estar solo, le avisó de ese «pum» que terminó con su vida un año
después—. Recordó su borrador, guardado en un cajón del escritorio junto a «El
día a día de una vida». Dos historias que para él lo eran todo, pero que para
el mundo, jamás valdrían nada.
RANKING
DE NOVELAS SIN VER LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL (ni ninguna luz):
1-«El
libro que enseñaré a mi hijo», escrito por un descendiente del espíritu
Santo, porque meterla, no la metió en su vida. Demasiado arroz en el mundo para
tan poca polla... Narra la historia de un padre protector, un ser frustrado y
con el único fin de dar a su hijo todo lo que él no tuvo, cuidarlo y amarlo sin
que nadie lo toque.
2-«El día a día de una vida», de la pluma
del mismo autor que quería hacer hijos antes de practicarlos. Cuenta la vida de
un muchacho ridiculizado desde que pisó un aula por vez primera (desde los
cuatro a los diez años).
3-«El diario de un fracasado», del sudor y
la sangre de Iván, autor de las descansadas novelas anteriores, cuyo cajón
donde reposan, les da un comentario de una estrella: Están llenas de polvo, por si te quieres estrenar.
—Me acompañaron mientras las escribía, y
nunca me devolvieron los insultos —se dijo.
De
todas ellas, la más extensa, y donde más contaba su vida, era sin duda «El diario
de un fracasado».
¿Qué harán con ella?, pensó mientras las
páginas del libro gigante subían y bajaban como la luz de una
fotocopiadora. ¿Le prestarán atención? ¿La leerán? ¿Llegará a alguna parte?
—Todo a su debido tiempo —escuchó a su
espalda.
Se
giró todo lo rápido que pudo, a la velocidad que le permitió el haber pasado a
ser de una nueva composición, más ligera a la vista que un cuerpo humano, pero
más pesada. Igual de engañosa que las apariencias.
Observó
a un ser vestido de oscuro pero protegido por una especie de cúpula luminosa.
En las películas, había visto a Dios representado con blancura, con ese toque
inmaculado, igual que el manto de la Virgen. No podía ser él; sin embargo, verlo
tan ennegrecido, como la penumbra que rodeaba al dormitorio donde habían nacido
sus mayores temores, le recordó a…
—Dime
que no eres tú —suplicó, ya sin poder tragar saliva como hizo en tantas
ocasiones cuando estuvo vivo. —Solo
podía tratarse de alguien, y si así era, significaba que las pesadillas no
habían acabado, y que todo era una gran
mentira—. Dime que no eres la bruja malvada.
___________________________________________________________________________
2-Enuresis: Micción involuntaria
2
¿Qué sucedía?
Iván
creía que ese capítulo estaba muerto y enterrado, pero no (no aún); el único
muerto, y a la espera de un entierro —a ser posible decente— era él. Había
pasado dieciocho años temiendo a un ser enlutado, a un espectro que emergía
entre las tinieblas de su subconsciente pero reverberando en la consciencia. La
bruja malvada afloraba siempre para convertir su espacio de paz en guerra, sus
sueños en pesadillas y su vida en caos. No obstante, antes de quitarse la vida,
descubrió que no era más que su propio miedo: el miedo a verse guapo,
atractivo, la combinación del androginismo al que no fue capaz de sacar
partido. Eran su hermana —anteriormente un mero bulto que latía— y él: un único
cuerpo fusionado, como el amor verdadero de una pareja en donde no existe
ninguno, sino los dos una vez que uno de ellos entra y el otro lo recibe, dando
origen a eso que llaman “hacer el amor”. En ese instante nada los separa: los
genitales se juntan, las lenguas se entrelazan, las respiraciones funcionan al
compás… ¿De quién es cada cuerpo si ninguno siente por sí mismo, sino por lo
que le están haciendo sentir? Iván no sabía si era chico o chica porque sentía
tanto como padecía. Separarlo de su parte femenina hubiera sido como despegar a
dos siameses unidos por la cabeza. O los dos o ninguno.
Sin
ti no puedo vivir, suelen decirse los enamorados. Iván amaba a su hermana, en otro amor diferente
al romántico, ese con que se ama a lo que se ha creado contigo dentro del
vientre materno, y al no tenerla, cumplió su promesa: morir. Él mismo creyó
haberla matado, solo que lo había olvidado, y ahora, teniendo delante una vez
más a lo que creía ser su espíritu, lo recordó y regresó su miedo.
—No
puedes ser tú… —dijo con sensación de que su traslúcido cuerpo ardía—. ¡La
bruja malvado no existe! —gritó—. ¡Solo era yo! ¡Mi parte oscura!
—No temas— le
dijo el ser de negro, quien se acercaba caminando como una persona de carne y
hueso —. No nos une ningún parentesco, pero sí tengo mucho que ver contigo. —Se
detuvo frente al espíritu de Iván; este último, al verlo, sintió que donde
debería tener los ojos que, aun inexistentes veían (fuera como fuese), le nacía
una severa tirantez, como si lo que toda
la vida fueron párpados ahora se levantaran impresionados. Le entró terror
porque el recién llegado era muy parecido a él físicamente. Lo veía y se le
representaban los peores momentos frente al espejo, el cómo latía el bulto de
su cabeza y la carencia de rostro, cosa que ahora comprendía.
Cuando me veía sin cara no solo me estaba negando mi
parte femenina, sino que me anteponía a mi muerte. Ahora soy tal y como me vi
allí.
Y así era. Iván se había convertido en lo que vio en el espejo del baño
del colegio por primera vez. Pero ahora tenía la compañía de un espíritu que
parecía humano y, que además, afirmaba tener mucho que ver con él.
—¿Quién eres? —El «¿quién soy?» había pasado a la
historia. La pregunta que machacó su cabeza durante tantos años, tan afanado en descubrir la verdad como
confundido al mismo tiempo, pasó a un segundo plano. Se esfumó como el
martirizante pensamiento de una persona obsesiva tras encontrar algo nuevo a lo
que tener en cuenta.
El que parecía humano suspiró, bordeó a Iván y siguió
hacia adelante.
—Soy lo mismo que tú —respondió dirigiéndose hacia el
libro gigante; una vez frente a él, observó la página donde decía «El diario de
un fracasado», y acto seguido, se dio la vuelta con soltura, como con intención
de rotar sobre sí mismo, igual que si lo hiciera un bailarín profesional. Su pie
izquierdo —oculto por la nebulosa que envolvía a ambos—, giró 90º para quedarse
mirando a Iván—: exactamente lo mismo. — Esbozó media sonrisa. Su rostro tenía
un tono blanquecino, como una hoja de papel impresa en un libro recién salido
del horno; los labios igual de rosáceos que los de Iván en vida, con el
superior algo más pronunciado. Ambos brillaban tanto que parecían rociados en vaselina
o cacao; una fina raya en cada párpado realzaba la hermosura de sus ojos
castaños y semicerrados. Su larga y
fina melena cubría los bordes de un rostro redondeado. Iván seguía viéndose en
esa figura. Acababa de comprobar que, quien le hablaba, tenía los mismos rasgos
andróginos que tuvo él; y lo que tanto le aterró reconocer, al recién llegado
parecía no importarle en absoluto, por el contrario, lo resaltaba más con el
toque de maquillaje—. ¿Sorprendido? —le interrumpió. Se cruzó de brazos,
manteniéndose a la espera de hallar una respuesta, pero Iván enmudeció—. Soy un
chico. —Hay palabras que, al igual que hechos, quedan grabadas a fuego. Esta
última, aun en muerte, seguía pululando por las entrañas de Iván. Se pasó toda
la vida repitiendo lo último que acababa de escuchar; tal vez para creérselo, o
quizá porque era lo que le decían en su familia cuando le escuchaban decir que
se sentía triste por no ser un niño como los demás. Pero la parte negativa
siempre gana, y en su caso, fue así. Si había perdido el habla solo con verlo, el
escuchar «soy un chico» prolongó su carencia de voz—. Las chicas no son las
únicas que se pintan los ojos, y eso lo sabes bien, ya que aunque haya sido a
través de una imagen o por televisión, no soy el primer hombre al que ves con
los ojos pintados.
»Las
mujeres visten con pantalones, y eso no las hace varoniles. Son femeninas
igual. —Iván escuchaba. No podía hacer mucho más—. No hay una regla que exija
lo que se debe o no vestir. ¿Tú la conoces? —Seguía mudo—. Las chicas pueden
llevar el cabello largo o corto —se dirigió hacia él de nuevo. Llevaba los
brazos cruzados y la cabeza gacha, como si contase sus propios pasos—, pantalón
o falda, pendientes, maquillaje... Los chicos también. Hay hombres muy hombres
con aros en las orejas, con la cara embadurnada, con los ojos pintados... No
son mujeres. —Se detuvo en seco para mirarlo con fijeza—. Tú llevabas el
cabello largo, pero eras un chico. —Era lo único que le faltaba escuchar, y lo
que jamás hubiera imaginado, ni siquiera en sueños.
¡¿Cómo que era un chico?!, pensó sintiendo el insistente órgano vital golpeando su pecho abstracto.
¡¡Me dijeron que no!!
—Me da igual
lo que te dijeron o hicieron creer.
—¿Eh? —La
nube de la que se componía el nuevo Iván levantó la cabeza, exhausto, como si
su intención fuera la de erguirse al haberse sorprendido.
—Sí,
puedo leerte la mente —afirmó el siniestro hombre—. Yo puedo hacerlo todo.
»Lo fuiste. Te llamaste Iván, no Ivana. Te
pusieron nombre de varón porque así lo eras. —Emprendió el paso alrededor de
él, lento y marcado—. Puede que esto que voy a decirte a continuación te
sorprenda demasiado, e incluso te cueste creer —continuó, sin detenerse ni
descruzar los brazos—, pero no solo fuiste un chico —Se detuvo para mirarlo con
fijeza. Sus ojos: pupilas, iris y hasta la esclerótica, eran lo más lleno de
vida con lo que contaba su cuerpo en esos instantes. Anteriormente, cuando Iván
lo había mirado nada más llegar, no eran otra cosa que unos ojos bonitos, con
los párpados más llamativos que había visto nunca gracias a la raya decorativa;
ahora, esas persianas de carne parecían haberse extinguido para dejar al aire
libre dos preciosos órganos de visión. Titilaban de la misma forma que la llama
de dos cirios expuestos a un leve soplido ambiental, y mostraban hasta realismo
de lo mencionado, ya que la blancura de todo el globo, lleno de lágrimas en
ambos al no dejar de brillar, representaba la base húmeda de una vela, los iris
el fuego y las pupilas la corta esfera de luminosidad a la que da origen el
fulgor—, sino que también fuiste un hombre. —Si a los suicidas les dejaran
repetir la experiencia, Iván hubiera firmado por volver a vivirlo. La expresión
«que me trague la tierra» no le servía porque su destino no era otro que dar de
comer a los gusanos que la habitaban. «Polvo eres y en polvo te convertirás».
Había llegado al cielo hecho polvo, y esos seres viscosos lo reducirían a tal.
Por ello, aun imaginándolos abriéndose paso entre su carne rechazada (te escupo yo más de lo que te escupieron en
vida, miserable pensamientos de un fracasado), agujereándolo como si fueran el retorcido hierro de
un sacacorchos penetrando en una botella de vino malo —el gran reserva es
privilegio de los tíos buenos gracias a sus taninos: tanino-taníno (versión estriptis)
y disfrutando de lo que para él solo habían sido vómitos y desesperación por
tanto odio hacia sí mismo, lo recién escuchado era motivo suficiente para
revivir la mayor atrocidad que había soportado y resultar indolora. Decirle que
fue un hombre era igual que el error de quien asesina a su pareja pensando que
le ha sido infiel, y cuando está muerta, se da cuenta de que solo le faltaba
rezar para terminar de ser una bendita. Esa misma cara de incomprensión, de
terror inquieto revolviendo todo el cuerpo mientras las entrañas se fuerzan en
vomitar, se le quedó a Iván a pesar de no poseer un rostro donde reflejarlo. No
tenía cuerpo físico, pero sí lo sentía todo; era como si el ojo humano
necesitara una especie de gafa 3D para captar lo que esconden los habitantes
del firmamento, y en este caso, Iván fuera la parte invisible aún por
descifrar. El ser misterioso sí veía a través de él.
El interior de su cabeza giraba como un anillo de hula hoop, igual que si el cerebro que,
a priori ya no tenía (pero conservando una mente tan avispada como traicionera
para según qué momentos), se moviera de la misma forma que una moneda
tembleteando antes de quedar plana. Eso mismo ocurría cuando su abuelo golpeaba
la mesa del cuarto de estar y el
cenicero viraba hasta regresar a su posición. Su abuelo, ¿cómo no recordarlo?
Tanto a él como a sus: «¡Solo intento que sea un
hombre! /Míralos: ¡felices de la vida! Chicos con
chicos, jugando al fútbol como hombres. Ahora mira a tu nieto: él solo, en
casa, frente a un papel, sin amigos… No le ajuntan porque saben que es un meón,
un niño de teta y sin cojones para remediarlo/ Tu madre trabaja para que tú
comas, crezcas y te hagas un hombre de provecho, no que juegues con esa
mariconada de marcianitos… Cuando trabajes, si quieres, te la pagas tú/ Muy hombre no es, desde luego…¡¡No lo es, hostias!! ¡No es un insulto, es
la realidad!
Iván lo recordaba, en
tensión, compaginando también el recuerdo con que reaccionaba su cuerpo cada
vez que escuchaba algo así. La rabia siempre se lo había comido, hasta el punto
de hacer que se quitara la vida. Cada vez que lo revivía, sus venas engrosaban,
y por ellas, como lava candente y espesa, la sangre recorría su interior a modo
de coches de Scalextric urgidos a
completar el circuito, y cada vez más rápido. Ahora lo sentía de igual forma,
sin ese rojo alarmante circulando pero sí con la sensación de seguir
teniéndolo; eso y el corazón, latente como latía el bulto al que terminó
llamando hermana.
—Él también te dijo que lo
eras, Iván —le recordó el sabio de apariencia humana.
—¿Eh? —Parecía haberlo
olvidado. Era como si su cabeza solo tuviera espacio para almacenar lo malo. Una
especie de papelera de reciclaje dolorosa sin cabida para lo hermoso, lo alegre
y lo necesario.
—Recuérdalo. Sé que lo
tienes porque lo has escuchado, y también porque lo recordaste para escribir
tus memorias, solo que ahora no te has quedado más que con el dolor y las
desgracias. —Iván se esforzaba por recuperarlo—. Estás aturdido, pero lo
tienes.
»En el hospital: tú en la
cama, y tu abuelo llorando por primera y última vez en tu presencia. Esto te ayudará
a encontrarlo antes.
La bombilla que se enciende
en el cerebro después de un chispazo insonoro, pero que se abre paso como si
dos dedos chascaran dentro de la frente, irguió a Iván parcialmente para, acto
seguido, sumergirlo dentro de sus recuerdos.
«Me he empeñado en machacarte
para que fueras un hombre, y creo que lo llevas siendo desde que naciste».
—Me lo dijo —comentó con un tenue hilillo de voz, casi teniendo que
forzar el aliento para hablar—. Mi abuelo me lo dijo.
—Así es. Y no solo él, también Mariano. Antes de matarte te lo
repetiste.
«Los hombres no lloran».
Iván también lo recordó.
—En tu persona, lo bueno siempre le pudo a lo malo; sin embargo, a la
hora de sufrir, lo malo le ganó a lo bueno —empezó a decirle—. Te has llevado
disgustos, palos verbales que, con un poco más de fuerza y amor por ti mismo,
habrías evitado.
»Lo tenías ahí. —El de apariencia humana le miró, lamentándose de que
Iván no lo hubiera visto antes—. Tuviste grandes momentos de recuperación, de
avance… Pero como te he dicho, lo malo, cuando de sufrimiento se refería,
siempre le pudo a lo bueno. Con tan solo una palabra, simplemente una, te
hundías en un pozo sin fondo, y no había nada que te sacara a la superficie.
Grandullón te devolvió a casa después de meses de lucha. En la mili te ha
ocurrido lo mismo. —Iván lo meditó. Ese hombre, o lo que fuera, decía la verdad—.
Entraste en el cuartel recordando lo que te dijo Mariano. De nuevo volvías a
creer en ti, y a sentirte —aunque solo en parte— el hombre que siempre fuiste
pero los comentarios negativos y las burlas no te dejaron ver. En cuanto lo
pisaste y tus compañeros abrieron la boca, otra vez se acabó. Ya dio igual lo
que te dijera tu abuelo, tu psiquiatra o Mariano. La maldad duele, y a pesar de
que no querías escucharla porque te destrozaba, al mismo tiempo era a la que
mayor atención prestabas. Si intentas recordar lo malo, te aseguro que no
tardarás tanto en regresarlo a tu mente. Lo bueno de tu abuelo sí, pero esto
aparecerá en décimas de segundo.
Iván lo hizo.
«Un hombre se mide por el tamaño de su hombría, y tú no tienes, y has
fallado a tu padre / Vas a empezar a comportarte como un hombre, y es necesario que sepas
nadar/
Llorica. Así nunca serás un hombre/ TÚ ESTÁS MAL HECHO Y NO SIRVES PARA NADA, Y ÉL ERA UN HOMBRE CON LOS
COJONES QUE A TI TE FALTAN!! Recuérdalo con todas las letras: A-N-S-E-L-M-O; ese se encargó
de rematarte para siempre, de desvirgar la parte que no se le debe tocar a un
hombre hetero nunca en la vida. Pero claro, ¿qué tienes tú de hombre, eh? Él
tenía una polla en condiciones, una polla de hombre con la que te reventó
entero… ¡La tuya no haría ni cosquillas, desgraciado! ¡No eres hombre! ¡No
tienes polla!/ Tu abuelo tenía razón: no tienes cojones, ni naturales
ni simbólicos. Y los hombres los tienen. ¡Y bien gordos!/ Eres un
fracasado. Un fracaso de no hombre, un fracaso de cuerpo y un fracaso de hijo».
—¿Te das cuenta? —El espíritu de Iván asintió. Al
igual que podía sentir aunque no se viera, también podía llorar. Un ligero
cosquilleó encorchó la parte donde debería estar su mejilla. Era una lágrima lenta
recorriendo un cuerpo esponjoso, como una mariquita provocando cosquillas
mientras avanza por un dedo—. Te han equivocado durante dieciocho años. —Le dio
la espalda—. No importa los senos que tuviste, sino tu sexo. ¿Pequeño? —Se giró
de nuevo para mirarlo—. Sí, ¿y? Lo único importante es tenerlo. —Iván se miró.
Sus ojos invisibles captaron un redondeado bajo vientre, transparente y con
partículas en movimiento. La sensación que le provocaba era la misma que había
experimentado en el vello de los brazos cuando se acercaba al televisor
encendido del salón—. Ya no puedes mirarte porque no tienes cuerpo, pero fuiste
un hombre, Iván. Te lo aseguro.
»Los hay con senos
porque son obesos y tienen grasa, y todos ellos tienen pene —más grande o más
pequeño—, porque son chicos, no hombres. El hombre no es aquel que tiene un
pene de quince o más centímetros, como tú creíste y sigues creyendo, sino quien
se comporta, es bueno y trata bien a las personas.
—Eso no es lo que…
—Sí, sí, sí… —le
interrumpió—. Para ti un hombre es lo que hay de cintura para abajo, y lleno de
valentía. Para ti un hombre es aquel que, en vez de intentar solucionar un
problema con palabras, agrede a otro demostrando ser el más duro del universo,
incluso envalentonarse más si está al lado de una mujer. Que una persona dé una
paliza a otra no es un comportamiento de hombres, sino de bestias. Hay mujeres
que no entienden esto y se sienten atraídas por ese “tipo duro”, sí, en esa
parte tienes razón.
—¿Ves?
—Pero no estamos aquí
para hablar de ellas, sino de ti —le volvió a interrumpir—. Para ti, Grandullón
era un hombre, tu padre también, y tus compañeros del servicio militar,
¿verdad?
—Sss…í
—No lo era ninguno —respondió
mientras Iván terminaba de pronunciar la última letra—. Tú fuiste el hombre.
—¡Pero no puede ser! —protestó
el aludido—. ¡¿Cómo iba a serlo con ese cuerpo que tuve?! —gritó más—. ¡¡ME LO
DEJARON CLARO!! ¡¡ME LO REPITIERON TODA MI VIDA!!
—Desengáñate —insistió—.
Por tu cuerpo circularon las hormonas y los cromosomas de tu hermana, y sacaste
esos senos y parte de sus rasgos afeminados, de acuerdo, no te lo voy a
discutir, y es tan real como la vida misma. Pero tuviste pene, no vagina.
Reitero: fuiste un chico. Fin de la historia.
—¡UN CHICO CON TETAS
NO ES UN CHICO! —volvió a gritar Iván. Sentía una aguda presión en el pecho.
Había llegado al cielo con todos los síntomas de un ser humano. Eso no iba a
cambiar.
—¿Una chica sin nada
de senos es un chico? —La pregunta lo dejó meditabundo, como si en verdad tuviera
mandíbula y esta se cerrara por no saber qué decir, miedosa, igual que un
animal indefenso escondiéndose de lo que teme—. No lo es. Todo el mundo ve que
es una chica. No tiene el pecho desarrollado, pero es tan mujer o más que
cualquiera de las que lo tiene más grande.
»¿Por qué no ibas a
ser tú un chico, solo por un fallo genético?
—¡ME DIJERON QUE ERA
UNA NIÑA! —gritó una vez más.
—Tus compañeros. Tu
madre te dijo que eras un niño, pero insisto en que solo hiciste y haces caso a
lo que tú quieres.
—No fueron solo mis
compañeros, también me lo dijeron los…
—Tu abuela también te
dijo que eras un niño. —Volvió a dejar a Iván con la palabra en la boca.
—¡Pero porque ellas
dos era mi fami…!
—Tu padre era de tu
familia, y no te dijo nada bueno. —De nuevo esa mandíbula inexistente pareció
ir cerrándose con lentitud, y mientras Iván sentía un dolor en el pecho mucho
más agudo que el anterior. Lo que acababa de escuchar le había calado bien
hondo—. Ese sí era un hombre, ¿verdad? —Seguía mudo—. Quien agrede a su mujer
lo es. Según tú, sí, porque tiene fuerza, valor y poder. Eso es un hombre con
cojones… ¡Es absurdo! —gritó el sabio—. ¡¿Es que nunca en tu vida has escuchado
a alguien decirle a una mujer que qué cojones tiene?! —Iván no hablaba, no era
capaz—. ¡¡Di!!
—Ss…
—¡¿Y tienen
testículos?! ¡¡No los tienen!! ¡Los cojones no son los testículos, solo una
forma de hablar! —insistió, enrabietado—. ¿Quieres saber lo que es tener
cojones, eh? —Iván agachó la cabeza—. Tener cojones es quedarse viuda a los
veintidós años y sacar adelante a un hijo; tener cojones es tumbarse todos los
días en una camilla mientras ves cómo te meten líquido por las venas para
acabar con eso que te está matando, luchar y no rendirse nunca para seguir
viviendo; tener cojones es faltarte la vista, los brazos, las piernas y mirarse
al espejo, sonreírle y decir: «soy el más valioso del mundo…». ¡¡Eso es tener
cojones, y no un par de pelotas gordas y prietas en la bragueta!! —Iván mantenía
la cabeza gacha. Quien le hablaba intentó controlar su jadeante respiración—.
Eso es —continuó, algo más calmado—, ni más ni menos.
»Mírame —le exigió—.
¡Levanta la cabeza y mírame! ¡Deja de agacharla y avergonzarte de todo! —Iván
lo hizo—. ¿No soy un hombre? —Tras la pregunta, el espíritu de Iván volvió a
enmudecer. Le había pillado por sorpresa—. Dime: ¿me ves como una mujer? —Le
miró los ojos, preciosos pero fruto de una belleza artificial. Esa raya negra
era de chicas, según Iván; le miró el cabello, tan largo como lo había llevado
él, y también era algo que le habían juzgado en su momento. «Llevas el cabello como las niñas». Y le
miró el pantalón, donde no tenía nada que ver con el socorrista, el compañero
de Anselmo o cualquiera de esos atletas que corrían en mallas—. ¿Las mujeres
tienen vello en el pecho? —Iván, tardando en reaccionar, negó—. ¿Tienen nuez? —Volvió
a negar—. Yo tengo nuez, y tengo vello en el pecho; llevo la raya pintada en el
ojo porque me apetece, y porque así todavía me veo mucho más guapo de lo que ya
me veo en realidad. No importa si los demás me ven feo o no, me veo guapo yo, y
punto. Llevo el cabello largo porque me place, y no, tampoco se me nota ese
“bultazo” que tanto te ha quitado el sueño. Aun así, soy un chico y un hombre.
»Y ahora, acompáñame.
Voy a enseñarte cuerpos bonitos, y después te enseñaré a hombres.
—¿Eh?
Capítulo 4: Ficha de
almas masculinas
1
—Me
llamo Santiago Bernal, y soy el guardián de las almas —comentó el ser de negro
mientras se dirigía al libro gigante.
—Santiago
Bernal —repitió Iván. El aludido le miró ceñudo, haciendo memoria. Bien era
sabido que le costaba recordar lo bueno o lo que no tenía que ver con lo malo.
Santiago pasó una de las gigantescas páginas del libro—. ¿Dónde he escuchado
ese nombre antes?
—Lo
habrás leído; no creo que lo hayas escuchado.
Iván
profundizó en sus recuerdos.
«Una noche, delante de una hoja de papel con
tres renglones escritos, no sabía si soñaba o era consciente de lo que vivía.
La puerta de entrada sonó con dos leves y pausados golpeteos y me levanté ipso
facto. Estaba solo en casa, como era habitual, y no esperaba a nadie. Llevaba
más de dos meses abandonado por el mundo, marginado, matando el tiempo con lo
único que sabía hacer: contar mis penas en una libreta de hojas amarillentas.
El barrio carecía de luz y el relajante silencio era de lo poco que nos
respetaba a mí y a mis horas de trabajo. Aquello no era normal. Tal vez un
vecino que necesitara algo, quizá un mendigo harto de pasar frío quisiera
cobijo.
Pregunté:
¿quién es?
Al otro lado, con una voz única, como formada por el frío viento que se
colaba por debajo de la puerta, respondió:
—¿Estás
solo?
Y
entonces me di cuenta que, la verdad, y solo la verdad, me recalcaba que no
estaba soñando».
—¡Claro! —gritó Iván—. ¡Eres el
escritor! ¡Tus relatos de amor me encantaban!
—Frena,
frena… —pidió Santiago—. Si te encantaran tanto me hubieras recordado antes. No
seas pelota, que de buenas críticas estamos llenos los que no vendemos nada... —Iván
agachó la cabeza—. Eh, eh, eh. Esa cabecita arriba, ¿vale? —Le miró con fijeza—.
Recuerda que puedo verte.
El
aludido levantó la vista y añadió:
—De
verdad que tus relatos me gustaron mucho. Me reflejaba en ellos.
—Gracias,
eso me halaga —respondió con ademán simpático—. Me alegra que sintieras mi
trabajo. Es el mejor regalo que puede recibir alguien que escribe para los
demás.
—Yo
escribía, pero nadie me leyó nunca. —Iván entristeció.
—Te
leerán. Créeme que lo harán.
—Lo
dudo mucho. Tiré medio manuscrito sobre mi vida a la papelera, y el otro medio,
pasará desapercibido.
—Repito
que te leerán —insistió Santiago, pasando más páginas—, pero eso no importa
ahora. Presta atención a esto.
Se
detuvo delante de una página donde podía leerse: «Archivo de almas masculinas».
—¿Qué
es esto? —preguntó Iván.
—Es
la ficha de todos los chicos que han pasado por mí antes de ascender al cielo —confirmó—.
Esto aún no es el cielo como tal, solo la primera parada.
—¿Eh?
—Iván no lo entendía.
—Al
cielo solo viaja directamente aquel a quien le llega la hora de morir, muere
por accidente o le quitan la vida. Quien se suicida debe soportar una serie de
castigos, y en tres paradas diferentes.
—Iván se sintió tragando saliva dolorosa, como tantas veces hizo en vida—.
No temas, que no te voy a torturar —le calmó—. El castigo no consiste en
recibir palizas, insultos ni nada de lo que hayas podido vivir cuando tenías
cuerpo, aunque no te lo valoraras. —Iván hizo amago de agachar la cabeza, pero
un rápido movimiento de Santiago le recordó que no debía hacerlo, como cuando de
pequeño se pasó media consulta de psicología negando con la cabeza en vez de
hablar y la psicóloga se lo reprochó con amabilidad—. Muy bien, vas aprendiendo
—comentó refiriéndose al gesto; después, continuó—. El castigo consiste en
darse cuenta del error que supone quitarse la vida. En tu caso, me duele mucho
más.
Antes,
Iván quería mantener la vista lejos de quien le hablaba, y agachar la cabeza pensaba
que era la mejor opción; ahora, la levantó más que nunca, con la sensación de
que sus párpados invisibles dejaban al aire a dos redondeados y estupefactos
espectadores. Si Santiago se había explicado bien, acababa de reconocer su
dolor por lo que Iván había sufrido, y eso era tan bello como horroroso.
—Por…
¿Por qué te duele más? —preguntó, tiritando. Sentía inmensas ganas de llorar.
Era como si de pronto el dolor de toda una vida hubiera encontrado un hombro
donde no solo poder llorar, sino que también lo sentía y comprendía.
—Porque
tú no tenías que morir aún, te quedaba mucho por seguir luchando. Habías
avanzado mucho, muchísimo. —Iván agachó la cabeza de nuevo—. Levanta la cabeza,
ya no vale arrepentirse.
—No
lo soporté —reconoció—. Jamás en mi vida quise hacerle daño a nadie, y en un
abrir y cerrar de ojos me di cuenta de que había cometido el peor pecado que
puede cometer un…
—¿Hombre?
—le interrumpió. Iván quedó mudo. Había escuchado ese dicho un montón de veces,
pero decirlo refiriéndose a él, costaba. Santiago resopló para acto seguido
acercarse a él—. Cuando digo que estabas a un paso no lo hago por decir. No te
acuerdas, pero tú mismo te has referido a ti como hombre al escribir tu
historia.
—¡Eso
es imposible! —gritó escandalizado.
—Lo
hiciste, al igual que has dejado escrito consejos para la gente que se siente acomplejada,
ha sufrido o sufre. —Volvió a darle la espalda—. Consejos vendo que para mí no
tengo…
»Estabas
a un paso. —Lo miró de nuevo—. Escribiendo tu historia tuviste momentos de
superación. Tal vez se debiera al dolor de recordarlo todo, pero los tuviste.
Parecías una persona que lo ha superado todo y escribe una novela de autoayuda;
pero no, tuviste que caer otra vez, hundirte y regalar un final feliz que nadie
esperará cuando lea tu historia… ¿Matarse es un final feliz?
—Maté
a mi hermana —confesó—. No podía seguir viviendo tranquilo.
—Tu
hermana llevaba muerta dieciocho años, Iván. Cuando tú naciste ella ya no tenía
vida.
—¡Eso
es incierto! —vociferó—. ¡Tuvo vida siempre! ¡Se movía cada vez que yo tenía
una visión! In… —Se detuvo para tomar fuerzas—.
¡Incluso me habló!
—También
te habló tu padre, Iván, y estaba muerto —le recordó—. Mucha gente tiene el
poder de ver el futuro, el don de la videncia. Tú lo tenías, pero puedo
asegurarte que dentro de tu cabeza no había más que un feto muerto, solo eso.
Te acompañó durante toda tu vida, sí, pero muerta. Esos… Esa especie de latido,
el que sintieras que se movía el bulto, no era porque estuviera viva, sino
porque la sangre de tu cabeza trabajaba más de la cuenta cada vez que vivías
algo trágico.
—¡Pero
ella me habló antes de morir! —se desgañitaba—. ¡La escuchéee! Y… —Cogió aire.
Sentía que algo abrupto saldría de su boca—. ¡¡La maté!!
—¡Jamás
nació, Iván! —gritó Santiago—. ¡Nunca dejó de ser un feto muerto, algo que pasó
desapercibido para el mundo y la medicina porque no te causó molestias ni
dolor!
—¡¡ELLA
SE MOVÍA EN MIS PEORES MOMENTOS!!
—¡TE
REPITO QUE ESO SOLO FUE UNA SENSACIÓN TUYA! —El guardián gritó más que él—. ¡La
escuchaste como escuchaste a tu padre, pero en muerte! —Cogió aire intentando
calmarse—. Su espíritu te habló. No eres ningún asesino, ni lo fuiste nunca. —Iván
se dejó caer. En vida lo hizo infinidad de veces, y en todas, su glúteo salía
malparado mientras a él le preocupaba el dolor interno. Esta vez, su cuerpo
fantasmal fue cayendo como lo hicieron las páginas de su manuscrito antes de
posarse sobre el sargento Redondo, igual que una hoja seca al comienzo del
otoño. No le dolió, y ni siquiera sintió frío aquello a lo que podía definir
como «suelo»; nada que ver con el piso de «El piso de los gritos y la sangre»,
su dormitorio en la vivienda de sus abuelos o el baldosado del baño en el
segundo piso del colegio. Las nubes lo recibieron como en su llegada. Parecían
atentas a la caída para que no sufriera ningún tipo de malestar. Se sentía como
el niño Jesús arropado por la mula y el buey nada más venir al mundo. Se sentía
un rey—. No mataste a tu hermana, ni tampoco a tu padre —continuó Santiago en
lo que Iván se debatía entre si llorar o no. Tenía tantas ganas como falta de
fuerza. Desde que había ascendido, su reacción era como la de un enfermo que
acababa de despertar de una larga anestesia. Se sentía adormilado, aturdido—.
Ella murió porque el destino lo quiso así hace dieciocho años; él, porque así
lo decidió. Tu progenitor se quitó la vida igual que te la quitaste tú. Jamás le
hiciste daño a nadie.
—Me
hicieron creer que sí. —Lloró. Quería abrazarse las rodillas, igual que cuando
lloraba en soledad sobre el escalón del porche, pero se traspasaba lo que
parecían ser piernas de humo.
—Tú
lo has dicho: te lo hicieron creer —constató el guardián. Iván intentaba
encontrar una postura—. Pero del dicho al hecho, hay mucho trecho.
—He
sido un títere —comenzó a decir Iván con voz temblorosa—. Me han manejado como
han querido, con mentiras y ocultándome todo.
—Ahí
no te voy a quitar la razón. Pienso lo mismo, y el decirte que me duele mucho
tu muerte, es porque ha caído el más inteligente de todos.
—¿Qué?
—Iván volvió a sorprenderse.
—Hay
una persona que te dijo la verdad nada más verte nacer, y tú no le has tratado
con mucho cariño a la hora de escribir tus memorias.
—¿De
quién hablas? —No tenía ni idea.
—Tu
comadrona —confirmó Santiago—. Ella le dijo la verdad a tu madre. Le dijo que
había llegado un superdotado al mundo, pero claro, para ti esa palabra habla de
una cabeza diferente.
—Eso
sí que no. —Se le escapó una sonrisa irónica—. ¡No tengo inteligencia! —Se
incorporó—. Por ahí no paso… ¡Es absurdo! ¡Siempre he perdido en todo!
—Hasta
el mayor escribano comete un borrón de vez en cuando —sentenció el sabio—.
Ahora presta atención a esto, que queda mucho castigo aún.
2
Iván leía el archivo de almas.
Espectro 1: varón.
En la otra vida midió 1,83cm; complexión
fuerte, atractivo, sin un gramo de grasa, solo dureza interna y externa. Rubio;
ojos tan azules que quien los miraba podía verse navegando por un brillante mar
de felicidad.
Profesión: envoltorio de clínex femeninos a los que
tirar después de habérselos tirado.
Estado
civil: divorciado tras cada noche de lujuria.
En la
actualidad: alma de 1,70cm.
Traslúcido, solo un contorno. Sin apariencia humana.
Espectro 2: varón.
En la otra vida midió 1,78cm; complexión atlética,
atractivo, sin un gramo de grasa, solo dureza interna y externa. Moreno, de
ojos verdosos que regalaban dosis de frescor.
Profesión: hacer la boca agua y llenar de babas a
los corazones dolidos.
Estado
civil: divorciado después de cada noche de
lujuria. Padre de cinco hijos con cinco mujeres diferentes.
En la
actualidad: alma de 1,70cm.
Traslúcido, solo un contorno. Sin apariencia humana.
Espectro 3: varón.
En la otra vida midió 1,92cm; complexión
atlética, atractivo, sin un gramo de grasa, solo dureza interna y externa.
Castaño y de ojos negros.
Profesión: experto en regalar amor por delante y
traición por detrás.
Estado
civil: adicto a resbalar el capullo de flor en
flor.
En la
actualidad: alma de 1,70cm.
Traslúcido, solo un contorno. Sin apariencia humana.
Espectro 4: varón.
En la otra vida midió 1,75cm; blando por
dentro y por fuera. Ojos castaños y de mirada triste.
Profesión: experto en derramar lágrimas.
Estado
civil: (casilla sin rellenar por no tener ni la
más remota idea de lo que significa).
En la
actualidad: alma de 1,70cm.
Traslúcido, solo un contorno. Sin apariencia humana.
—¿Puedes explicarme dónde está la diferencia, Iván?
—El aludido no respondía, demasiadas emociones fuertes y rabia contenida al
leer la ficha de los tres primeros. El último no importaba, solo los tres
anteriores—. Acabas de leer los datos de cuatro espectros que, anteriormente,
fueron personas. —Se colocó las manos a la espalda y comenzó a caminar. Por el
rabillo del ojo, Iván lo miraba y le recordaba a su abuelo cuando daba paseos
de un lado a otro de la calle. Hacía largos de extremo a extremo, pero con las
piernas. Su abuelo también daba igual; le importaban esos a los que definían
como «tíos buenos», y le mataba a pesar de estar ya muerto—. Varones. Los
cuatro.
—Los tres primeros
gustaban a las chicas —espetó Iván—. Tuvieron a todas las que quisieron.
—Claro, y eso es lo
único importante, ¿verdad? —Santiago se detuvo delante de él.
—Sí, el amor es lo más
importante.
Esta vez, quien quedó
mudo fue Santiago. Por un momento tuvo la sensación de que sus palabras se
habían evaporado, y que al igual que no le quedaba saliva para humedecer la
lengua, tampoco le quedaban respuestas. Sintió una punzada en el pecho, aguda,
como si la punta de un cuchillo se lo hubiera atravesado, y que la sangre que
bombea el órgano vital de cualquier ser vivo, volvía a funcionar en el suyo,
regresando a la vida, al sufrimiento que lo mató.
Bajó la vista y se
apretó las sienes.
—El único amor que
importa… —añadió con voz tomada; acto seguido suspiró para poder continuar—, es
el propio, no el de pareja.
—Se necesita que te
amen para poder vivir.
—¡Se necesita amarse a
uno mismo para seguir viviendo! —vociferó. Volvió a mirarlo—. Se viene al mundo
para vivir, y…
—Yo nací para sufrir —interrumpió
Iván.
—¡Tú naciste para
vivir! —gritó el guardián—. Sufriste como sufre todo el mundo, como sufrí yo,
como sufrieron todas esas almas que aparecen escritas en el libro.
—Esos tres que me has
enseñado no sufrieron —le recordó Iván—. Lo tuvieron todo, ¡eso no es sufr…!
—¡Tuvieron mujeres,
maldita sea! —volvió a vociferar Santiago—, ¡eso no es tenerlo todo!
»Tienes una idea muy
equivocada de la vida, por eso estás ahora aquí —siguió—. No se adelanta nada
con tener a una mujer al lado si uno mismo no se quiere… Si no te quieres tú, ¿quién
te va a querer? —Iván volvió a enmudecer, pero a propósito. No tenía ganas de
hablar. No opinaba igual; era partidario de que para quererse uno mismo se
necesita un motivo: que te alaben, por ejemplo; que te quieran, que te valoren.
Primero los demás (las demás, en su caso), y después él a brillar. Así lo pensó
siempre, y fue su error. Sin ver sentimientos hacia él le fue imposible
quererse—. Si te hubieras querido, ahora mismo no estarás aquí…
»Imagina que te enseño
a dos chicas. —Iván atendía, muy a su pesar. Se cansaba del castigo—. La
primera es la mujer que siempre has soñado tener, y la otra tiene la nariz
torcida, le sobran quilos, le huele el aliento y tiene las piernas más largas
que el cuerpo… ¿Con quién te quedas? Y no me digas que con la última, porque
sin conocerla, nadie la elegiría… Es una pregunta que solo tiene una respuesta.
—Iván pensaba. Le daba la razón, pero no quería reconocerlo—. Está bien, ya que
no quieres responder, lo haré por ti. —Santiago se apoyó sobre el libro y cruzó
los brazos—. Tú, yo, y cualquier hombre hetero o mujer homosexual, elegiría a
la primera. ¿La razón? Su belleza, su cuerpo, sus ojos, su boca… Su cuerpo, Iván
—recalcó—. Eso es gusto, primera impresión. Que después no haya quien la
soporte y la menos bella sea un encanto, estaría por descubrir.
—¿Y eso cómo lo
descubrimos los que no somos bellos? No nos dan la oportunidad —lanzó Iván al
aire, con rabia, dolido porque no le dejaron comprobarlo.
Santiago se descruzó de
brazos y comenzó a caminar alrededor del libro.
—Dan la oportunidad cuando
el ser humano, ya sea chico o chica, se da cuenta que lo que importa es el
interior. La diferencia, esa pregunta que te he lanzado cuando has leído la
ficha de almas, está en los ojos de los vivos. Solo ahí. —Acababa de decirle
que la belleza está en los ojos de quien la quiere ver, tal y como dijo él en
su diario; pero una vez más, al igual que le ocurrió con las palabras buenas
que le regaló su abuelo, no lo recordaba—. Las mujeres de esos tres chicos que
tanta rabia te ha dado leer, hubieran sido inmensamente felices contigo, pero
se dejaron arrastrar por la belleza física —continuó Santiago—. Te aseguro que
si las preguntara, después de lo que vivieron, te elegirían a ti. Firmarían sin
pensarlo.
—No me lo creo —respondió
Iván, tajante—. Jamás me habrían dado la oportunidad. Lo ves muy fácil. Se
habrían fijado en ellos, no en mí.
—Porque tú no eres
chico de primeras impresiones. Nunca se hubieran fijado en ti por el físico, o
no todas —Iván levantó la cabeza, contrariado. No entendía, o no quería
entender. Estaba hecho un lío. De pronto escuchaba una cosa como todo lo
contrario—, porque nunca se sabe. En ti, como en tantos otros chicos que
carecen de un cuerpo bonito, lo que llama la atención es el interior, y eso
solo sale a flote con paciencia, demostrando la persona que en verdad se oculta
detrás de la carcasa aparente. Sé que es duro escuchar que no tuviste un buen
cuerpo, pero si te soy sincero, tampoco fue para tanto. —Iván volvió a levantar
aún más la cabeza. ¿Cómo que no fue para
tanto?, pensó, queriendo morderse el labio inferior que ya no tenía,
colérico. ¡¿Te parece poco lo que se
rieron de mí por ser así?! —. Le diste mayor importancia al pene que a los
senos, y de tener que dársela a algo, yo se la hubiera dado a lo último.
—Le gente no pensó eso —soltó
Iván, acalorado. La rabia no le dejaba tranquilo. Ante Santiago, se sentía como
una hormiga al lado de un elefante, y esta vez no por complejo, sino por falta
de experiencia. Luchar contra él, intentar recriminarlo, era gastar fuerzas en
vano. Le dolía todo lo que escuchaba, y como le había ocurrido durante dieciocho
años, no podía defenderse—. Le dieron mayor importancia a mi parte baja que a
la superior. ¡Así lo hicieron!
—La gente, una vez más —reprendió
Santiago—. Estoy hablando de ti, no de los demás. Y aún no he acabado. —Iván
quedó en silencio; disgustado, pero sin alegar nada más—. No eres el único
varón que tuvo micropene; muchos chicos lo tienen, lo tuvieron y lo tendrán.
Eso no es una enfermedad, solo genética, y no interviene ni en la felicidad de pareja
ni en la propia, que es la más importante. —Iván volvió a dejarse caer,
desesperado—. Tu problema vino a raíz de que se juntaron dos cuerpos y llamaste
demasiado la atención. La culpa verdadera la tuvo ese cursillo de natación. Ahí
te crucificaron; de lo contrario, habrías llegado a la edad adulta sin
complejos.
Iván lo meditó.
Santiago tenía razón. El cómo sabía tanto lo desconocía, pero no le quedaba más
remedio que reconocer la verdad.
Quiso apoyar la
coronilla en la pared, como en tantas ocasiones lo había hecho cuando estaba
vivo, pero ni había nada sólido en lo que apoyarse ni el cuerpo con que contaba
era el adecuado para mantenerse quieto. Lo intentó, consiguiendo que, de haber
seguido teniendo nariz, esta se adentrara entre las nubes del habitáculo y oliera
por obligación. Se sintió frustrado.
—Estarás cansado de
escuchar que lo importante es el interior, y no el exterior, ¿cierto? —siguió
el guardián, con una pregunta planteada en mal momento, ya que si de verdad lo
importante era el interior, lo que Iván sentía dentro de esa nube no parecía
agradable, sino más bien pesado y claustrofóbico, tan agobiante como el castigo
al que era sometido verbalmente—. Pero nunca te lo creíste a pesar de ser tan
cierto como que todos los días sale el Sol, y nada puede remediarlo. Eso no
tiene remedio, y jamás lo tendrá mientras no se acabe el mundo. El que las
personas se sientan atraídas por un cuerpo bonito, tampoco.
»Duele, duele mucho
sentirse inferior a los demás. Sentirse, no serlo —matizó con un tono radical—.
Las virtudes y los defectos son una rifa, cada persona un número y el azar los
reparte.
»¿Es que nunca has
visto a chicos feos de la mano de chicas bonitas?
Iván sacó la cabeza. Al
hacerlo, recibió una bocanada de frescor, igual que si acabara de estar tomando
baños de eucalipto y recibiera el contraste del calor al tiempo corriente.
Asintió por desesperación—. Sí, ¿verdad? Claro que sí. —Santiago volvió a
cruzarse de brazos antes de añadir—: ¿Ves como me das la razón?
—No he dicho nada
porque sigo sin estar de acuerdo —aseguró.
—Sí lo has dicho, y
además estás de mi parte —sonrió—. Acabas de llamar “feos” a ciertos chicos, y
eso es juzgar por el físico, lo mismo que hicieron contigo. —Iván quedó mudo y
avergonzado—. Ahora, pasemos a un castigo algo diferente, y también, más
doloroso.
¿Más?
Capítulo 5: El mayor
dolor
Santiago agarró las dos gigantescas solapas del
libro. Parecía ser poseedor de una fuerza sobrehumana, ya que a la vista, debía
pesar una tonelada; pero no, de camino al cielo —en esa parada— todo era tan
ligero como una pluma. Bastante diferente a estar pisando la Luna, donde la
fuerza de la gravedad hace que cada movimiento parezca un sueño angustioso: uno
donde quieres avanzar para escapar de algo y el cuerpo se siente plomizo.
Lo
cerró como quien cierra un ejemplar de 200g; por ello, Iván quedó estupefacto.
Era como haber visto a un forzudo doblar una barra de hierro sin ningún tipo de
esfuerzo. Santiago era más bien enclenque, pero como el asustado espectador
desconocía el poder del firmamento, el miedo se apoderó de él.
Si el castigo es físico me espera una buena,
pensó.
—Quiero
que prestes atención a todo lo que veas aquí —dijo el guardián mientras sacaba
otro libro, de menor tamaño que el anterior pero también bastante grande. Lo
dejó caer. La vista de Iván esperaba una rápida caída y un estruendo contra el
suelo; pero no, el libro fue descendiendo poco a poco, como si un ascensor
invisible lo bajara hasta la superficie nubosa. Era como magia; y una vez que
llegó a su fin, Santiago lo abrió—. Elegiré un capítulo al azar, aunque creo
que el más efectivo para castigarte.
—¿Qué
es? —preguntó Iván, atemorizado.
—Si
te lo dijera no tendría gracia —respondió el sabio—; bueno, gracia va a tener
poca. Se trata de que te duela. —Iván cada vez estaba más aterrado. Aún no
sabía en qué consistía el castigo y ya lo estaba sufriendo—. Página… —Dejó caer
el sabio mientras pensaba—. … Sí, aquí está.
»Acércate.
Iván
no se movía. Era como si de pronto se hubiera quedado paralizado.
—No,
no quiero —dijo, nervioso pero convencido.
Santiago
se irguió; acto seguido, colocó los brazos en jarras mientras torcía la boca y
movía el pie derecho.
—¿Sabes?
—le preguntó—. Tenía pensado dar de lleno en el castigo, pero en este momento
vas a tener dos por uno.
—¿Otro
más? —Aumentó el miedo de Iván.
—Sí.
Tú te lo has buscado —aseguró—. Voy a hacerte recordar algo que, a cualquier
otro mortal, le daría lo mismo. A ti, sin embargo, te duele, y por ello estás
aquí.
»Si
no te acercas tendré que utilizar las palabras mágicas.
¿Palabras mágicas?, se dijo.
A
Iván le había encantado siempre la magia. En uno de sus mayores momentos de
soledad, vio cómo un ilusionista mezclaba dos mazos de cartas entre ellos y
después volvían a separarse por colores, y además, en orden. Desde ese día
empezó a creer en la magia: en la magia buena. Ya tenía como mala a la bruja
malvada.
Ahora,
en vez de mezclarse los mazos, se mezcló lo bueno y lo malo en su cabeza. Las
palabras mágicas no podían ser malas; sin embargo, según Santiago, no le
esperaba nada bueno después de pronunciarlas.
—No
voy. No puedo —aseguró, temblando.
—Está
bien —dijo Santiago, respirando con resignación—. No me dejas más remedio.
»Ven.
Acércate y compórtate como un hombre.
«—¡Solo
intento que sea un hombre!
—Eso ya lo será. Todo a su debido
tiempo.
—¡No! ¡Se lo que le va a ocurrir si
sigue así! ¡No tiene cojones!».
«¡¡TÚ ESTÁS MAL HECHO Y NO SIRVES PARA NADA, Y ÉL ERA UN HOMBRE CON LOS
COJONES QUE A TI TE FALTAN!!»
«—Llorica. Así nunca serás un hombre. Lloras
como las niñas y tienes cuerpo de mujer. Eres una niña.
—¡No
soy una niña! ¡Soy un niño!
—¡Eres
un fracasado! ¡No sirves para nada!
—¡Sí
que sirvo! Mi yayo también me dice eso, ¡pero sí que sirvo! ¡Me meo pero soy un
chico, y seré un hombre! ¡Tengo tetas pero seré un hombre!».
Santiago
dejó que Iván recordara todo el pasado. El gran sabio estaba seguro de que iba
a bloquearse al escuchar las “palabras mágicas”.
—No
he querido hacerlo, pero me has obligado —le dijo—. Cerraré este episodio
diciendo algo que dijiste tú: «Tengo tetas pero seré un hombre». Lo dijiste con
nueve años; acabas de morir con dieciocho. No digo más.
»Ahora,
acércate. Soy sincero y te advierto que lo que vas a ver te hará daño de
verdad, pero es necesario. No te voy a maltratar, Iván; no soy un maltratador.
Este es mi trabajo, y en él, doy su medicina a quienes se han cansado del
mundo.
»Tiene
que dolerte, pero al mismo tiempo, es un regalo que a todo muerto le gustaría
tener.
—¿Un
regalo? —se sorprendió Iván.
—Acércate
ya, por favor. —Iván lo hizo. Muy despacio, pero llegó hasta allí—. Mira esta
página —se la señaló.
—Está
vacía —dijo Iván.
—De
momento sí, y si la miro yo lo estará siempre. Solo tú puedes ver lo que
esconde, y no con tinta invisible, sino con tinta de amor.
—¿De
amor? Jamás me ha amado nadie —respondió entristecido—. ¿El castigo es ver a
parejas amándose? Eso ya me ha dolido bastante durante toda mi vida, así que si…
—Sigues
dando por hecho demasiadas cosas —le recriminó el guardián—. No te hablo de
amor en pareja. ¿Qué es eso de que nadie te ha amado nunca? Mira esa página y
verás si te ha amado, te ama y la has amado y sigues amando tú.
Miró.
La página comenzó a cambiar su tonalidad; pasó del blanco inmaculado a un
amarillo pergamino, y después, a un tono más llamativo. Iván dio un respingo al
sentir el aire de una ligera explosión. Fue para él como revivir las veces que
su abuela acercaba la cerilla a los fuegos de la cocina y el susto de un
círculo azulado la echaba para atrás; afloró una llama lenta y baja, crepitando
en lo que reducía a cenizas los bordes del papel. Se quemaba igual que el mapa
del opening de aquella serie de
vaqueros que tanto le gustaba ver a su abuelo al mediodía. Iván prefería el «tantaratán-tarán-tarantantantan-tan».
Empezó
a formarse una nube, y no de humo. El papel, por momentos, se convirtió en una
especie de reflejo de agua, con este último en movimiento como si pequeñas olas
se batieran contra la orilla. Apareció una imagen abstracta, pero con la
sensación para la vista de ser colores al óleo diluyéndose por culpa del agua. Iván
lo veía como si sus ojos estuvieran llenos de lágrimas y todo el globo ocular
navegara hasta soltarlas. El fuego fue bajando, tanto, que desapareció del todo
sin que su atento espectador se percatara de ello. Cuando quiso darse cuenta,
la imagen se había congelado, como todo su ser.
—Ma…
—Ahora sí que los ojos se le llenaron de lágrimas, y al tiempo que la voz se le
quebraba—. …má. —Ana aparecía en una cama de hospital, inconsciente y monitorizada—.
¿Qué le pasa? —Miró a Santiago, quien permanecía con la cabeza gacha—. ¡¿Qué le
ocurre a mi madre?! —gritó; acto seguido volvió a ver la imagen con
detenimiento. Apretó los puños que solo él sentía al no ser más que las manos
de un fantasma, y lloró—. Mamá… —volvió a decir con creciente angustia.
—Cuando
alguien se quita la vida condena a muerte a sus seres queridos.
Iván
seguía llorando.
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