viernes, 30 de septiembre de 2016

La visita de la muerte


Todo está oscuro. Las paredes se estrechan entre mis dos ojos activos, pendientes de contemplar una noche criminal. Alargo un brazo para encender unas pequeñas bombillas a pilas que descansan sobre el escritorio. La cama comienza a convertirse en una cámara frigorífica, con sábanas que dicen húmedas cuando en realidad están tan secas como mi lengua, la cual, en continuos movimientos entre las dos hileras de piezas dentales, se esfuerza en producir saliva, consiguiendo una masa pastosa acompañada por una palpitante agonía que, estancada en mi garganta, me hace sufrir lo que no está escrito. Es como si acabasen de anestesiarme la tráquea y yo sienta algo plomizo entre el final de la mandíbula y el principio del pecho; algo que mantiene rígido mi cuello, que se esfuerza en tragar y solo deja que bajen nervios al borde de un ataque de pánico.

            Me muevo dentro del viejo camastro. El somier rechina, el colchón cede hacia un lado y de pronto siento vértigo, intentando sujetarme a algo que solo existe en mi cabeza. No puedo caerme, es imposible. Solo se mueve. ¿Por qué? No hay fantasmas (creo). Imagino que es mi propia aprensión, mi estado de duermevela, la falta de sueño en la que las dos persianas de carne a las que llaman párpados desean mantenerse abiertas las veinticuatro horas del día.

            Retiro la ropa, y veo que con ella se forma un bulto, algo que, en mi interior, lo imagina como un cuerpo, alguien que descansa dentro de mi cama, sin vida y con intención de llevarse la mía hacia un lugar lejano.  Comienzo a respirar con dificultad. Mi pijama holgado forma estrías, iguales a la piel del rostro que tenía mi abuela antes de fallecer, y entonces yo me la imagino ahí: su vieja cara con protuberancias, con surcos en donde las lágrimas que derramaba a diario competían para ver cuál de ellas bajaba antes hasta la barbilla, para después morir al desprenderse, pero automáticamente nacían más, y más, y así hasta secar sus ojos al no tener más por donde eliminar el sufrimiento. No me la imagino, ¡la veo! La veo escalar mi ropa para ponerse a mi altura mientras sus disecados órganos de visión me contemplan con fijeza, con una expresión facial que pide compañía en el helado panteón.

            -Muere ya –la escucho decir.

            Grito, a la vez que sacudo mi parte superior del pijama, como si intentase apartar de mí una araña. Pataleo, inconsciente de ello, momento en que los dedos de mis pies rozan esa especie de montaña de ropa. Me hiela la sangre darme cuenta de que acabo de golpear algo duro, cuando debería de ser blando. Desde el principio imaginé que allí yacía algo, algo sin vida, algo que me vigila escondido.

            Las sábanas se encogen, haciendo que el bulto crezca en altura. Ante mí, bajo la tenue luz azulada que proyectan las tres pequeñas bombillas del aparato, la montaña se aplana, ascendiendo hasta parecer rozar el techo. Mi campo de visión capta algo diferente bajo ella, miro allí y visualizo dos pies, planos y amoratados. Mi respiración aumenta, sintiendo el corazón repartirse por todo mi cuerpo. Me es imposible cerrar la boca tras el asombro, pero aún menos cuando  de entre la montaña de ropa veo salir dos brazos, esqueléticos pero con unos dedos larguísimos. Las manos agarran la ropa, presencio cómo sus venas se marcan en ellas y, después, los dedos retiran la ropa. No he visto nada más aterrador en mi vida como lo que veo ahora: el rostro de mi abuelo renace bajo las sábanas. Primero me mira uno de sus azulados ojos, y media boca, seria como lo era todo él; después, la cara al completo, mirándome también con ojos que me incitan a darme por culpable.

            Camina sobre la cama; sin embargo, no tiene peso, es como si levitase a pesar de apoyar los pies. Viene hacia mí. Intento retroceder pero me golpeo con el cabecero. No tengo salida.

            -No huyas –me dice. Su voz, distorsionada, hace que me petrifique. Se detiene justo a la altura del cuadro que tengo colgado en la pared. Allí aparece él, junto a mi abuela, el día de su boda. Es una fotografía en blanco y negro, en donde sus blanquecinos rostros y su oscura ropa le dan un toque gótico.

            Mi abuelo (el presente) lo señala.

            -Cara blanca y vestido oscuro. ¿Habías pensado alguna vez que eres como nosotros? –me pregunta.

            Tiene razón, pero también la tiene al preguntarme, porque nunca lo había pensado.

            Mi abuela vuelve a subir por mi ropa.

            -Eso significa que pides tierra –dice-. Cada vez te pareces más a un cadáver, un esqueleto, unos cuantos huesos que le sirven de percha a una camiseta negra y unos pantalones que puedes subirte hasta los sobacos. Eres como nosotros, ¿por qué no quieres comprobar cómo es la muerte? Estás en el epílogo de tu vida, muchacho. Asúmelo.

            -Tu madre te ha dejado esta tarde –me dice mi abuelo-. Se ha ido con su novio, se ha llevado al gato y te ha dejado porque se avergüenza de ti. No regresará, y lo sabes.

            Lo pienso, y sí, recuerdo haber discutido con mi madre, y es cierto que se ha marchado y se ha llevado a Lucero, nuestro gato. Estaba rota, y me ha dicho que no quiere saber nada más de mí, que yo ya no soy su hijo.

            -Se ha ido porque lo has hecho todo mal, cariño –me dice mi abuela-. Todo mal.

            -¡Ya lo sé! –grito, histérico.

            -¿Cuánto daño has hecho?

            -¡Mucho!

            -¿Y cuándo pararás de hacerlo?

            -¡No lo sé! ¡Yo no quiero hacerlo! –Me arranco el pijama, bramando.

            -Mírate –dice mi abuelo-. Mira tu cuerpo.

            Lo hago. Sí, se me notan las costillas, la piel cuelga y está blanda. 56kg con dolor, pero un estómago vacío que pesa una tonelada.

            -Solo fumas, no comes y no duermes. Todo el día con el cigarro en la boca. El tabaco mata. Vente ya con nosotros.

            -Tu madre no va a volver –dice mi abuela-. Y es mi hija.

            -Se ha enfadado conmigo –explico.

            -Sí, porque ha visto que has hecho mucho daño, y ya no quiere un hijo así.

            -¿No volverá? (Mama, vuelve)

            -No, jamás. Ya no. Ni el gato.

            -Te abandonó tu padre, y ahora ella. Si tus padres te abandonan, ¿quién puede tener la culpa?

            -¡Cundo lo de mi padre yo era pequeño! –vuelvo a gritar, colérico.

            -¿Y ahora? –me pregunta mi abuela.

            No respondo.

            -Piensa en todo el daño que has hecho.

            Lo hago, pero ya no lo quiero pensar más. Lo he dado muchas vueltas, y una más terminaría por matarme del todo.

            -No puedes vivir así.

            -Lo sé, y sé que me estoy muriendo poco a poco. Me lo ha dicho el médico.

            -Muérete del todo.

            -¿Me aceptaréis con vosotros? –pregunto mientras mis lágrimas se adueñan de la historia.

            -No –asegura mi abuelo, con una frialdad paralizante-. No eres digno de estar en nuestro hogar eterno.

            -¿Por qué? –Las lágrimas pueden más que la pregunta.

            -Porque ya no te queremos –interviene mi abuela-. La gente que hace sufrir no merece cariño; no merece nada. Muérete, muérete de una vez y descansa, hijo. Descansa para dar paz.      

-¿Y cómo lo hago?

            -Cierra los ojos, aunque no te duermas. Estás débil, casi no puedes andar. Tienes que mantener los ojos cerrados el mayor tiempo posible. Ya son más de cuatro días sin comer, más de tres sin dormir. Se acerca el momento. Solo espera.

            -¿Duele morir? –Me seco las lágrimas.

            -Duele lo que has hecho en vida –asegura-. Sentirás frío, pero será una muerte dulce, y entonces sí, dormirás del todo.

            -¿Lo vas a hacer? –me pregunta mi abuelo.

            Asiento con la cabeza, mientras la rabia se convierte en tristeza.

            -Irás a un montón de tierra que cede el ayuntamiento. Cuando pasen muchos años y vean que nadie se preocupa de ti, esparcirán tus restos.

            -Está bien –susurro.

            -Quedarás en el olvido –insiste-, pero supongo que eso ya lo imaginabas.

            Vuelvo a asentir con la cabeza.

            Los fantasmas se van sin despedirse. Miro su imagen colgada en la pared, y en vez de sus rostros, veo calaveras que hacen que me sobrecoja; después, miro una fotografía de mi madre, mientras recuerdo por qué se fue horas antes de todo esto, y cómo me decía que lo he estropeado todo, y que tengo la culpa de todo.

            -Yo no quería –digo mientras beso la imagen. Después, la guardo bajo mi pijama, al lado del corazón, cerrando los ojos como me han dicho, y rogando porque mi madre regrese antes de que ya no pueda volver a abrirlos nunca más.  

            Te recordaré siempre

martes, 27 de septiembre de 2016

Dejadme hacerlo


-Ass-un... ya

(Plum)

Se mantiene unos instantes allí, recordando mientras sus pensamientos giran como una noria de ideas, cada una de ellas más dañina, más dolorosa, más llena de rabia; después, se incorpora, mira de frente, sigue pensando y habla, en un balbuceo triste, tan apagado como piensa que está su vida.

-Puo...qué

(Plum)

Un nuevo golpe, pero más silencioso que el descrito. No le duele, y aunque alguien llegase con el propósito de arrancarle la piel a tiras, quemarle vivo o hacerle punto de cruz en el forro de las pelotas, tampoco sentiría dolor. Su cuerpo no es más que un cadáver agonizante, con un corazón que late sin apenas escucharse el sonido, como si no estuviera;  dos pulmones que respiran tan en silencio que pasan desapercibidos dentro del tórax, igual que una tabla de planchar, prácticamente rígido como ella. 

Mantiene la cabeza pegada de nuevo, negando a la vez que la parte frontal de su cráneo se masajea en mullido.

-uUUMmM.

Parece bramar con la escasa energía de su cuerpo.

-uUUMmMUUUMM.

(Plum.  Plum.  Plum)

Quiere apretar los puños, mover los brazos e incluso arañar la pared, pero le es imposible, ya que solo puede desearlo, como también  que sus uñas se partan al contacto, que se claven astillas dentro de ellas y le provoquen sangre. Suele salir después del dolor, pero el dolor que tiene no la requiere.

Intenta mover todo lo descrito, y al ver que no puede ser, vuelve a bramar. Su nuez de Adán queda estancada entre dos gruesas venas, destacando en una cilíndrica garganta enrojecida y áspera, como su barba de tres días. Entonces vuelve a pensar, a sufrir porque sus recuerdos así desean que ocurra. Nació con cabeza de mártir, con un cerebro estrictamente diseñado para dar vueltas y más vueltas; para recopilar dolor, y que este último, se reparta por todo su cuerpo, como esa sangre inexistente ahora.

(Plum.  Plum .Plum)

Vuelve a machacarse, a desear tener las manos libres para apretar los puños, mirarse las muñecas, verlas igual de abultadas que las de su cuello y, ya que no puede cortarlas, al menos morderlas, porque necesita sentir un dolor físico, y no interno; hacerse daño él, no hacérselo a los demás. Necesita abrirse paso en el mundo, aunque sea en el de los muertos.

Sabe que así puede conseguirlo. Si se desangra ya no piensa

(Plum)

Ya no ve aterradores recuerdos que le repiten lo miserable que ha sido y es.

(Plum. Plum)

Ya no pide ayuda a gritos, respondido únicamente por el eco de las cuatro paredes en las que vive, pasa hambre y no cierra los ojos.

(Plum.Plum.Plum)

-UaaAAAAAAA  ¡UUU-AAAAAAAAAAAAA!

La lengua, apuntando al techo y formando una "s", desea salirse de la boca, caminar por sí sola; pero al igual que en la vida del trastornado, la presa la atrapa, y son los dientes quienes la muerden, provocándole un chispazo en el cerebro, y acto seguido, el líquido más pastoso que es la sangre, camino de la hinchazón. La escupe, y después se la traga, como lleva tragando todo sin forma de evacuar. El pecho sí, esta vez le sube y le baja, y vuelve a sentir el corazón.

El efecto del sedante se ha pasado, y cada vez que esto ocurre, la desesperación le domina.

-¡Y me lo dijo mi padre! -escucha-. Porque cuando yo era viejo los recuerdos no caminaban de la mano; y sí, efectivamente, era un tapón sin firma, desde los pirineos hasta la cordillera cantábrica. Ay, pobre hermano mío...

-¡Silencio!

-¡Y quiero muuuuucho cho cho mucho más y más! Jajajajaja. -Llora. Llora el hombre que reía, moqueando, con la cabeza gacha y diciendo que es un miserable. Segundos más tarde, vuelve a reír. Quiere contar un cuento. Sus ojos miran la oscuridad, y estos, vuelven a llorar al verlo todo del mismo color que su alma.

(Plum. Plum. Plum)

Grita, al fin por el dolor querido. Se sigue golpeando la cabeza por aburrimiento, consciente de que no adelanta nada con ello, pero sí puede morir desangrado. Quiere, necesita morir para dejar de sufrir; sin embargo, nunca le dejan. Siempre le pillan, le llevan a la celda de paredes acolchadas, y allí, se golpea, deseando desaprisionarse de la camisa de fuerza, rogando que no le inyecten más relajantes, que solo le borren la memoria, los recuerdos malignos, los pensamientos negativos, la maquinaria para hacer sufrir; y los oídos, para sin ellos dejar de escuchar al compañero de la habitación de al lado que no dice nada coherente, para que el vigilante no le mande callar, que no entre en  el interior de las cuatro paredes que le recluyen y pueda abrirse más heridas en la lengua, llorando cada quince minutos mientras se traga la sangre que, en un hospital psiquiátrico, es lo que menos duele. 

-Dejadme morir, por favor. Lo ruego. Necesito desaparecer

Lo piensa, pero le queda una amarga condena por delante.

(Plum)